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viernes, 2 de mayo de 2014

LOS DIOSES DE MESOPOTÁMIA

CURIOSIDADES:


EL DIOS SHAMASH

Durante seis días y siete noches, vendavales, lluvias, huracanes y el diluvio estuvieron golpeando la tierra… Ea abrió la boca, tomó la palabra y le habló a Enlil el audaz: “Pero tú, el más sabio de los dioses, el más valiente, ¿cómo pudiste, inmisericorde, decretar el diluvio? Haz que recaiga la culpa sobre el culpable y el pecado sobre el pecador. En lugar de eliminarlos, perdónalos. No los aniquiles: muéstrate clemente”». Con estas palabras, el dios Ea recriminaba a su compañero Enlil que hubiera enviado un diluvio para aniquilar a todos los hombres, solamente porque éstos eran muy ruidosos y no le dejaban dormir. Así eran los dioses en Mesopotamia: tenían un poder sin límites, estaban siempre disputando entre sí y, sobre todo, despertaban un insuperable temor entre los hombres, que habían sido creados únicamente para servirles.

Los dioses mesopotámicos tenían la apariencia, las cualidades y los defectos de los hombres, pues habían sido concebidos a semejanza humana. Eran en gran medida un reflejo de la sociedad que los había creado. En otras palabras, se trataba de una trasposición a nivel celestial de lo que ocurría en el mundo terrenal. Los dioses se alimentaban, se peleaban, se amaban, se casaban y tenían familia como cualquier hombre. Pero había una notable diferencia: la muerte les era desconocida. La vieja Epopeya de Gilgamesh lo deja bien claro: «Cuando los dioses crearon a los hombres, les asignaron la muerte, pero la vida sin límites se la guardaron para ellos». La inmortalidad, así como la posesión de un poder ilimitado y sobrenatural, eran características inherentes a los dioses que les diferenciaba de los humanos.


Los dioses no sólo tenían la huella de lo humano, sino también eran una proyección de la sociedad. Estaban organizados en categorías bien diferenciadas y su panteón era una reproducción de la organización social. Había un soberano, una familia real, así como funcionarios, técnicos y ayudantes, que constituían el grupo de las divinidades principales o mayores. Por debajo se encontraba toda una corte de deidades menores y marginales. A la cabeza de este sistema se hallaba Anum, que era el fundador de la dinastía divina y el padre de los dioses. Junto a él, Enlil, el dios del viento, y Enki (llamado Ea, en acadio), el dios de las aguas dulces subterráneas, constituían la gran tríada de los dioses supremos. El grupo de los siete grandes dioses de Mesopotamia se completaba con Shamash, el dios sol; Sin, el dios luna; Ishtar, la diosa del amor y de la guerra, y Ninhursag, la diosa madre.

Esta división del poder divino no era inmutable, pues en el II milenio a.C. se produjo en Babilonia, aunque no sin dificultades, la sustitución de Enlil por Marduk, mientras que los reyes casitas de la segunda mitad del II milenio a.C. adoptaron como propios a los dioses tradicionales babilónicos, pero no renunciaron a los suyos.  
Los hombres se humillaban y temblaban ante los dioses. Sabedores de su poder, los habitantes de Mesopotamia adoptaban una actitud de sumisión, de admiración, de respeto e incluso de temor. De la divinidad nunca se esperaba cercanía. Los hombres no amaban a los dioses, sino que los temían. Todo lo que ocurría en la tierra tenía un origen divino. Y de esta sumisión a los dictámenes divinos no estaba libre nadie, ni siquiera los reyes. Cada decisión del monarca tenía que ser ratificada por los dioses. Una campaña militar, la ingesta de un fármaco o la elección del heredero tenían que ser sancionados por los dioses a través de la adivinación o de oráculos. Un ejemplo de ello, referido a la elección del heredero por parte del rey asirio Asarhadón, en el siglo VII a.C., aparece en el texto siguiente: «¡Shamash, gran señor, dame una respuesta positiva a lo que te pregunto! ¿Debe Asarhadón, rey de Asiria, esforzarse y hacer preparativos? ¿Debe introducir a su hijo, Sin-nadin-apli, en la casa de la sucesión? ¿Es del agrado de tu divinidad? ¿Es aceptable para tu gran divinidad? ¿Lo conoce tu gran divinidad?».

Cada ciudad de Mesopotamia tenía un dios patrón que la protegía y de esa protección dependía en gran medida su prosperidad. De hecho, de acuerdo con la mentalidad mesopotámica, la ciudad era concebida y fundada para ser la morada de una determinada divinidad. Esa morada estaba representada por el templo principal. Por esta razón, ya desde el III milenio a.C., los reyes invirtieron grandes esfuerzos en la construcción y reconstrucción de los principales santuarios. Así consta en numerosas inscripciones conmemorativas relativas a la finalización de trabajos de edificación, reparación y embellecimiento de los mismos. El éxito y el futuro de cada ciudad y cada reino dependían de la armónica relación entre dioses y reyes. «Un largo reinado feliz y años de gozosa abundancia» deseó el dios Shamash, dios de la Justicia, al rey Yahdun-Lim (1810-1794 a.C.) por haberle construido un templo magnífico en la ciudad de Mari, en el Medio Éufrates sirio.

El templo y el palacio constituyen los dos polos de poder en Mesopotamia. La arqueología ha sacado a la luz cientos de templos repartidos a lo largo y ancho de su geografía. El templo era, en primer lugar, la casa del dios, el lugar donde vivía y donde se le atendía a diario. Como es obvio, a lo largo de la historia mesopotámica la forma y las características de los templos fueron evolucionando, incluida su parte más importante, el llamado lugar santo o sanctasanctórum (la cella del mundo grecorromano). Pero había tres elementos que siempre se consideraron indispensables en todo edificio consagrado al culto: el emplazamiento del trono del dios, donde se hallaba la estatua de culto; el lugar de presentación de las ofrendas, y, por último, la zona donde se preparaban los alimentos o se realizaba el sacrificio de animales.

TORRE ESCALONADA DETERIORADA POR EL PASO DEL TIEMPO


En torno a la estatua divina se organizaban una serie de ceremonias en honor del dios titular. Cada día, los dioses recibían dos comidas mayores y otras dos menores. No era un acto meramente simbólico, sino que esta tarea recaía sobre cocineros adscritos al templo. Se les alimentaba con pan, dátiles y diversos tipos de carnes elaboradas siguiendo recetas culinarias. Y bebían vino, varias clases de cerveza y leche. Según una tablilla del siglo III a.C., en Uruk a lo largo de un año se ofrecía a los dioses Anum, Antum e Ishtar, entre otros productos, nada menos que 18.000 carneros, 2.580 corderos, 720 bueyes, 360 terneros...
Además de comida, los dioses recibían todo tipo de cuidados, pues se les hacía el aseo personal y se les vestía y adornaba con joyas en un alarde de indescriptible ostentación. Incluso se les sacaba a pasear en procesión, generalmente en el marco de la celebración de determinadas festividades religiosas, la más importante de las cuales era la del año nuevo.
De todos estos cuidados se ocupaba un amplio séquito constituido por el personal de culto y la clase sacerdotal, formada tanto por hombres como por mujeres reclutados entre las familias de las clases altas. En Babilonia, en tiempos de Hammurabi (1792-1750 a.C.) conocemos la existencia de sacerdotisas de alto rango llamadas naditum en acadio. Estas mujeres, que llevaban una vida semiconventual, podían casarse pero no podían procrear. Sólo podían tener hijos a través de una esclava, pues debían permanecer castas.
La importancia de estos cultos viene demostrada por el desconsuelo que provocaba, en caso de la toma de una ciudad por el enemigo, la deportación a otro país de la estatua del dios. No había mejor manera de humillar al vencido que «robarle sus dioses». Un buen ejemplo lo tenemos con el dios Marduk, cuya estatua viajó desde Babilonia hasta Elam y Asiria como botín de guerra en varias ocasiones. La recuperación de la efigie por el rey Nabucodonosor I (1126-1105 a.C.) fue celebrada como un gran acontecimiento por los babilonios.



FUENTE.Juan Luis Montero Fenollós. Profesor de Historia Antigua. Universidad de La Coruña,

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