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lunes, 28 de octubre de 2013

OASIS DE EGIPTO.

CURIOSIDADES:


Hubo un tiempo en el cual la inmensa extensión del Sáhara no era un erial carente de vida y castigado por el sol, sino una bulliciosa sabana por la que deambulaban animales de todo tipo acompañados por diferentes grupos humanos. Los estudios de georradar de la NASA demuestran que hace 12.000 años los cursos de agua no eran extraños allí, mientras que el yacimiento de Nabta Playa –situado casi en el mismo paralelo que Abu Simbel, donde se alzan los famosos templos erigidos por Ramsés II mucho después– nos habla del modo de vida de esos grupos trashumantes de cazadores-recolectores. Por desgracia para ellos, con el tiempo las condiciones climáticas cambiaron y poco a poco la región se transformó en el desierto que hoy todos conocemos. Algunos de estos grupos humanos se terminaron asentando a orillas del Nilo y fueron el germen del que nacería la civilización faraónica. 
Los lagos de la sabana se secaron, pero en el subsuelo de algunos de ellos se conservaron grandes acuíferos con agua acumulada durante milenios. Como estos acuíferos calizos eran porosos, las gentes pudieron sacar el agua a la superficie excavando pozos. Tal fue el origen de los oasis egipcios. De todos ellos, los cinco principales se distribuyen de norte a sur formando un arco que se curva hacia el Nilo. El más septentrional es Siwa, al que siguen Bahariya, Farafra, Dakhla y Kharga, que es el más meridional. De estos cinco, el de mayores dimensiones es Dakhla, con una población cercana a las 75.000 personas y una extensión de casi 2.000 km2, mientras que el más pequeño es Farafra, donde hasta hace poco sólo vivían 2.500 personas. 
Situados en pleno Desheret («La tierra roja»), los oasis se encontraban en medio del peligroso mundo de caos que rodeaba la burbuja de orden que representaba el Nilo y por ello eran considerados por los egipcios casi como territorio «extranjero». No obstante, dado que el contacto entre el desierto y el valle del Nilo no se interrumpió nunca, los dos oasis más meridionales formaron parte desde siempre de las tierras que se encontraban bajo el control directo del faraón y sus administradores. Dakhla y Kharga fueron puntos de paso de las expediciones enviadas por el monarca hacia el sur de África en busca de bienes de lujo: marfil, incienso, pieles de pantera, ébano, oro... En cambio, en Siwa, Bahariya y Farafra no hay restos faraónicos anteriores a la dinastía XXVI. Estos tres oasis, los más septentrionales, estuvieron siempre enclavados en pleno territorio de las tribus libias, a pesar de que durante la dinastía XVIII todos los oasis occidentales fueron
absorbidos por la administración egipcia. 

El encargado de los oasis fue, en origen, el nomarca o gobernador de la provincia de Tinis (Abydos). Uno de estos nobles, Intef, aparece mencionado en su tumba como «aquél que posee autoridad sobre los oasis». Pero en época de Tutmosis III (1490-1436 a.C.) los oasis contaban ya con gobernadores propios llegados desde Tebas o Tinis. Pocas generaciones después, este cargo era ocupado por sus descendientes, nacidos en los territorios que gobernaban. La decoración de la tumba tebana de Puyenre, gran sacerdote de Amón en época de Tutmosis III, nos ofrece algunas pinceladas del control administrativo ejercido por el faraón sobre los oasis. En ella podemos ver a un escriba de quien se nos informa que está «contando el tributo de los oasis», mientras delante de él dos personas postradas en el suelo aparecen identificadas como «los grandes de los oasis del Sur y del Norte», lo cual nos indica que se trata de los gobernadores de estos enclaves faraónicos en pleno desierto.  Encontramos escenas semejantes en la tumba de Rekhmire y quizá en la de Ineni. 
Pese a la ausencia de restos arqueológicos, no hay duda de que el contacto entre los oasis y el valle del Nilo se producía de forma regular, como demuestran algunos textos. Por ejemplo, la primera vez que el oasis de Farafra aparece mencionado en textos egipcios es en una de las obras cumbres de la literatura faraónica, El campesino elocuente, la historia de un campesino a quien roban cuando se dirige al mercado. Entre los productos que este digno padre de familia del Wadi Natrun decide llevar a la capital de el-Fayum para hacer negocios se encuentran trozos de madera anut de la Tierra de la Vaca, es decir, de Farafra. 

Más allá de su relevancia como enclaves comerciales, los oasis tenían una gran importancia estratégica. Así se puso de manifiesto durante el Segundo Período Intermedio (1786-1633 a.C.), época en la que los asiáticos asentados en el Delta, los hicsos, terminaron controlando el norte de Egipto. Los últimos faraones de la dinastía XVII, con sede en Tebas, se enfrentaron a ellos en una guerra por hacerse con el control de todo Egipto, y varios documentos (la Primera y la Segunda Estela de Karnak, además de la Tablilla Carnarvon) nos hablan de la importancia de los oasis en la contienda que enfrentó al rey tebano Kamose y al soberano hicso Apofis. 

Tras lanzar un ataque preventivo contra Nubia, Kamose decidió continuar la guerra contra los hicsos empezada por su predecesor, Seqenenre Taa, dirigiéndose hacia el norte con todas sus fuerzas. Después de una primera derrota en Nefrosi, los ejércitos hicsos se retiraron hasta el Delta para reagruparse en su capital, Avaris, hasta donde fueron seguidos por los tebanos embarcados en una flota de guerra. Viendo su posición comprometida, el hicso Apofis decidió enviar un mensaje al rey de Nubia con la intención de que éste atacara por la espalda a los egipcios y poder así derrotarlos. Una vez escrita la súplica de ayuda decidió enviarla rodeando el territorio controlado por los egipcios, para lo que ordenó a su mensajero que tomara el camino de los oasis. Sin embargo, los tebanos mantenían patrullas por la zona y su mensaje fue interceptado «al sur del oasis, en el camino que  conduce a Kush». 

A pesar del control total que Egipto consiguió sobre los oasis del norte durante el Imperio Nuevo, cuando era una de las grandes potencias del Mediterráneo oriental, en época de crisis siempre se ponía de manifiesto el peligroso carácter del territorio donde los oasis estaban enclavados. Era entonces cuando los tjehenu o tjemehu, como los egipcios llamaban a los libios, intentaban alcanzar la tierra de Jauja que era para ellos el fértil y rico valle del Nilo. No se sabe si querían saquear el territorio egipcio o asentarse en él; pero tanto Merneptah como después Ramsés III tuvieron que enfrentarse a invasiones libias llegadas desde el desierto. Es muy posible que las incursiones empezaran deshaciéndose de las magras guarniciones egipcias de Bahariya y Farafra, con el fin de emplear los oasis como cabeza de puente y sortear, de este modo, las poderosas defensas egipcias situadas en la costa del Mediterráneo. 
La situación de los oasis del sur fue algo distinta. Las rutas caravaneras que pasaban por ellos en dirección al interior de África, de donde se importaban numerosos bienes, no dejaron nunca de emplearse y, por tanto, esos oasis contaron desde muy pronto con presencia faraónica. Una de esas rutas se adentraba en el desierto a partir de la región próxima a Abydos, desde donde llegaba al oasis de Kharga. Allí, un nuevo camino partía hacia el sur convertido en la ruta que hoy se conoce en árabe como Darb al-Arbain («El camino de los cuarenta días») y terminaba en el oasis de Selima, en pleno desierto nubio, a la altura de Kerma, la meta alcanzada tras un largo y azaroso recorrido. Desde Kharga, otro camino partía hacia el noroeste para conectar con el oasis de Dakhla, cuyo tamaño y riqueza explican la temprana presencia de un importante núcleo de población. Se trata del yacimiento de Ayn Asil, que parece haber alcanzado su máxima extensión a finales de la dinastía VI, durante el reinado de Pepi II. Por recientes excavaciones se sabe que en él vivieron los administradores faraónicos del oasis, enterrados en grandes mastabas emplazadas en la necrópolis de Qilat al-Dabba, situada en las cercanías. 

La autobiografía de Herkhuf, un funcionario de finales del Imperio Antiguo que sirvió a las órdenes de todos los monarcas de la dinastía VI (2494-2345 a.C.), muestra claramente el uso que hacían los egipcios de los caminos de los oasis. Herkhuf ya tenía experiencia en grandes expediciones hacia el sur en busca de bienes preciosos cuando Pepi II le encargó que tomara las rutas del desierto y se encaminara hacia Nubia. De camino al sur, Herkhuf se encontró con que el rey nubio de Yam subía hacia el norte dispuesto a destruir a una tribu libia; pero nuestro protagonista consiguió calmar su belicoso impulso y lo acompañó hacia el sur, donde los egipcios permanecieron durante meses reuniendo los productos exóticos motivo de la expedición. Tanto éxito tuvieron que su caravana provocó la codicia de otro de los reyes nubios, el de Irhat, cuyos impulsos criminales quedaron apaciguados repentinamente al ver el tamaño de la fuerza defensiva egipcia. Rápido de reflejos, el rey nubio ofreció sus soldados como escolta de la expedición egipcia durante su peligroso retorno por el desierto. Cuando alcanzó de nuevo el Nilo a la altura de Abydos, Herkhuf se halló con la agradable sorpresa de una flota de bienvenida enviada por el rey Pepi II –que entonces era un niño–, encantado con el regreso de la expedición y extasiado ante la idea de ver al pigmeo danzarín que los acompañaba. 

Algunos faraones se dieron cuenta de que los oasis, dada su lejanía de la corte, eran un lugar perfecto para exiliar a sus enemigos y librarse de ellos sin tener que recurrir a la pena capital. Así sucedió en tiempos de la dinastía XXI, cuando la región de Tebas se sublevó contra Pinedjem I. De lo sucedido sólo tenemos noticia gracias a la llamada Estela del exilio, erigida por el gran sacerdote Menkheperra y en la cual se conmemora el perdón real concedido a algunos protagonistas de la rebelión, a quienes la magnanimidad del soberano permitió retornar al valle del Nilo desde su exilio en los oasis. Como vemos, la participación de éstos en la historia del valle del Nilo es más importante de lo que cabría sospechar, dada su lejanía del mismo. Una historia que los egiptólogos están comenzando a desentrañar. 

Por José Miguel Parra. Egiptólogo.

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