CURIOSIDADES:
Este
suceso ocurrió en el 30 de junio de 1559 en unas justas celebradas en esa
fecha. El rey de Francia, Enrique II, fue herido gravemente con una lanza. Y debido
a esta, fue muerto diez días más tarde. El relato que abajo se relata es obra
del mariscal de Vieilleville, FranÇois de Scépaux, que presenció el torneo y no
se apartó ya del rey herido. En el relato, el mariscal demuestra que tuvo un
mal presentimiento, y en tercera persona, afirmó que intentó disuadir al
monarca, empecinado en tornear.
ENRIQUE II DE FRANCIA |
En
fin, estando bien resueltas todas las cosas concernientes al matrimonio de la
señora Margarita de Francia con el duque de Saboya, que seguía intitulándose
tal aunque no tenía en aquel país una sola pulgada de tierra, quiso el rey
reemprender los torneos. Y después de comer el último día de junio de 1559,
pidió sus armas, habiendo hecho ya por la mañana publicar abiertamente el
torneo; traídas las cuales, mandó al señor de Vieilleville que le armase,
aunque estaba presente el señor de Boisy, gran escudero de Francia, a quién pertenecía
por su rango este honor. Pero obediente el de Vieilleville a este mandato, no
pudo menos de decir a Su Majestad, con un gran suspiro que no hacía cosa alguna
más a desgana que aquella.
Su
Majestad no tuvo tiempo para preguntarle el porqué, pues el señor de Saboya se
presentó al instante, armado de punta en blanco. El rey le dijo, riendo, que
ciñese bien las piernas al caballo, que se proponía derribarlo bien derribado,
sin respetos a la alianza ni fraternidad. Con esto salen de la sala para ver de
montar a caballo y entran en liza, donde el rey dio una hermosa carrera y
rompió muy bravamente su lanza; igual hizo con la suya el señor de Saboya, pero
agarró el arzón después de tirar el astil roto, y se tambaleó un poco, lo que
disminuyó la elegancia de su carrera. Muchos atribuyeron no obstante este
defecto a su cabalgadura.
El
señor de Guisa vino después, y se portó muy bien. Pero el conde de Montgomery,
joven alto y robusto, lugarteniente del señor de Lorges, su padre, uno de los
capitanes de la guardia, tomó el rango de la tercera carrera, que era la última
que el rey debía correr; pues los defensores corren tres y los asaltantes una.
Los dos se acometen a ultranza y rompen muy diestramente sus palos. El señor de
Vieilleville, a quién tocaba correr, como tenante, después del rey, para hacer
así sus tres carreras, se presenta y
quiere entrar en liza, pero el rey le rogó le dejase hacer otra carrera contra
el joven Lorges pues quería tener su desquite, diciendo que le había hecho
tambalearse y casi perder estribo. Vieilleville le responde que había hecho
bastante y con muy gran honor; que aquel joven caballero quería triunfar a toda
costa, y que si el rey no se tenía bien en el estribo, no le trataría con más
dulzura que había hecho con el sobrino de Dom Rigome.
CONDE DE MONTGOMERY EL REGICIDA |
Su
majestad, no obstante, quiso probar la carrera una vez más contra aquel tal
Lorges, y le mandó llamar. Viendo lo cual, Vieilleville le dijo:
-“Juro
por Dios vivo, señor, que ha más de tres noches no hago sino soñar que os ha de
alcanzar una desventura en el día de hoy, y que este último día de junio os
será fatal: haréis de ello lo que os plazca.”.
Lorges
quiso excusarse también, diciendo que había hecho ya su carrera, y que los otros
asaltantes no permitían que les hiciese otra de ventaja. Pero Su Majestad le dispensó
del reglamento, y le mandó entrar en liza. A lo cual, por muy gran desdicha,
obedeció y tomó una lanza.
Es
preciso notar, antes de entrar en este mortal discurso, que en todas las
acometidas, y mientras duran estas, suenan y fanfarrean sin cesar todas las
trompetas y clarines, ensordeciendo los oídos de los presentes hasta aturdir.
Pero en seguida que los dos entraron en esta liza y comenzando a correr, todas
las músicas se callaron sin que ninguna sonase, cosa que nos hizo presagiar con
horror el desdichado desastre que aconteció; pues habiendo ambos corrido y roto
muy valerosamente, con gran destreza sus lanzas, el torpe Lorges no tiró su
astil roto, según se acostumbra, y siguió apuntando con la lanza rota y siempre
en ristre; y corriendo, halló con ella la cabeza del rey, hiriéndole
derechamente en la visera, que alzó con el golpe y le saltó un ojo; lo cual
obligó a Su Majestad a abrazarse al cuello de su caballo, el cual, sintiendo
suelta la brida, acabó su carrera, al fin de la cual estaba para pararle el
primer escudero y el gran escudero, según la costumbre. Pues en todas las
carreras que hacía el rey, estos dos oficiales hacían otro tanto fuera de liza;
y le quitaron el casco de la cabeza después de bajarle del caballo para
llevarlo a su cámara. El rey les decía con voz débil que era hombre muerto, y
que el señor de Vieileville había previsto bien esta desgracia cuando le
armaba; y que antes había intentado con insistencia distraerle de la idea de
reemprender el torneo, “y que incluso en el mismo instante ha hecho cuanto ha
podido para impedirme hacer esta maldita carrera”, pero que nadie puede escapar
a su destino.
RECREACIÓN DEL INSTANTE DE LA JUSTA DE ENRIQUE II |
Con
esto, fue conducido y llevado a su cámara por el señor de Vieilleville, cámara
que quedó cerrada y prohibida a todo el mundo, habiendo ordenado el rey a
Vieileville que, como superintendente general, nadie entrase en ella salvo los
que harían servicio, como médicos, cirujanos, boticarios, ayudas de cámara y
del guardarropa que estuviesen en funciones; y ni siquiera uno solo de los príncipes
se presentó.
Cinco
o seis cirujanos de los más expertos de Francia hicieron toda clase de
diligencias necesarias para ahondar la herida y sondear el lugar próximo al
cerebro donde pudiese haber astillas del muñón de la lanza; pero no les fue
posible, aunque durante cuatro días hubiesen anatomizado cuatro cabezas de
condenados a muerte, decapitados en la Conserjería del Palacio y en las
prisiones del Grand Châtelet; contra cuyas cabezas se hundía la lanza rota, con
semejante fuerza en el lado correspondiente para experimentar, pero era en
vano.
Al
día cuarto, el rey recuperó ánimos, pues había cesado la fiebre continua, que
padecía desde el momento de ser herido. Hizo llamar a la reina, que se presentó
toda en llanto, y le ordenó hiciera seguir adelante las bodas de su hermana tan
pronto como le fuese posible. Después pidió al señor de Vieileville, que no se
había movido del lado de su cama, sin despojarse de ropa, y estuvo siempre
presente cuando le curaban, dónde estaba el breve de rango de mariscal de
Francia, que le fue presentado inmediatamente; y teniéndolo, Su Majestad lo
entregó a dicho señora, rogándole lo firmase en el acto en su presencia, lo que
ella hizo, y le ordenó como por testamento y última voluntad, ejecutase el
tenor de dicho documento, sin fraude ni connivencia inmediatamente que se
presentase ocasión; cosa que ella prometió por su honor y alma.
Después
le encomendó la administración del reino con su hijo mayor, que era todavía muy
joven para que le sucediese; y que tuviese cuidado de sus demás hijos, y ella y
ellos rogasen e hiciesen rogar a Dios por su alma, pues en lo referente a su
cuerpo, se daba cuenta por el horrible mal que sufría de que su vida tocaba a
su fin; y dicho esto le rogó que se retirase. Terminadas estas palabras ella le
dejó, pero si Vieilleville no la hubiese sostenido, caía al suelo desmayada;: y fue preciso llevarla a su cámara donde,
vuelta en sí, comenzó con toda diligencia a ordenar las susodichas bodas, que
se hicieron cinco días después de tales ordenes, y tenían semejanza más de
comitiva fúnebre y funerales que de otra cosa, pues en vez de oboes, violines y
otros regocijos, no se oía sino llanto, sollozos, tristezas y lamentos; y para
que más se pareciese a un entierro, se casaron poco después de medianoche, en
la iglesia de San Pablo, con antorchas, cirios y toda clase de luminarias para
el cortejo; pues el rey había perdido ya la palabra, juicio y todo uso de
razón, no conociendo ya a nadie, de tal manera que al día siguiente de las
bodas, que era el 10 de junio de 1559, Dios dispuso de él a voluntad y él
entregó el espíritu.
FRANÇOIS DE SCÉPEAUX, MARISCAL DE VIEILLEVILLE |
Dejaba,
por su muerte, a París sumido en inmensa turbación y el reino lleno casi de
tristezas, de enojo y enfados extremos. Los grandes prelados, señores y
principal nobleza de Francia habían acudido a dicha ciudad por ardiente deseo
que todas las personas de medios y de rango tenían de participar en los
solemnes actos de las bodas reales, y del bien de la paz, tan deseada y
necesaria.
Paso
en silencio el duelo desesperado de la reina, de la reina de España, Isabel, su
hija, dama Margarita, la nueva duquesa de Saboya y, en general, de todas las
princesas y damas de la corte; pues no se puede ignorar ni dudar de que la
desolación fuese excesiva y casi mortal.
Tampoco
hablo de la aflicción que se había apoderado de los corazones del duque de
Alba, y de todos los señores de España, pues su duelo no podría expresarse,
tanto a causa de la increíble desolación en que estaba su nueva reina como por
el hecho de verse frustrar los honores y provechos que las atenciones y favores
ordinarios del difunto rey podían hacer esperar; pues los sabía nombrar a todos
por sus nombres y apellidos, lo que les aseguraba de que Su Majestad no los
olvidaría nunca, y a la larga podría serles útil. Y había ya cuatro de ellos
que tenían reservadas las vacantes de gentilhombres de cámara del rey y tenían
los nombramientos firmados de su mano, que mostraban a todo el mundo por gran
favor y honor.
Y
acaso podemos añadir que hubo una profecía de Nostradamus que reza:
“El
joven león vencerá al viejo
En
un campo bélico por un solo duelo
Le
pinchará los ojos en la jaula de oro
Dos
heridas una, morirá de muerte cruel”
Este
y otros profetas de la época visualizaron su muerte en singular torneo.
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