CAJITA DE FUMADOR |
El médico galés John Jones, en Cómo revelar los misterios del opio (1700), habla de los beneficios esta sustancia: «A menudo el opio quita el dolor mediante la distracción y la relajación provocadas por el placer y su incompatibilidad con el dolor»; «previene y quita la pesadumbre, el miedo, las angustias, el mal genio y el desasosiego»; ha hecho a «millones» de consumidores «más serenos y al mismo tiempo aptos para la administración de sus negocios». Lo recomienda contra la gota, la hidropesía, el catarro, el asma, la disentería, el cólera, el sarampión,
la viruela, los cólicos y otras dolencias. Reduce los vómitos, mitiga el hambre, alivia los dolores menstruales y las convulsiones, y –además de efectos afrodisíacos– provoca «el crecimiento del pene, del pecho y un aumento de la leche». Jones también previene sobre los peligros de un uso prolongado: «Un estado de abotargamiento, apatía y pesantez, como el de los borrachos crónicos, excepto cuando se está bajo el influjo del opio», lo que es imputable a quienes lo emplean «sin prudencia».
Los elogiosos términos en los que se expresa Jones reflejan el entusiasmo de los médicos de su tiempo por las múltiples virtudes del opio, el jugo de la adormidera, que provienen de su principal ingrediente activo: la morfina. Ésta alivia el dolor, dulcifica los espasmos, reduce la fiebre e induce al sueño; como analgésico, produce euforia y amortigua la tensión y la ansiedad. También suprime la tos, estriñe al inhibir los jugos gástricos, retarda la respiración y dilata los vasos sanguíneos de la piel.
Aunque el opio era conocido desde
la Antigüedad, su empleo experimentó un amplio auge a partir del Renacimiento, cuando la expansión comercial de Europa aumentó los contactos con el Imperio otomano, Persia y el Extremo Oriente, zonas donde se cultivaba la adormidera –el Corán prohíbe el consumo del vino, pero nada dice del opio (ni del cáñamo)–. El número de recetas médicas que incluían opio aumentó desde el siglo XVI; fue entonces cuando, según se dice, el famoso médico y alquimista Paracelso acuñó el término «láudano», una suerte de bálsamo fabricado por él y que contenía opio mezclado con sustancias como beleño, almizcle y ámbar. En adelante, el opio adquirió una reputación de medicina casi milagrosa que no sólo reparaba la salud, sino que proporcionaba un gran bienestar.
Aunque podía ingerirse en forma de píldoras convenientemente edulcoradas, pues el opio tiene un sabor amargo, se popularizó en forma de láudano, una solución de opio en alcohol –líquida, pues, y no sólida como el compuesto de Paracelso–. Con este tipo de preparación, el opio pasó a convertirse, entre los siglos XVI y XVII, en la medicina de las clases superiores, ya que en su elaboración se utilizaban ingredientes de elevado coste. Así, por ejemplo, en el láudano que lleva su nombre, el médico Thomas Sydenham (el «Hipócrates inglés») diluía opio en vino de Málaga, azafrán, canela y clavo. Con él trató a pacientes como el rey Carlos II y Oliver Cromwell, mientras que, en Francia, Richelieu, Colbert y Luis XIV tomaban el láudano del abate Rousseau.
Durante el siglo XVIII, el opio se democratizó. Aumentó su flujo a Europa y América, y se diversificaron sus preparaciones: se presentaba en linimentos, grageas, enemas, jarabes... Como los láudanos, estos productos se vendían en boticas y prometían el alivio de todo tipo de dolencias El consumo del opio creció, imparable. De aquel «curalotodo» universal, por entonces el único remedio eficaz contra la tos, los cólicos y el dolor, echaron mano Benjamin Franklin por su gota, o Robert Clive, el conquistador de la India, por sus cálculos biliares (Clive terminaría por suicidarse debido al insoportable dolor que le provocaban).
El opio generaba la adicción de sus consumidores, y a veces las supuestas enfermedades que curaba no eran sino un pretexto para tomarlo, como en el caso del poeta inglés Coleridge. Del opio atraía su capacidad para aplacar la ansiedad y los nervios, así como de estimular las ensoñaciones, lo que hizo que recurrieran a él multitud de artistas y escritores. Uno de ellos, Thomas de Quincey, dejó el testimonio de su experiencia enConfesiones de un inglés comedor de opio (1821): «Mientras el vino desordena las facultades mentales, el opio (si se toma de manera apropiada) introduce en ellas el orden, la legislación y la armonía más exquisitos. [...] el hombre que está borracho o que tiende a la borrachera favorece la supremacía de la parte meramente humana, y a menudo brutal, de su naturaleza, mientras el comedor de opio siente que en él predomina la parte más divina de su naturaleza; los efectos morales se encuentran en un estado de límpida serenidad y sobre todas las cosas se dilata la gran luz del entendimiento majestuoso». Más abajo en la escala social, la capacidad del opio para reducir las aflicciones proporcionaba a los trabajadores de las zonas industriales de Gran Bretaña un alivio temporal a las agotadoras jornadas en talleres y en minas.
El opio consumido en Europa provenía del Próximo Oriente y su contenido en morfina era mayor que el de la India, desde donde los ingleses lo introducían de contrabando en China, donde a finales del siglo XVIII el opio estaba prohibido. La resistencia china a este comercio provocó dos guerras con Gran Bretaña (1839-1842 y 1856-1860) que marcaron un cambio en la opinión pública hacia Oriente y hacia una nueva manera de consumir el opio: fumarlo.
En China (donde los españoles habían llevado el tabaco desde América), el tabaco se fumaba y los fumaderos chinos se convirtieron en el compendio de las visiones europeas sobre un Extremo Oriente disoluto: eran algo depravado, vicioso y criminal, y sus clientes caían en la holganza y la miseria. Como manifestaría el médico sir Clifford Allbutt, estudioso del tema (e inventor del termómetro clínico): «El fumar opio, ya sea en Europa o en otra parte, no se condena por el daño directo que provoca, grande o no, sino por las circunstancias degradantes en que se lo busca; en Oriente es el recurso de aquellos que son la escoria del mundo». Estas ideas se proyectarían sobre los fumaderos de opio que desde mediados del siglo XIX aparecieron en Europa y América con la emigración china. La morbosa atracción que ejercieron en la opinión pública se alimentó de novelas como El misterio de Edwin Drood, de Dickens (1869), y de las denuncias de la prensa de masas, que los mostraba como antros de perversión.
Mientras se extendía la moda de fumar opio, aparecieron nuevas formas de consumirlo: en 1806 se extrajo la morfina, el principal alcaloide del opio, cuyo uso se vio facilitado por la invención de la aguja hipodérmica en 1853. Empleada para combatir el dolor en todas las contiendas desde la guerra de Secesión, sus efectos eran más rápidos y potentes, y también quien la tomaba se hacía adicto más pronto, empezando por los soldados que la recibieron. Irónicamente, se consideró que estaba desprovista de efectos adictivos y se promocionó para deshabituar a los opiómanos, del mismo modo que se consideró que la heroína, un derivado de la morfina creado en 1883, permitiría superar la adicción al opio y a la morfina. El comercio de todas estas sustancias no comenzó a hallar trabas internacionales hasta 1912, con la firma de la Convención Internacional del Opio.
FUENTE-Alfonso López. Historiador
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