E n el año 82 a.C., la entrada de Sila en Roma pareció poner fin a las luchas civiles entre aristócratas y demócratas (optimates y populares) que habían ensangrentado la República durante varios años. Tras su victoria en la batalla de la puerta Colina, Sila, proclamado dictador, ordenó terribles proscripciones contra sus enemigos y se lanzó a la caza de los líderes populares que habían huido a distintas provincias del Imperio, en Sicilia, África, Liguria e Hispania. En pocos meses, Pompeyo, general de confianza de Sila, cumplió la tarea e impuso su ley. Pero entonces, en 80 a.C., uno de los cabecillas populares reapareció para hacerse fuerte en Hispania y mantener en jaque a Roma durante casi diez años.
Este hombre se llamaba Quinto Sertorio. De oscuro linaje, Sertorio se curtió como militar en varios conflictos (en una acción perdió un ojo, algo de lo que se enorgullecería) y se alineó pronto con el bando de los populares, lo que le valió diversos cargos públicos. Poco antes de la entrada de Sila, marchó de Roma para asumir el cargo de gobernador de la Hispania Citerior, de donde pronto fue desalojado por un nuevo pretor enviado por Sila. Sertorio se refugió en Mauritania, donde enseguida se lanzó a reclutar un ejército para continuar la lucha contra Sila. Fue allí donde recibió una propuesta inesperada: los lusitanos le ofrecían encabezar una rebelión contra Roma. Los intereses de los lusitanos no coincidían exactamente con los de Sertorio: aquéllos querían librarse del yugo de Roma, mientras que Sertorio sólo pretendía acabar con el poder de Sila. Pero tenían un enemigo común que hizo posible la alianza. Sertorio ya había estado en Hispania en el año 98 a.C., acompañando al cónsul Didio, que actuó con implacable dureza contra los nativos; esa experiencia le hizo ver que era mucho más inteligente tenerlos como aliados. Así, en el año 80 a.C. Sertorio dejó una parte de sus tropas en África y marchó con 4.000 hombres a la Península.
Los lusitanos acogieron a Sertorio con los brazos abiertos y lo reconocieron enseguida como su jefe indiscutido, viendo en él en cierto modo a un nuevo Viriato, el caudillo que casi setenta años atrás los había liderado en su gran guerra contra Roma. Para ellos, Sertorio encarnaba al buen romano, al general aguerrido y al hombre dotado de cualidades sobrenaturales; muy supersticiosos, los lusitanos llegaron a creer que el general romano podía conocer el futuro a través de una cervatilla blanca que le regaló un lugareño. Sertorio, por su parte, se apresuró a adiestrarlos en la disciplina militar romana. Como escribe Plutarco, «acostumbrándolos a las armas, a la formación y al orden de la milicia romana, y quitando de sus incursiones el aire furioso y terrible, redujo sus fuerzas a la forma de un ejército, de grandes cuadrillas de bandoleros que antes parecían».
Gracias a su alianza con los lusitanos, Sertorio encadenó las victorias sobre las fuerzas romanas en Hispania. Su táctica combinaba los métodos romanos con la peculiar lucha de guerrillas lusitana, basada en no dar tregua al enemigo, devastar y rapiñar, obrar con rapidez y evitar batallas en campo abierto. Así logró poner en jaque a Cecilio Metelo, el procónsul enviado por Sila a Hispania, derrotándolo repetidamente mediante estratégicas retiradas. Acto seguido, Sertorio encabezó una gran incursión hacia la Hispania Citerior, un cómodo paseo triunfal en el que tomó primero Segóbriga y Caraca, y luego Bílbilis y Contrebia. Era el territorio de los celtíberos, quienes hicieron también causa común con el general romano.
Sertorio alcanzó entonces la cumbre de su poder. Decidido a asegurarse el apoyo de los celtíberos, fundó en Osca (la actual Huesca) una escuela con el fin de instruir a los hijos de los nobles celtíberos y, de paso, mantenerlos como rehenes. Además, creó en la misma ciudad un senado indígena, aunque le concedió tan sólo funciones consultivas. Con ello, Sertorio se acercaba a la figura que unos años más tarde encarnaría el propio Augusto, pues su verdadera intención era convertirse en emperador. Según el estudioso Adolf Schulten, el propósito de Sertorio era crear en Hispania una segunda Roma para lograr luego el control de la capital.
Hispania se convirtió en una caja de resonancia de la política romana, el escenario en el que se iba a decidir quién sería el hombre fuerte de Roma. Todos confluyeron allí. Marco Perpenna Vento, uno de los cabecillas del bando popular huido de la persecución de Sila, unió sus fuerzas a las de Sertorio, quien con la nueva ayuda llevó a cabo una gran ofensiva hacia el Levante. Al mismo tiempo, Pompeyo cruzó los Pirineos con un nutrido ejército y marchó al encuentro de los «rebeldes». Pompeyo logró vencer a Perpenna, muy inferior en astucia y valentía al propio Sertorio, pero este último se interpuso entre ambos y puso sitio a la ciudad de Lauro, entre el campamento de Pompeyo en Sagunto y Valentia, adonde había huido Perpenna. Cuando Pompeyo acudió a socorrer a sus aliados en Lauro, Sertorio le hizo creer que un contingente suyo lo atacaría por la espalda. Consiguió, así, que los habitantes de Lauro se rindieran; Sertorio les concedió la libertad, pero arrasó la ciudad, «no por cólera o crueldad –escribe Plutarco–, porque entre todos los generales parece que fue éste el que menos se dejó llevar por la ira, sino para afrenta y mengua de los que tanto admiraban a Pompeyo».
Pero, desde entonces, la suerte de Sertorio empezó a cambiar. La llegada de las tropas de Metelo, quien había logrado acabar con Lucio Hirtuleyo, hombre de confianza de Sertorio, incrementó mucho la presión sobre éste. Aunque las batallas de Sucron y Sagunto fueron de resultado incierto, sirvieron a Pompeyo para ganar tiempo y obtener de Roma más recursos y tropas. Pudo así, al año siguiente, atacar las bases de Sertorio en territorio celtibérico, poniendo sitio a Calagurris (Calahorra).
Sertorio se vio obligado a refugiarse en Osca, donde se convirtió en un personaje vil y despótico. Las relaciones con los pueblos nativos se enturbiaron; el caudillo antes aclamado llegó ahora a ordenar la muerte o la venta como esclavos de los estudiantes-rehenes de la escuela oscense. También entre sus aliados romanos cundió el recelo hacia su persona y el miedo a que los arrastrase a la perdición. Fue entonces cuando, movido por la envidia y alentado por la promesa de perdón que el Senado romano había hecho a los partidarios de Sertorio que depusieran las armas, Perpenna tramó una conspiración contra él. Lo invitó a un banquete en su casa para celebrar una falsa victoria, y allí él y los otros diez conjurados lo apuñalaron hasta la muerte. Acabó así la carrera de un general al que Plutarco no dudaba en comparar con otros grandes caudillos de la historia antigua, como Filipo, Antígono y Aníbal; «más fiel y humano que todos ellos, no menos prudente que ninguno, tan sólo les fue inferior en la fortuna, hasta caer asesinado como cabecilla de unos bárbaros».
Por: Francisco García Jurado
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