MARCO POLO |
El mundo es un libro –decía san Agustín–, y aquellos que no viajan, no leen de él más que una página». Marco Polo fue un excelente lector del mundo; la crónica de sus viajes maravillosos por Oriente, el Libro de las maravillas del mundo, titulada originalmente Le devisement du monde –La descripción del mundo–, relata veinticuatro años de travesías y descubrimientos por territorios muy alejados de su Venecia natal, entre 1271 y 1295. Acompañado por su padre y su tío, Marco Polo vivirá y trabajará diecisiete años al servicio del gran emperador mongol Kublai Kan.
En este largo, complicado, nebuloso y casi mágico trayecto hacia territorios completamente desconocidos para la mayoría de sus contemporáneos, Marco Polo nos proporciona un caudal inconmensurable de datos sobre los países y los paisajes que atraviesa, así como sobre la gente que trata y conoce, sus historias, costumbres, cultos, cultivos, joyas, tejidos, caminos, comidas y animales. Algunas veces se expresa con un lenguaje de inventario y con aburridas fórmulas estereotipadas, pero muchas otras nos relata lo que ve con un estilo vivo, ágil y ameno con el fin de maravillar a su público y dejarlo boquiabierto.
Para mantener despierta la atención de sus oyentes, Marco Polo y su escriba, Rustichello da Pisa, muchas veces cuentan historias y leyendas con una curiosa mezcla de tiempos verbales que sitúan una acción pasada en el presente para así convertirla en algo vivo e intrigante, y a menudo se dirigen a la audiencia con preguntas directas o con frases admirativas que buscan en todo momento contagiar la emoción y la sorpresa. Estas marcas orales presentes en todo el texto nos indican claramente que el Libro de las maravillas del mundo que ha llegado hasta nosotros era, esencialmente, un texto más para ser escuchado que para ser leído.
El largo trayecto de ida de Venecia a Pekín se alarga tres años (1271-1274) y, a pesar de que es en China y durante los años de servicio en la corte del Gran Kan donde Marco Polo vive y descubre las más grandes maravillas, el camino no está exento de rarezas, curiosidades y milagros que sorprenden, en alto grado, tanto a Marco Polo como después a sus oyentes. Dejando atrás el Próximo Oriente y adentrándose en territorios ya bajo el dominio mongol, Marco Polo descubre en Armenia la mágica silueta del monte Ararat donde se posó el arca de Noé tras el diluvio universal, y en los territorios de la alta Mesopotamia describe las fuentes negras y los pozos de alquitrán, algunos en llamas, siempre encendidos, verdaderos faros en las noches del desierto.
Antes de relatar su paso por Persia, Marco Polo prefiere deleitar a su público con una fábula sobre un milagro obrado por un zapatero ciego y devotísimo de la mítica ciudad de Bagdad, quien, gracias a sus plegarias, consigue que Dios mueva una montaña salvando así a la comunidad cristiana de las manos del terrible califa. Se trata de un cuento fantástico, a la manera de las Mil y una noches, en el cual Marco Polo parece explicar la salvación de la comunidad cristiana de Bagdad en 1258, cuando los mongoles entraron a sangre y fuego en la ciudad, gracias a la intercesión de Doquz Jatún, la esposa del príncipe mongol Hulagu, devota del nestorianismo, corriente cristiana que se había difundido por Asia desde hacía varios siglos.
Pero es el relato de su paso por las planicies de Irán lo que provoca verdadero asombro y hasta escándalo: en lo que parece un recurso para seguir extasiando al público cristiano que escucha sus andanzas, Marco Polo describe la patria de los tres reyes magos de Oriente del Evangelio, y nos habla de sus tumbas y de los cuerpos todavía incorruptos de Gaspar, Melchor y Baltasar. Esta noticia invalidaría la tradición de la conservación de sus huesos en el famoso y venerado Dreikönigsschrein, el relicario de los Tres Reyes Magos de la catedral de Colonia, en Alemania, con lo que estalla la polémica. A continuación, Marco Polo pasa a justificar el origen del culto al fuego que practicaban los habitantes de esos parajes, convirtiendo a los tres reyes magos en mazdeístas o «adoradores del fuego».
PINTURA EN LA FIESTA DEL QINGMING FIESTA DE LOS DIFUNTOS |
Cada vez más lejos de casa, avanzando hacia Oriente, en un mundo envuelto en un aura fulgurante de leyenda y maravilla, el tono de su relato va adquiriendo más y más matices fantasiosos: en el Jorasán persa, la leyenda del árbol seco o solitario que indicaba el fin del mundo, pero que él logra superar, las pavorosas trazas de la destrucción sembrada por las hordas mongolas en el Asia Central, la travesía de los enormes desiertos vacíos, inhóspitos y peligrosos del Taklamakán y el Gobi, llenan el libro de riesgo, intriga y aventura.
La meta de su viaje, Pekín, está cada vez más cerca, pero se halla ya tan lejos de Venecia que nuestro viajero tiene la sensación de estar alcanzando los confines del mundo: los prados infinitos de Mongolia, abiertos a todos los vientos e inabarcables a la vista, lo hacen sentirse verdaderamente en otro mundo; los paisajes adquieren tonos irreales y los presenta como los llanos de los exiliados gigantes bíblicos Gog y Magog del libro del Génesis, de las profecías de Ezequiel, del Apocalipsis... Pero el mundo parece no acabarse ni tener límite alguno, ni temporal ni espacial. Gog y Magog se han convertido en un imperio muy bien organizado hacia el que los Polo se dirigen: la corte de Kublai Kan, establecida en verano en la mítica ciudad de Xanadú (en la actual región china de Mongolia Interior), modelo de la magnificencia y el resplandor del poder del gran emperador mongol, Señor de Asia.
La descripción del maravilloso palacio móvil de Kublai, hecho de bambú y totalmente decorado, con su extenso jardín cerrado lleno de árboles, flores, fuentes y animales exóticos para solaz del gran señor, y con la espléndida corte que le rodea y le acompaña compuesta por nobles, soldados, sabios, monjes y magos informa al público europeo del altísimo grado de magnificencia y lujo de esta ciudad mítica, Xanadú, nombre que a partir de este momento se convertirá para la cultura occidental en sinónimo de esplendor, fasto y opulencia. Entre las maravillas y las rarezas del palacio de verano de Kublai Kan, Marco Polo destaca la presencia de astrólogos, hechiceros, nigromantes, chamanes y encantadores que rodean al emperador mongol: son los bacsi, los influyentes monjes budistas que dominan la corte del gran Kan y que en los suntuosos y espectaculares banquetes ofrecidos por el emperador usan técnicas telequinésicas para acercar la copa de vino o los manjares a la boca de su señor: camareros quietos, concentrados, desplazando objetos con su mente. ¿Magia pura o simple imaginación del autor?
En Pekín, Marco Polo pasa a formar parte de la élite de extranjeros que trabajan al servicio del gran Kan. Así, el veneciano nos descubre lo portentoso del aparato burocrático y administrativo necesario para regir las entrañas de un imperio que hermana las costas del Pacífico, el Índico, el Himalaya y los confines mediterráneos del Próximo Oriente. Marco Polo descubre a los europeos la férrea organización de un ejército de proporciones inmensas, un sistema de correos que funciona a la perfección, la fabricación de papel a partir de técnicas desconocidas en Europa, el uso extendido del papel moneda…
A las órdenes de su nuevo señor, para quien trabajará diecisiete años, Marco Polo viajará por las provincias interiores de China. Sus relatos descubren a los europeos el color amarillento del célebre Huang He (el río Amarillo), sierpes bestiales, junglas sofocantes, brujos médicos, las altas montañas occidentales del Tíbet, el otro gran río chino, el Yang Tse o río Azul, la peculiar orografía del norte de Vietnam con su gente «bella y alta», y describe vívidamente las batallas heroicas de los mongoles para conquistar los territorios de la actual Birmania.
Pero lo que quizá más sorprendió a los europeos fue la descripción del Gran Canal, una antiquísima obra de ingeniería empezada en el siglo VII y en la que trabajaron más de cinco millones de hombres y mujeres. El resultado fue una red de canales artificiales comunicados con lagos y ríos que lo convirtieron en la vía de agua navegable más larga construida por el hombre. A lo largo del Gran Canal discurría la carretera imperial sombreada por árboles plantados con este fin y jalonada con postas de correos.
Las ciudades adosadas al Gran Canal proporcionan a Marco Polo la posibilidad de expresarse en términos superlativos. El tráfico comercial y humano, así como la agitación de las ya abigarradas y superpobladas ciudades chinas sorprenden a nuestro viajero, y sus descripciones no parecen sino exageraciones; las cantidades son ingentes: de barcos, de personas, de mercancías, de riquezas... Todo es tan desbordante que «sin verlo es imposible que alguien lo crea», y Marco Polo llega a admitir que dar cuenta de todo lo que ve y lo que hay supone una «tarea demasiado ardua».
El relato sobre la inconmensurable China se corona con la descripción a fondo de varias ciudades que maravillaron a Marco Polo, quien las calificó de magníficas, opulentas y portentosas. Quinsai, la moderna Hangzhou, la antigua capital de la vencida dinastía Song en Mangi (nombre que los mongoles daban a la China meridional), se reveló al veneciano como un lugar de maravilla absoluta que no dudó en definir como «un paraíso». En aquella época, la ciudad contaba con más de un millón de habitantes y sus dimensiones eran enormes. Todas las cantidades se cuentan por miles: 12.000 puentes, 100.000 guardias, 4.000 baños públicos, 30.000 soldados, banquetes con 10.000 comensales, palacios de 1.000 habitaciones, 1.600 millares de edificios, 50.000 personas en la plaza del mercado... Tanta es la admiración por este monstruo urbanístico y su comarca que le es difícil expresarla en palabras: «Es verdaderamente muy costoso describir la gran nobleza de esta provincia y, por lo tanto, callaré». También la ciudad de Zayton, variopinta, cosmopolita y tolerante, situada en la China del sureste, poblada por comerciantes persas, árabes, indios, marineros, emisarios, oficiales, soldados, monjes y misioneros budistas, taoístas, hindúes, musulmanes, judíos, cristianos nestorianos, maniqueos... provoca que Marco Polo la denomine el «puerto de las delicias».
A pesar de toda la información que nuestro viajero nos proporciona de la China de los mongoles, hay investigadores que dudan de su visita precisamente por todo lo que omite: la historiadora norteamericana Frances Wood, por ejemplo, se pregunta por qué Marco Polo no menciona en absoluto ni la Gran Muralla, ni la escritura ideogramática china, ni el té, ni los palillos de comer o los pies vendados de las mujeres. Pero hay que tener en cuenta que ni la Gran Muralla –que sería reconstruida en piedra en el siglo XVII por la dinastía Ming– ni el té, que llegaría a China en el siglo XVI de mano de los portugueses, tenían entonces la importancia que tienen ahora, y las costumbres o características de la civilización china eran en aquel momento, a ojos del veneciano, poco significativas o de escaso valor documental, pues eran los mongoles quienes gobernaban y los chinos el pueblo sometido, y, no hay que olvidarlo, Marco Polo trabajaba para el Kan.
El viaje de vuelta a casa de los Polo, hacia Occidente a través del Índico, enlaza el puerto chino de Zayton con el estrecho de Ormuz (en el golfo Pérsico), donde los viajeros retomarán el camino de regreso por tierra. Tras tantos años en China, el trayecto es de nuevo un gran despliegue de maravillas. Pero, curiosamente, los detalles de este periplo marítimo son menos conocidos, menos citados, a pesar del cúmulo de elementos legendarios que Marco Polo ofrece a sus sorprendidos oyentes y lectores: el trayecto por las islas indonesias, donde topa con caníbales y adoradores de animales vivos; las extrañas islas de Andamán y Nicobar, donde conoce a primitivos hombres con cabeza de perro; el sinfín de maravillas que observa en las costas de la India «que no pueden dejarse en silencio»; las misteriosas islas de Kuria Muria en las costa de Omán, una para hombres y otra para mujeres... Es evidente porqué se agolpaba la multitud en Génova bajo la ventana de la celda donde el capitán Marco Polo pasaba su cautiverio junto al escriba Rustichello da Pisa cuando leía en voz alta sus aventuras. La prisión de Malapaga se convirtió, así, en una incansable fábrica de maravillas que incendió la imaginación de los europeos desde el primer momento en que se puso por escrito el relato del viaje de un mercader veneciano que había atravesado un mundo fantástico, aunque real. La verdad, cuando no se conoce, suena a fábula, pero, afortunadamente, la fantasía de una fábula, bien contada, puede ser totalmente cierta.
FUENTE-Manuel Forcano. Doctor en Filología Semítica y traductor del Libro de las maravillas del mundo
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