Entre mediados del siglo XII y comienzos del siglo XIII, toda Europa empezó a quedar sembrada de unas instituciones educativas que hoy día nos resultan muy familiares, pero que eran entonces una novedad: las universidades. No se sabe exactamente cuál fue la primera que se fundó. Se da a veces la prioridad a la Universidad de Bolonia, en Italia, fundada por el emperador Federico I Barbarroja al otorgar su protección especial a las escuelas de derecho de la ciudad mediante la constitución Habita, en 1155, 1156 o 1158 (la fecha no es segura). Pero en París, a mediados del siglo XII, gran número de maestros, como el célebre Pedro Abelardo (fallecido en 1142), enseñaban la retórica y la dialéctica al margen del control del obispo y los canónigos de la catedral. En cuanto a la Universidad de Oxford, su fundación suele situarse en 1163.
En el siglo XIII existía ya una docena de universidades propiamente dichas. Además de las tres mencionadas estaban la de Cambridge en Inglaterra (1209), las de Palencia (1212) y Salamanca (1218) en España, las de Montpellier (1220) y Toulouse (1229) en Francia, y las de Padua (1222) y Nápoles (1224) en Italia. A finales del siglo XIII y principios del siglo XIV se fundaron universidades en Valladolid, Lisboa, Lérida, Aviñón, Orleáns y Perusa. Las fundaciones se hicieron más numerosas a partir del Gran Cisma (1378-1417), que trastornó el papado y disminuyó mucho su autoridad favoreciendo, a cambio, las iniciativas de los príncipes seculares. El mundo germánico y las regiones periféricas se recuperaron de su retraso con la fundación, por ejemplo, de las universidades de Heidelberg (1386), Colonia (1388), Cracovia (1397), Glasgow (1451) y Uppsala (1477). De este modo, hacia 1500 había unas sesenta universidades en Europa.
La irresistible expansión geográfica de las universidades se explica por la función que cumplieron en la formación de un personal cualificado para el servicio de la Iglesia y de los Estados. Pero cabe señalar que lo que distinguió principalmente a esta institución, y lo que hace de ella un auténtico invento de la Edad Media occidental, fue su modo de organización.
Las universidades nacieron cuando profesores y estudiantes –magistri y scolares– decidieron organizarse en asociaciones profesionales para defender sus intereses ante las autoridades de las ciudades, y lo hicieron siguiendo el modelo de los diversos oficios de la época y de todas las comunidades administradas mediante representantes: el modelo de la universitas. La palabra latina designaba «la totalidad» o «el conjunto» de los miembros de un grupo –que con frecuencia habían prestado un juramento común–, en oposición a los del exterior, que no gozaban de los mismos derechos o deberes y que, en el caso de las universidades profesionales, veían cómo se les prohibía la práctica de la misma actividad. Igual que había «universidades» de carniceros, orfebres o comerciantes de telas, se hablaba de una «universidad de los maestros y de los alumnos»; así lo hizo por primera vez un legado papal en 1215, en un acto por el cual otorgaba estatutos para reglamentar con precisión las condiciones de la enseñanza en París. El objetivo era gobernarse mediante autoridades propias, a la cabeza de las cuales se hallaban «decanos», «regentes» o «rectores», y ver reconocida su independencia respecto al municipio y al obispo gracias a privilegios otorgados por el emperador, el rey o el papa.
A veces, el proceso de formación de las universidades fue conflictivo. En París, en 1200, tras una reyerta mortal entre sargentos reales y estudiantes, estos últimos obtuvieron la protección del rey Felipe Augusto, que les reconoció, asimismo, el muy ventajoso privilegio de ser juzgados sólo por los tribunales de la Iglesia. En 1209, un grupo de maestros y estudiantes de Oxford, para protestar por la ejecución de varios de ellos por orden de los burgueses en un asunto de asesinato, se declararon en huelga y luego se instalaron en Cambridge, fundando así la otra gran universidad de Inglaterra.
Como ocurre también hoy día, las universidades se dividían en facultades. La primera de ellas era la facultad de «artes», o de «artes liberales», en la que se enseñaban tres disciplinas de carácter general: gramática, retórica y dialéctica; esto es, el latín, la única lengua que se usaba en las universidades; el arte de escribir y hablar bien, y la lógica y la filosofía, el arte de pensar. Estas tres disciplinas se correspondían con el trivium, las tres artes liberales básicas de la cultura antigua. En cambio, la aritmética, la música, la astronomía y la geometría, que formaban el quadrivium, las cuatro artes liberales restantes, no se consideraban tan importantes, al igual que las «artes mecánicas», las enseñanzas técnicas, que eran despreciadas y consideradas indignas de un sabio.
El dilema de elegir carrera
La facultad de artes, en general, era la que tenía los efectivos más numerosos, puesto que proporcionaba la formación preparatoria para el eventual acceso a las otras tres facultades, a las que se consideraba «superiores»: teología, medicina y derecho. De estas tres, la disciplina reina era la teología, la «ciencia de Dios».
Sus principales lugares de enseñanza eran la Universidad de París, la primera, por su renombre y autoridad, seguida de las de Oxford y Cambridge. Los estudios médicos y, sobre todo, los jurídicos, daban lugar, como sucede en la actualidad, a las profesiones más lucrativas. Tenían menos prestigio, pero eran muy valorados por los estudiantes.
Lecturas por la mañana
En las universidades medievales se practicaban dos métodos principales de enseñanza: la «lectura» (lectio) y la «disputa» (disputatio). La lectura tenía lugar por la mañana: un maestro o un estudiante adelantado parafraseaba y comentaba una obra básica para cada materia; por ejemplo, en la facultad de artes de París, un tratado de Aristóteles. La disputa se hacía por lo general al final de la mañana o a primera hora de la tarde, y dejaba más espacio a la actividad de los estudiantes; consistía en que éstos, bajo la dirección del maestro, argumentaran sobre un problema, la «cuestión disputada», para llegar a una solución.
El primer grado al que aspiraba un alumno era el bachillerato, entregado por el maestro después de un simple examen. El estudiante «bachiller» tenía luego derecho a efectuar ciertas lecturas ante sus compañeros debutantes y participar en las disputas. La licenciatura, que indicaba el fin de los estudios básicos, la otorgaba un jurado de maestros al cabo de un cierto número de años de estudios obligatorios: cinco o seis años para los estudiantes de artes de París; ocho años, que aumentaron hasta trece en el siglo XIV, para los estudiantes de teología de la misma universidad. El examen previo adquiría el aspecto de una disputa. Para poder acceder, con posterioridad, a la «maestría» (para las artes) o al «doctorado» (en teología, medicina o derecho), el título que daba la autorización para enseñar, era necesario ser presentado por un maestro. El ritual de incorporación al cuerpo de profesores incluía una lectura, una disputa y un discurso solemne ante los miembros de la facultad. En París, además, los estatutos prohibían la admisión de un doctor en teología que tuviera menos de 34 años.
Los «escolares» nobles fueron siempre minoritarios, pues los valores de la aristocracia seguían siendo más guerreros que intelectuales. Pero muchos estudiantes pertenecían a familias ricas o, al menos, lo bastante acomodadas como para poder sufragar los largos años de estudio de sus vástagos, que vivían muy confortablemente rodeados de sirvientes en las ciudades universitarias, donde el precio de los alojamientos era muy elevado.
Pobres y pendencieros
Junto a los estudiantes ricos había otros muchos estudiantes que malvivían con escasos recursos; para proporcionarles alojamiento y comida se crearon, desde mediados del siglo XIII, los «colegios», instituciones fundadas por ricos donantes. En 1257, por ejemplo, el teólogo francés Robert de Sorbon creó una institución de este tipo en París, cuyo nombre, Sorbona, designaría mucho más tarde al conjunto de la Universidad de París. Al final de la Edad Media se contaban 68 colegios en París, muchos de los cuales acogían también a los hijos de buenas familias y dispensaban su propia enseñanza privada.
Ricos o pobres, la mayoría de estudiantes compartían una cultura estudiantil más o menos turbulenta. Pese a los severos reglamentos de los colegios, a las prohibiciones estipuladas en los estatutos universitarios y las recomendaciones de los «manuales del estudiante», los desórdenes debidos a la fogosidad e insolencia de la juventud eran frecuentes en las ciudades universitarias: alborotos al salir de las tabernas, peleas, altercados más o menos graves con los burgueses… En París, el Pré-aux-Clercs, el «Prado de los Clérigos», era, como su nombre indica, un lugar cerca del Barrio Latino en el que los miembros de la comunidad universitaria acudían a divertirse en sus ratos de expansión –se sabe, asimismo, que era un lugar habitual de prostitución y de peleas–. La lujuria, la embriaguez y el gusto por los juegos de apuestas podían ser motivo de fracaso a la hora de obtener la ansiada licenciatura, que incluía también un examen de «vida y buenas costumbres», en el que el jurado juzgaba la moralidad del aspirante. Pero cierta disipación, incluso un gusto por la «vida bohemia», como se dice en la actualidad, marcaban ya, para muchos estudiantes, sus años de universidad.
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