Cuatro años después de atravesar el Helesponto al frente de su ejército de guerreros macedonios, Alejandro Magno había logrado prácticamente su objetivo de conquistar el Imperio persa. Darío III, el Gran Rey de Persia, convertido en un fugitivo, había sido asesinado por los suyos y todas las grandes capitales persas estaban en poder del caudillo macedonio. Dos años después, en 328 a.C., reprimida la rebelión del líder sogdiano Espitámenes, ninguna región del antiguo Imperio aqueménida escapaba al dominio de Alejandro. Se trataba de un territorio inmenso, de más de cinco millones de kilómetros cuadrados, desde Anatolia y Mesopotamia hasta la meseta iraní y las cuencas de los ríos Oxus y Yaxartes.
Pero ni siquiera aquello era suficiente para Alejandro. Más allá de la cordillera del Hindu Kush se extendía un territorio legendario y desconocido para los griegos: la India. En el pasado, los reyes persas habían tratado de imponer su ley en la parte más próxima de esas tierras: el este de Afganistán, Pakistán y el valle del Indo, pero no pudieron establecer sátrapas (gobernadores) de forma permanente, y muchos pueblos afirmaban haber sido siempre libres y autónomos, como los malios y los oxidracos. Alejandro se propuso llegar hasta donde no lo hicieron los grandes reyes aqueménidas, internándose en tierras que entre los griegos sólo habían recorrido personajes míticos como Dioniso o Heracles. Y de nuevo, como en los inicios de su epopeya, su marcha conquistadora pareció imparable. En pocas semanas superó las estribaciones del Hindu Kush, sometió a un pueblo tras otro y tomó decenas de ciudades, no sin antes vencer, eso sí, una dura resistencia. Tras cruzar el Indo y derrotar al rey indio Poro en la batalla del río Hidaspes (actual Jhelum), Alejandro se encaminó hacia el valle del Ganges, dispuesto a lanzarse a la conquista de todo el subcontinente indio. Pero cuando se hallaba en el río Hífasis (actual Bias), sus soldados, agotados tras ocho años de correrías ininterrumpidas y temerosos de lo que encontrarían más allá, se negaron a seguirle. Alejandro debió renunciar y volvió a Mesopotamia descendiendo por el valle del Indo y por el golfo Pérsico.
Alejandro no alcanzó, pues, el último extremo de Asia, y tampoco se hicieron realidad las desorbitadas promesas de riquezas que había hecho a sus soldados, a los que había asegurado que llenarían con ellas no sólo sus casas, sino toda Macedonia y Grecia. Pero la aventura india del rey macedonio no fue un fracaso. Más allá de las conquistas frustradas, representó el descubrimiento de un mundo desconocido, envuelto hasta entonces en fantasías y misterios: un primer contacto directo entre Oriente y Occidente que, sin duda, conmocionó a muchos de los que participaron en la empresa y que, además, quedó reflejado en varias crónicas e informes ordenados por el propio Alejandro.
Dentro del imaginario griego, la India era la tierra de las maravillas situada en los confines orientales del mundo, en la que resultaban factibles todas las fantasías y monstruosidades. Antes de la expedición de Alejandro Magno, las noticias eran escasas y poco creíbles a causa de toda clase de exageraciones y deformaciones. Muy pocos griegos se habían aventurado antes por aquellas latitudes. Tan solo Escílax de Carianda recorrió una parte como explorador al servicio del rey persa Darío I, descendiendo el río Indo hasta el océano para navegar luego por sus costas hasta Egipto. Redactó después un relato del viaje repleto de fantasías, a diferencia del detallado informe oficial que cursó a la cancillería persa. Ctesias de Cnido fue el primer griego que compuso un tratado sobre el país, pero no llegó a viajar hasta la India; su información procedía de los viajeros, comerciantes y embajadores que conoció durante los diecisiete años que pasó en la corte persa como médico real. Los relatos de Escílax y Ctesias, que presentaban la India como un escenario pleno de prodigios y maravillas, constituyeron, sin duda, uno de los estímulos para la expedición de Alejandro.
La India puso a los soldados macedonios ante un paisaje natural completamente diferente del que habían contemplado hasta entonces. Tras las imponentes y elevadas montañas del Hindu Kush, con sus nieves perpetuas y sus profundas y terribles gargantas, los expedicionarios se adentraron en la cuenca del Indo. Este río y sus afluentes los impresionaron por sus dimensiones –casi diez kilómetros de anchura, dicen los testimonios conservados–, por la violencia de sus torbellinos, el ruido atronador que provocaban sus torrentes y sus espectaculares crecidas, que sólo podían equipararse a las del mítico Nilo, capaces de dejar aisladas numerosas ciudades como si fueran auténticas islas en medio del mar. No faltaban tampoco los cocodrilos y peces de gran tamaño. El propio Alejandro, tras contemplar el Indo, creyó haber descubierto por fin las fuentes del Nilo, dado el parecido entre la fauna y la flora de ambos ríos, pero cambió de idea más tarde al avanzar por su curso y tener noticias de que desembocaba en el océano.
La flora y la fauna de la zona causaron también asombro y sorpresa entre los macedonios y, a la vez, despertaron el interés científico de los expertos que viajaban entre ellos, a los que Alejandro había encargado reunir ejemplares y especímenes para su estudio y catalogación. Los ecos de estos descubrimientos se perciben en obras de carácter científico como el tratado de botánica de Teofrasto, discípulo de Aristóteles, y otros similares que albergó la biblioteca de Alejandría, así como en obras de carácter más trivial y heterogéneo, como colecciones de rarezas y curiosidades, la llamada paradoxografía. Los cronistas griegos contaban que habían visto árboles con troncos tan gruesos que ni siquiera cinco hombres podían abarcarlos con su abrazo. Hablaban de un árbol que poseía unas copas tan densas y extendidas que podían dar sombra a cincuenta jinetes, o incluso hasta cuatrocientos; seguramente era el baniano, un árbol que, en efecto, puede alcanzar dimensiones espectaculares. Algunos árboles producían frutos igualmente enormes y abundantes: «Unas vainas parecidas a una judía, de unos 25 centímetros de largo y que eran dulces como la miel», pero su atractivo aspecto resultaba engañoso, pues «no es probable que sobrevivas si te comes uno», escribió un cronista. Seguramente se trataba de un plátano o, quizá, de un mango. Otros árboles tenían extrañas raíces y unas hojas cuyo tamaño no era menor que el de un escudo.
Los griegos hallaron igualmente plantas desconocidas y de vivos colores. Las había venenosas, pero otras tenían propiedades medicinales que se apresuraron a aprovechar. Una vez conocido su uso con ayuda de expertos locales, las emplearon para curar a quienes caían enfermos por las severas condiciones climáticas que tenían que soportar, con constantes lluvias que llegaban a pudrir sus ropas y a oxidar sus armas, o por las picaduras de las muchas clases de serpientes e insectos que inundaban el país. Algunas de estas informaciones se conservaron en poemas didácticos como el compuesto por Nicandro, en el siglo II a.C., acerca de los venenos y sus antídotos.
La variada fauna india fue también una revelación para los expedicionarios griegos: tigres, papagayos, rinocerontes… Contemplaron numerosas clases de simios, algunos de una talla tan excepcional que al verlos desde la distancia, en unas montañas, los macedonios los confundieron con un ejército en formación.
Los animales que más impresionaron a los invasores fueron los elefantes, sobre todo por su empleo como arma de guerra. Ya en la batalla de Gaugamela, al inicio de la invasión del Imperio persa, la caballería de Alejandro se había enfrentado a ellos, pero entonces eran unos pocos, mientras que el rey Poro, en la batalla del río Hidaspes, alineó ochenta y cinco bestias que aparecían como auténticas fortalezas o torres. Su barritar sembró la confusión entre soldados y caballos, y, en la refriega, los elefantes irritados por las heridas de lanzas y flechas cogían con sus trompas armas y soldados enemigos y los entregaban a sus conductores o los aplastaban directamente con sus descomunales patas. Los cronistas registraron también una escena emotiva, cuando Poro fue derribado y su elefante lo protegió de quienes pretendían despojarlo de sus armas y lo volvió a colocar sobre su grupa. Los elefantes se convirtieron, además, en un preciado botín de guerra o en un regalo que Alejandro recibía con agrado de los diferentes monarcas indios que se le sometían en su imparable avance militar. Los expedicionarios también vieron el ingenioso método de los indios para cazar a los elefantes: cavaban fosas y atraían a ellas a los machos mediante hembras en celo, y luego dejaban que se debilitaran por el hambre hasta domesticarlos.
Los macedonios encontraron asimismo serpientes de gran tamaño, como las pitones de casi siete metros que el rey indio Abisares regaló a Alejandro en el momento de su rendición. Un cronista mostraba su asombro por el número y ferocidad de estas serpientes, que eran una amenaza permanente para los nativos: «En la época de las lluvias se refugiaban en los pueblos más altos y, por tanto, los nativos construían las camas muy por encima del suelo, y aun así se veían forzados a abandonar sus hogares debido a esta abrumadora invasión». Incluso animales más familiares reservaban sorpresas. Los perros adiestrados por el rey indio Sopeithes eran capaces de luchar contra un león y no abandonaban su presa aunque se les fueran cortando lentamente alguna de sus patas.
Las regiones que atravesaron los macedonios estaban muy pobladas, con infinidad de aldeas y ciudades. Se decía que entre los ríos Hipanis e Hidaspes había nada menos que cinco mil ciudades, y su tamaño generalmente era muy superior al de las ciudades griegas, como pudieron comprobar en el caso de Taxila o Sangala. Además, las plazas estaban fortificadas y defendidas por combatientes experimentados, armados con grandes arcos y temibles carros de guerra, y sus monarcas aparecían engalanados con piedras preciosas y seguidos por suntuosos y espectaculares cortejos. Los usos y las costumbres del pueblo indio resultaban de lo más exótico para los griegos, empezando por su atavío. Un cronista escribía: «Físicamente, los hindúes son delgados. Son altos y mucho más ligeros de peso que otros hombres… Llevan pendientes de marfil (al menos los ricos), se tiñen la barba, unos del blanco más puro, otros de azul oscuro, rojo, púrpura o incluso de verde. Visten ropas de un lino que resulta sumamente luminoso, llevan una túnica que les llega hasta la pantorrilla y se cubren los hombros con un manto. Otros se lo enrollan en la cabeza».
Destacaron también la longevidad, la frugalidad y la buena salud de los habitantes de algunas regiones que atravesaron, como el país de Musicano, que Onesícrito, el almirante de la nave, describió como si fuera una auténtica tierra de utopía por las condiciones ideales de que gozaban sus moradores. Pero no dejaron de recoger costumbres menos ejemplares, como el satí, la quema de las viudas en la pira funeraria de sus difuntos maridos, «honor» que a veces se disputaban varias de las esposas del muerto.
Pese a la gran distancia cultural entre el mundo indio y el helénico, los expedicionarios de Alejandro destacaron similitudes, sobre todo en el terreno religioso. Por ejemplo, creyeron hallar las huellas de Dioniso, el dios del vino, en la región de Nisa, en un monte llamado Meros, término que en griego significaba «muslo», justamente la parte del cuerpo en la que Zeus cosió el feto del dios tras la muerte de Sémele, su madre. Los griegos se apresuraron a organizar un sacrificio al dios: «Muchos oficiales de alto rango se adornaron con guirnaldas de hiedra y cayeron rápidamente en trance, poseídos por el dios, e invocaron la llamada de Dioniso, corriendo frenéticamente en desbandada». Si los indígenas aceptaron con gusto esta asimilación, que les garantizaba un trato benevolente por parte de los conquistadores, para Alejandro aquello era la confirmación de que estaba emulando las andanzas del dios por aquellas tierras y estableciendo su dominio sobre el mundo.
La conquista de la India por Alejandro Magno sirvió para concienciar al monarca macedonio y a sus hombres de las enormes dimensiones del continente, que se extendía mucho más allá del punto hasta el que habían llegado y de lo que las especulaciones previas de los griegos suponían. Gracias a las conquistas y sus descubrimientos, la lejana India quedó mejor integrada en la representación griega del mundo, como se aprecia en el nuevo mapa del orbe trazado en el siglo III a.C. por Eratóstenes en la biblioteca de Alejandría y posteriormente ampliado por Tolomeo en el siglo II d.C. Pero a pesar de todos estos contactos, la India, aquella tierra ubicada en los confines del mundo, mantendría casi intacta su carga legendaria, un infinito bagaje de fantasías y fabulaciones que durante siglos seguirían asociándose con ella.
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