CURIOSIDADES:
Un
tribunal militar internacional el 1 de octubre de 1946, formado por los
representantes de Rusia, Inglaterra, USA y Francia dieron en publicidad la
sentencia del proceso incoado contra los dirigentes nazis acusados de crímenes de
guerra. El 16 de octubre se ejecutaron las doce penas de muerte, pero no la de
Goering, el cual se puso fin a su vida por sus propios medios.
Cuando
Goering entró en la sala para oír la sentencia, era el primero, hizo teatro en
los más terribles minutos de su vida.
SALA DE AUDIENCIAS DEL TRIBUNAL DE NUREMBERG |
Tal
vez quería demostrar a los jueces cuán superhumanamente desinteresado estaba
respecto a cualquier cosa que hicieran con él.
Cualquiera
que fuese el motivo, esta es la escena tal como yo la vi. Los jueces habían
sido los últimos en tomar asiento en la repleta sala. Ante la puerta de entrada
al estrado había una especie de mesa de té sobre la que habían sido colocados
un par de auriculares, que estaban enchufados en la pared cerca del nivel del
suelo.
Todos
los guardias de la sala del tribunal, incluyendo los dos del estrado, aparecían
por primera vez sin revólver.
Incluso
el coronel Andrus, presidente, había dejado fuera el suyo. Las asombrosas
medidas de seguridad habían llegado al extremo de evitar la probabilidad de que
uno de los sentenciados arrebatase una arma de manos del soldado.
Creía
que no había ningún revolver en toda la sala hasta que vi a un joven oficial
con su mano firmemente apoyada en un Colt que llevaba al cinto.
Sin
ruido, la puerta corrió al ser oprimido en el exterior el botón eléctrico.
Entraron dos soldados desarmados también y otro hombre después, que se puso
entre ellos, ante la mesa: era Goering.
Se
había puesto su uniforme de mariscal del Aire, al que renunció hacia tres
meses, para esta ocasión. No llevaba ninguna insignia. No había ya espacio en
el pecho de este Goering de ahora, más delgado, para lucir todas las medallas
que acostumbraba llevar.
Su
rostro mostraba una rara tranquilidad; sus mejillas abultaban menos. Se puso
los auriculares con además de alguien que siente curiosidad por algo que le
llama la atención. Cuando el Lord Justicia, Lawrence, pronunció las palabras, “el
tribunal sentencia a usted a…”, Goering hizo un gesto con la mano como si
impusiera silencio al juez. Por señas indicó a los jueces que el auricular no
funcionaba.
Lo
que siguió a esto fue inolvidable. El mariscal Goering se inclinó con los
demás, varias veces, hacia el enchufe a nivel del suelo para vez si tenía
contacto, y siempre estaba señalando que los auriculares no funcionaban.
Los
guardianes, que probaron también los auriculares, sostenían que funcionaban
perfectamente. Uno saltó, incluso, para ir más deprisa, por encima del asiento
del prisionero, y Goering les tendía los auriculares, por turno, y aunque todos
le sostenían que funcionaban después de haberlos probado, él seguía negando,
con una sonrisa.
Decidieron
probar entonces otro par de auriculares, y Goering probó el enchufe del suelo
otra vez. Al cabo de dos minutos dijo que ya funcionaba.
El
Lord Justicia Lawrence leyó otra vez la sentencia, que era, “condenado a muerte
en la horca”. Goering, el hombre que ordenó los bombardeos de Londres, y que
ahora había de morir, lanzó una mirada de desprecio al tribunal, se volvió
mesuradamente sobre sus talones y salió por la puerta.
Los
guardianes sostienen que nunca, mientras ellos escucharon, los auriculares
dejaron de funcionar.
Ya
sabíamos que Goering oiría con valor su sentencia. ¿Prefería añadir, al valor,
la bravata?
Hubo
dos minutos de intervalo, pues cada prisionero tenía que ser traído por
separado en el ascensor desde el subterráneo de la prisión. Y apareció Hess.
Con
su feroz manotazo rechazó los auriculares que se le tendían, y se enfrentó al
estrado, con las piernas rígidas, separadas, y las manos cruzadas.
“Encarcelamiento
de por vida”. Se lamió los labios, y salió casi marcando el paso, ruidosamente
con las botas que llevaba cuando bajó en paracaídas en Escocia.
Después
vino Ribbentrop, pálido y vacilante cuando hizo su aparición, pero manteniendo
todavía una cierta compostura en el aspecto exterior. “Muerte en la horca”.
Pareció hundirse. Estrujó unos papeles que llevaba y que parecían a punto de
deslizarse de debajo de su brazo, intentó salir con además resuelto, pero se
derrumbó otra vez cuando llegaba a la puerta.
Después
Keitel: rígido, erecto, entró con ademán de soldado. Dio después medio vuelta,
y salió.
Kaltenbrunner,
el jefe de la Gestapo que mató cientos de miles. Alto e implacable en un traje
nuevo azul, con elegante camisa y cuello, se inclinó al entrar, se inclinó
también al oír las palabras “muerte en la horca” y volvió a inclinarse al
salir. Valerosa exhibición: pero los músculos de aquella cara estaban contraídos,
y en los ojos se dibujaba el miedo.
De
las primeras cinco sentencias, había cuatro a muerte. Unos murmullos interrumpían
el silencio del tribunal. El juez Biddle hizo callar a una mujer que se reía,
con una mirada.
El
filósofo Rosenberg, el hombre que hubiese querido hacernos creer que no era más
que filósofo: “muerte en la horca”. Aquel escolar de baja estatura, regordete,
se agita como si no lo esperase, se tambalea ligeramente, y sale con la cabeza
baja.
El
calvo Frank, que barrió poblados enteros, se había convertido después al
catolicismo. Entra diciendo “gracias” a los guardianes que le conducen. Cuando
el juez pronuncia “muerte en la horca”, le responde “gracias”. Y por fin da las
gracias también a los hombres que le escoltan a través de la puerta.
GOERING Y HESS ESCUCHAN EL VEREDICTO |
Frick,
de aspecto picante en su traje de sport, abrigado: “muerte en la horca”.
Continúa escuchando como si esperase que le digan algo más. Los guardias le
hacen dar la vuelta y sale, como si no comprendiera.
El
caza judíos Streider, que tenía fama de mujeriego: “muerte en la horca”. Tira
sus auriculares sobre la mesa con ruido, y sale, en una especie de arrebato de
indignación.
Funk,
antiguo periodista financiero convertido en banquero, que se dijo almacenaba
los diente de oro de millones de víctimas en sus cajas: “prisión de por vida”.
Sus ojos se pasean lentamente por encima de los jueces, y sale, moviendo la
cabeza.
Doenitz:
“diez años”. Sale, con naturalidad, como si estuviese aún el puente de un
buque.
El
almirante Raeder: “prisión de por vida”. Traga saliva bruscamente, permanece
como clavado al suelo un medio minuto, y sale.
El
más guapo de todo, y el más joven, Von Schirach, que como jefe delas Juventudes
Hitlerianas enseñó a los jóvenes alemanes el nazismo y el militarismo: “veinte
años de cárcel”. Palidece, intenta murmurar una palabra y sale de prisa.
Sauckel,
que siempre dio al tribunal la impresión de que no era más que un obrero, pero
que envió a cinco millones de hombres a trabajar como esclavos: “muerte en la
horca”. Deja oír un sonido como de gemido. Sus mismas palabras en el proceso
habían sido algo como un lloriqueo. Sale, desolado.
Jodl,
el general que ordenó a los soldados que matasen paisanos: “muerte en la horca”.
Frunce el ceño como si un cabo le hubiese faltado al respeto, lanza una mirada
altiva y sale.
Scyss-Inquart,
el traidor austriaco que contribuyó a poner a Austria bajo la bota alemana y
después aplastó a Holanda para sus amos alemanes: “muerte en la horca”. Mira en
derredor de la sala ansiosamente como si quisiera ver el efecto producido, se
inclina, y sale con rapidez.
Speer,
el arquitecto genial que empleó cruelmente el trabajo forzado: “veinte años de
cárcel”. Encarna los ojos y murmura algo como si repasase una cuenta. Después
se inclina y sale.
HANS FRITSCHE AYUDANTE DE GOEBBELS |
El
hombre de caballo gris, el aristocrático Von Neurath, uno de los peores
opresores de los países ocupados: “quince años”. Se quita suavemente los
auriculares, como un mayordomo solícito, y sale andando casi de puntillas.
Y
después de la sentencia contra un banco vacio: es el de Martín Bormann, sentencia
a muerte en ausencia. Los espectadores comienzan a dirigirse a las puertas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario