En
la famosa batalla de übeda o de las Navas de Tolosa, los ejércitos cristianos
derrotan a los sarracenos. A continuación se va exponer un par de relatos de un
par de arzobispos que estuvieron presentes. El primero es del arzobispo de
Toledo Don Rodrigo Ximénez de Rada y el segundo es del arzobispo de Narbona,
Arnau Aymerich.
LLEGAN
LOS REYES A LA CIUDAD DE LOS REYES
Al
tránsito del año, en aquella época en que los reyes suelen proceder a guerrear,
citadas las gentes por Alfonso el noble, congregados los hombres armados,
aprontadas las vituallas, y todos los corazones dispuestos para la guerra,
corrieron todos hacía Toledo, la única que por su opulencia no les abandonaría
en sus necesidades. Mientras tanto acudieron de diversas partes, con Rodrigo,
obispo de aquella ciudad, los demás prelados. Y comenzó la urbe regia a
llenarse de gente, a abundar en pertrechos, en armas, en oírse lenguas diversas
y verse en ella diversos cultos, pues concurría en ella el celo de las naciones
de diversas partes de Europa. Nadie había que encontrase nada que faltase, tal
era la abundancia, y la mano pródiga del noble príncipe suministraba todo lo
necesario. La afluencia de gentes aumentó sobre todo en febrero, y fue
creciendo todo aquel invierno con la copiosa multitud de diversas turbas. Y
como eran diversas las naciones, lenguas y cultos, por voluntad del rey, cada
prelado estaba entre los de su nación, para que aquella variedad de
disidencias, por esta industria, se atenuase. Y así se hizo, por la omnipotente
gracia de Dios, que no hubo ninguna sedición ni perturbación que pudiese
impedir las tareas de la guerra, ni pudiese ir contra ello la maligna intención
del enemigo del género humano. Y como iban creciendo de día en día los
cruzados, para que no padeciese aquella multitud dentro de las estrecheces de
la ciudad, queriendo el rey proporcionarles
comodidades, los aposentó fuera de las murallas, en las deliciosas vegas
del Tajo, dispuestas para recreo de Su Majestad, bajo la sombra de los árboles
que les resguardaban del calor, y allí permanecieron hasta el día de la
partida, en tiendas cubiertas con ramajes de árboles frutales, a expensas del
rey. En el día octavo después de Pentecostés, en la fecha fijada de antemano,
llegó según el pacto que había hecho, Pedro, el rey de Aragón, fiel amigo de
Alfonso, a Toledo. Fue recibido por el obispo y todo el clero en procesión, y
se festejó en las tiendas del rey, después de poner colgaduras, su
advenimiento.
REY SANCHO VII DE NAVARRA |
LLEGAN
LOS CABALLEROS ULTRAMONTANOS
Comenzaron
a llegar también magnates de las diversas partes de las Galias, los obispos de
Burdeos y de Nantes, y muchos barones de aquellas comarcas y de Italia.
Llegaron también simples soldados, y también muchos hombres a pie. Llegó
también el venerable Arnaldo, de la orden del Císter, que entonces regia a la
iglesia narbonense. Este, poco tiempo atrás, había excitado los corazones de
los fieles a ir contra los herejes de la Narbonense y contra aquellos que
blasfemaban el nombre de Dios y prevenían la autoridad de la Iglesia con
palabras nefandas. Este prelado fue recibido también en Toledo, debida y
noblemente, con sus estandartes y armas de toda la Galia Citerior, por el
monarca. Llegaron también a la misma ciudad muchos caballeros de las partes de
Portugal, con muy copiosa multitud de infantes, que soportaban con gran
agilidad las cargas de la expedición, y avanzaban con audaz ímpeto.
LA
MULTITUD DE PRELADOS Y MAGNATES DE HISPANIA QUE SE REUNIRON
Estos
fueron los magnates del rey de Aragón, insignes por su acompañamiento, ínclitos
por su valor, magníficos por sus armas y caballos; entre los cuales estaban
García de Romeo, Jiménez Coronel, Miguel de Luesia, Arnar Pardo, Guillén de
Cervera conde de Ampurias, Ramón Folch, Guillén de Cardona, y muchos otros
príncipes, barones y simples soldados, y abundancia de ballesteros e infantes.
Estaba reunida en la urbe regía una sociedad generosa de magnates, notable por
su estirpe, valor y número, con tal elegancia de modales, como de prerrogativas
y sobresaliendo en emulación de marcialidad, de tal modo que se haría no sólo
terrible a los enemigos, sino también digna de honores. Acudieron también
copiosas falanges de las ciudades y villas, tan abundantes en caballos, armas,
vehículos y vituallas, que tenían todo lo necesario para la guerra y no sólo
les faltaba nada sino que cuando a otros les faltaba algo, ellos se lo
compartían generosamente. Muchas veces habían peleado, ellos y sus padres,
contra los sarracenos. Hubo también prelados, entre estos, que se comportaron
devota y fielmente por la causa de la fe, vigilante de la solicitud, devotos en
su deber, próvidos en el consejo, generosos en las necesidades, celosos en las
exhortaciones, valiente en los peligros, paciente en los trabajos. Del reino de
Castilla vinieron Rodrigo, arzobispo de Toledo, Tello, obispo de Palencia,
Rodrigo de Segovia y Pedro de Avila. Del reino de Aragón, García de Tarazona y
Berenguer, electo obispo de Barcelona. Del brazo secular acudieron de Castilla,
Diego López de Haro, el conde Fernando de Lara, el conde Alvaro y su hermano el
conde Gonzalo, Lupo Diéguez de Haro, Rodrigo Díaz de Cameros, Gonzalo
Rodríguez, y su hermano y otros muchos nobles, grandes, valerosos, cuyos
nombres sería largo enumerar.
ALFONSO VIII DE CASTILLA |
Hubo
también hermanos de la orden de Calatrava mandados por un gran maestro de su
milicia, Rodrigo Díaz; sociedad grata a Dios y a los hombres, y los hermanos
del Temple bajo el maestro Gómez Ramirez, tomado el signo de cruzados, en medio
del soberbio fasto de su milicia y de su valor, se comportaron con la caridad
del santo vínculo de su religión. Vinieron también hermanos de la Orden de los
Hospitalarios, que, persistiendo devotamente en la fraternidad caritativa,
asumieron el fiel celo de la Tierra Santa con la espada defensora. Estos iban
mandados por el prior Gutiérrez Ermegildo. También acudieron los hermanos de la
milicia de Santiago, mandados por el mestre Pedro de Ava. Estos llevaron a cabo
muchos decorosas gestas en las partes de España. En fin, allí afluyeron otras
muchos órdenes religiosas, diversas por su celo y por sus votos, participando
de un sentimiento común, bajo el estandarte de la santa cruz.
LA
GENEROSIDAD Y VIRTUD DEL NOBLE REY ALFONSO
Debe
saberse que una multitud tan diversa y variada formada de extraños, no era
fácil de regir, incluso para un hombre paciente, y no obstante, el noble rey,
con su magnanimidad, lo regía todo de modo pacífico, todo lo toleraba con
ecuanimidad y tranquilidad, para que, trocando el tedio en virtud, con alegre
rostro se superase el tedio mismo. Convertía
las faltas de respeto en reverencia, dándoles una reverente respuesta;
transformaba los tristes discursos de los ambiciosos, con su generosidad, en
alegre charla; con aplauso señorial, estaba presente en todos los fastos
militares, conservando siempre la gravedad de las regias costumbres. De tal
manera se juntaban en él la sabiduría, la gravedad, la equidad y el valor y la
distinción, que podrían decir de él: “este tiene más virtud que todos nosotros
juntos”. Como fuesen los ultramontanos más de diez mil jinetes y cien mil
infantes, se les daban veinte sueldos todos los días; a los de a pie, cinco
sueldos; las mujeres, pequeños, débiles y otros elementos ineptos para la
guerra no estaban faltos también de esta generosidad. Esto era lo que se daba
en público y en común, aparte de los donativos privados, que en cantidad
excedían este número, y eran enviados no
por reparto diurno efectuado por los magnates, sino que dimanaban de la suprema
autoridad, por conducto de los nobles emisarios regios.
PEDRO O PERE II DE ARAGON |
COMIENZA
LA GUERRA Y LA TOMA DE MALAGÓN
Y
así, cumplido todo por todos, el día doceavo de las Calendas de Julio, el
ejército del Señor salió de la urbe regia: los ultramontanos, por sí mismos, al
mando del general Diego López de Haro; el valeroso rey de Aragón, con los
suyos, y el noble Alfonso también con su gente. Avanzaban separados, pero cada
ejército iba distanciado por un pequeño espacio. El primer día pusieron su
campamento junto al lecho del Guadajaraz. El segundo día junto al Guadalece. El
tercero junto a Algodor. Los ultramontanos fijaron el suyo junto a Guadalferza.
Y siguiendo adelante, atacaron la fortaleza de Malagón como buena señal de que
nos ayudaba la Divina Gracia, aunque los que estaban en la ciudadela se
defendieron muy virilmente, por el tesón de los ultramontanos, a los que
animaba un gran deseo de morir por el nombre de Cristo, disminuyó la fuerza y
resistencia de la fortaleza. Y tomaron a Malagón habiendo muerto todos los que
estaban dentro.
Al
día siguiente llegó el ejército de los reyes y permaneció allí un día entero, y
como faltasen un poco los víveres, remedió a ello la industria del noble rey,
que logró proporcionar comida abundante.
TOMA
DE CALATRAVA Y RETIRADA DE LOS ULTRAMONTANOS
De
allí nos dirigimos todos y llegamos a la vez, a Calatrava. Pero los agarenos
que en ella resistían, discurrieron fabricar triganchos de hierro, y los
colocaron en todos los vados del Guadiana. Estaban armados con cuatro puntas,
una de las cuales se clavaba, erecta, en los pies de los hombres y pezuñas de
los caballos. Pero como los artificios humanos no valen nada contra la
providencia de Dios, este quiso que solo poquísimos, casi ninguno, resultasen
heridos por los ganchos, y por la gracia de Dios, echando a pie a tierra,
atravesamos el río Guadiana y levantamos nosotros los campamentos en derredor
de Calatrava. Los agarenos habían colocado en lo alto de las torres armas,
estandartes, máquinas, para que la conquista se nos antojase difícil. Además,
cuando aquella plaza en una llanura, por una parte muralla era inaccesible por
dar inmediatamente al río; por otras, estaba guarnecida de muralla,
contrafuertes, fosos, torres y trincheras, y parecía imposible expugnarla sin
larga preparación de máquinas.
Estaba
además allí un moro llamado Avencaliz, astuto por tener una larga experiencia
en armas y de ejercicios bélicos frecuentes. Y confiaban largamente en la
industria de este, porque contaban además con la de otro moro llamado Almohat,
jefe de la guardia de la plaza. Como nos demoramos allí, en el asedio, algunos
días, y los reyes estuvieron dudando si sería posible tomar la ciudad, después
de largas deliberaciones convinieron todos en no dejar de intentarlo, aunque la
toma les pareciese difícil. Muchos juzgaban mejor ponerse otra vez en camino,
llevar la guerra adelante en vez de insistir en tomar fortalezas, sobre todo
por en tales trabajos, los valientes declinan su esfuerzo, y los ejércitos se
fatigan, y además, el dominio y conservación de las fortalezas depende del fin
de la guerra.
Pero,
tomando las armas y designados por los reyes y príncipes los puestos que cada cual
había de ocupar, se dio la consigna y atacaron la plaza. Por la Gracia de Dios,
en un día de domingo, después de la festividad de San Pablo fueron expulsados
los árabes y restituida Calatrava a nuestro noble rey; la plaza fue devuelta a
los frailes que desde largo tiempo habían residido en ella, y dada de nuevo a
poder del nombre cristiano. Nuestro noble rey no guardó nada para sí de todo el
botín que en ella se encontró y lo cedió todo a los caballeros ultramontanos y
al rey de Aragón. Pero como el enemigo del género humano no cesa de envidiar
las acciones de los cristianos, se introdujo también en aquel ejército de la
Caridad y turbó los corazones de los envidiosos que antes habían acudido a la
guerra de la Fe, y acabaron por retroceder y abandonar su buen propósito. Casi
todos los ultramontanos, abandonando las insignias de la cruz, y renunciando a
las tareas de la guerra, volverían a sus hogares. El rey hizo participes a
todos sus hombres de lo necesario para vivir, y a todos sin distinción, pero no
pudo hacerles revocar aquella obstinación una vez iniciada. Antes al contrario,
todos los ultramontanos renunciaron a la gloria, se fueron, excepto el
venerable Arnaldo de Narbona, obispo, que con todos los hombres que pudo haber
y con muchos nobles de la provincia del Viennois, siempre perseverante en lo
bueno, no se apartó del buen propósito primero. Y eran alrededor de ciento
treinta soldados, además de los infantes, de los que también permanecieron
algunos. Se quedó también, de las partes del Poitou, Teobaldo de Blazon, hombre
noble y valiente hispano de nación, y del pueblo de Castilla. El rey de Aragón
se quedó hasta el fin de la lucha, ligado por indisoluble lazo de alianza y de
afecto a nuestro noble monarca, pues como dice Salomón, “sin tienes un amigo,
en el día de prueba lo tendrás”. Cosa que aquí pudo probarse; quién era amigo
de quién. Pues como “los que aman a Dios cooperan en todo lo bueno”, y el
ejército temiese las consecuencias que pudiese traer aquella peligrosa
separación, todo comenzó a prosperar de día en día. Habían huido hasta los que
llevaban la cruz del Señor, en las andas, y solo quedaron los españoles con
unos pocos de los ultramontanos arriba nombrados; y empezaron a avanzar,
confiando en aquella guerra de Dios. Vinieron primero a Alarcos, ocuparon su
población haciéndose fortificado, así como también los demás castillos de las
inmediaciones.
OLEO DE H.P. VAN HALEN SOBRE LA BATALLA DE NAVAS DE TOLOSA |
Estando
allí, acudió el rey Sancho de Navarra, que al principio había parecido no
querer acudir, y como lo reflexionase mejor, no quiso sustraerse, en su valor,
al servicio de Dios. Así, los tres cuerpos de ejército de los reyes,
prosiguieron adelante en nombre de la Santísima Trinidad, y el primer día
pusieron sus reales en las inmediaciones de Salvatierra. Después del domingo pareció
a los reyes y príncipes que todo el ejército debía prepararse y disponerlo todo
para la guerra. Y por la gracia de Dios, apareció tal la multitud de armas,
estandartes, caballería que resultó terrible a los enemigos que la veían, y
para nosotros nos resultaba amable consuelo de la retirada de los ausentes,
pues aumentó el valor en el corazón de los magnánimos, los pusilánimes se
sintieron reconfortados, los dudosos, confirmados, y la separación de los
fugitivos, que aterraba a muchos, perdió importancia en el mismo corazón de los
tímidos.
Descansando
allí al día siguiente, llegamos a otro lugar llamado Fraxileda y otro de este nombre. Al tercer día habíamos
llegado a otro punto al pie del monte Muradal, llamado Guadalfajar.
LA
OCUPACIÓN DEL MONTE
Mientras
sucedían estas cosas, Mahomet rey de los agarenos, en las montañas de Jaén
había congregado sus gentes, y allí esperaba al ejército de los cristianos. No
se proponía luchar, porque temía a los auxiliares extranjeros, sino que pensaba
lanzarse a la persecución cuando estuviésemos fatigados, en retirada, y
menguados por las bajas. Por esto creo que tal vez fue cosa del Altísimo, el
que se retirasen los que habían venido con nosotros; pues que tras la retirada
de ellos, algunos de los nuestros, movidos por el diablo, se pasaron a los
árabes, a causa de la falta de víveres que había empezado entre nosotros al
partir de Calatrava. Y así, procurando la providencia, que no falla en sus
disposiciones, se hizo que cambiando el parecer de los Agarenos, recobraron
audacia esperando obtener gloria y avanzaron desde las partes de Jaén. Moviendo
contra nosotros llegó hasta Baeza y de allí envió a algunos a las Navas de
Tolosa para que impidieran el paso de los cristianos, en un paso angosto cerca
de un acantilado que está casi en medio del camino y el lecho de un torrente. Y
si los cristianos no ocupasen la ascensión de los montes, se hubiesen apoderado
de ella para impedir la ascensión del ejército del Señor, como nos dijeron
después los prisioneros de guerra.
Con
esta intención observaban nuestro paso para ver si nos rendíamos, cediendo a la
fatiga de víveres y al cansancio. Pero como Dios había dispuesto otra cosa,
Diego López de Haro, a quién estaba confiado el mando del ejército, destacó a
su hijo Lope Díaz, y a dos sobrinos suyos, Sandro Fernández y Martín Muñoz,
para que se adelantasen a ocupar las alturas de los montes. Como estos,
confiando en su propio valor obrasen algo improvisadamente, en la altura del
monte que está junto al castillo llamado Ferral encontraron a algunos árabes,
que les acometieron y estuvieron a punto de herirles; pero la dívina gracia
hizo que, tomando ellos las armas, les rechazaron virilmente y por la misma
gracia de Dios, exploraron la altura y se establecieron allí, fijando sus tiendas.
En
el día de la quinta fiesta, cerca de la hora de nona, llegamos al pie del
monte, y en la misma jornada, varios de los nuestros subieron a lo más
escarpado. Pero la mayor parte permaneció cerca del lecho del Guadalfajar. A la
feria sexta, por la mañana, los tres reyes Alfonso de Castillo, Pedro de Aragón
y Sancho de Navarra, después de invocar el nombre del Señor, ascendieron y se
instalaron, fijadas las tiendas, en cierto declive del monte; y en aquel día fue ocupado por nosotros
Castro Ferral bajo el cual hay algunos barrancos, lugar quebrado, con rocas y
precipicios cerca de Losa; y tal es la estrechez de aquel lugar, que incluso es
de difícil acceso para los ágiles.
Allí,
algunas falanges de los agarenos, durante todo aquel día y parte del siguiente,
observaban el paso de los cristianos, y hubo entre nosotros y ellos algunas
escaramuzas preliminares, muriendo algunos. Mientras esto sucedía, los reyes y
príncipes deliberaban lo que debía hacerse para evitar peligro. El paso de Losa
no era posible sin recibir daño. Y como el ejército de los agarenos estuviese
más cerca de nosotros, y estaba ya fijada en el suelo su tienda roja, había
diversas opiniones acerca de cómo hacer avanzar el ejército. Algunos,
atendieron a la imposibilidad del paso, aconsejaban retroceder, y alcanzar el
campamento de los agarenos por un lugar más fácil. A esto dijo el noble Alfonso
rey de Castilla:
“Aunque
este consejo resplandece de discreción, lleva consigo un peligro. El pueblo, y
otros inexpertos, al ver que retrocedemos, juzgarán que no buscamos guerra sino
que huimos de ella, y se hará una deserción inevitable en el ejército. Ya que
tenemos a los enemigos a la vista, es necesario que vayamos hacia ellos. Así se
haga, tal como designe la voluntad del cielo”.
Como
prevaleciese este consejo del rey, Dios omnipotente dirigió aquel negocio
mediante una gracia especial. Nos envió a un hombre plebeyo, bastante
despreciable en vestido y en persona, que había apacentado ganado en las
montañas, y se dedicaba ahora a cazar conejos y liebres.
Este
nos mostró un camino fácil, practicable por un declive que en el lado del mismo
monte había. No fue necesario ocultarse a la mirada de los enemigos, y estos
nos veían y nada podían hacer para estorbarlo, de modo que pudimos llegar al
punto adecuado para presentar batalla.
AVANCE
AL LUGAR DE BATALLA Y LLEGADA DE LOS AGARENOS
Como
en sus altas deliberaciones no parecían poder creer que fuese verdad lo que les
decía aquella persona, marcharon delante los dos jefes, Diego López de haro y
García Romeo, para comprobar si realmente desde allí se podía legar a ocupar la
llanura. Y por el Don de Dios, así fue, que Dios escoge a veces por heraldos a
gentes ínfimas, y los antedichos príncipes ocuparon la planicie; y los tres
reyes, el sábado, al mediodía, recibida la bendición pontifical y la gracia del
Sacramento, llegaron al monte con sus hombres. Entonces abandonamos, por
inútil, el Castro Ferral, y como no guardábamos ya el paso de la Losa, creyendo
los moros que nos apartábamos del combate, se apoderaron de aquella fortaleza
con gran alegría. Y los reyes, observando lo que sucedía al fin, con todo su
acompañamiento y con los príncipes que precedían, llegaron también.
DISPOSICIÓN DE LOS EJÉRCITOS EN NAVAS DE TOLOSA |
Los
agarenos se dolieron al ver que aquello no era subterfugio sino un avance, y
viendo nuestras tiendas colocados en lo alto del monte, destacaron una tropa de
soldados para que nos impidiese mediar tranquilamente el emplazamiento de
nuestras bases. Nosotros nos dirigimos por el estrecho paso. El enemigo fue
rechazado por los nuestros después de larga pugna, virilmente, y conseguimos
colocar felizmente, por gracia de Dios, el campamento en la planicie que
habíamos ocupado.
Viendo
colocadas nuestras tiendas, viendo el rey de los Agarenos que nada le habían
servido para cerrarnos el paso ni las insidias ni las argucias, ordenadas sus
filas, en el mismo día se puso en campaña y colocó sobre un promontorio de
difícil acceso; el resto de su tropas fueron colocadas muy sabiamente a derecha
e izquierda, y allí estuvieron esperando desde la hora sexta hasta el
anochecer, creyendo que nosotros en aquel día atacaríamos. Pero se acordó en
consejo que se difiriese el combate hasta el día segundo, pues los caballos
estaban impedidos de la dificultad del camino de las montañas, y el ejército, fatigado;
además, en este intervalo podríamos observar mejor la situación y movimiento
del enemigo.
Cuando
el agareno comprendió que no atacábamos se entregó a la jactancia, creyendo que
no procedíamos así por cautela sino por temor. Por lo cual envió cartas a Baeza
y Jaén, diciendo haber atemorizado tres reyes en un espacio de tres días. No
obstante, se dice que dijo a los suyos, que estaban mejor informados: “los
vemos acampados cuidadosamente, y más parecen prepararse para luchar que
esperar el momento de la fuga”.
Al
día siguiente, domingo, por la mañana, salió otra vez el agareno al campo, como
antes, y permaneció allí hasta mediodía con las tropas dispuestas, y a causa
del insoportable calor fue guarnecida su tienda con diversos artificios que le
diesen sombra, bajo la cual nos esperaba, exhibiendo todo su aparato regio.
Nosotros, como antes hicimos, esperando al enemigo después de observar su
campamento, deliberamos de qué modo debíamos proceder el día siguiente. El
prelado toledano y los demás, por ciudades y en los diversos lugares donde
estaban los príncipes, iban predicando palabras de exhortación y de devotísima
indulgencia. Aquel día el ilustre rey de Aragón otorgó el cíngulo militar a su
consobrino Nuño Sanchez. Los agarenos, a modo de quién justa en un torneo,
escaramuzaban un poco por las partes extremas del campo preludiando la guerra.
No obstante, entre la hora sexta y la nona, los infieles regresaron, tras larga
espera, a sus bases.
DISPOSICIÓN
DE LAS TROPAS
Al
día siguiente, cerca de media noche resonó la voz de exultación y de la
confesión en las tiendas cristianas, y por voz de heraldo se hizo anunciar que
todo se armase para la guerra del Señor. Celebrados los misterios del Domingo
de Pasión; hecha la confesión, y tomados los sacramentos, se tomaron las armas
y los hombres acampados comenzaron a avanzar. Dispuestas las falanges, Diego
López con los suyos tuvo el primer choque. Ocupaba el centro el conde Gonzalo
Núñez con los hermanos del temple y del Hospital, de Uclés y de Calatrava. El flanco
lo tenía Rodrigo Díaz de Cameros y Álvaro Díaz, su hermano, y Juan Gonzalez, y
otros nobles con estos. En la última columna marchaban el noble rey Alfonso y
Rodrigo, arzobispo de Toledo con él, y los demás obispos susodichos. Entre los
barones estaban Gonzalo Rodríguez y su hermano, Rodrigo Perez de Villalobos,
Suero Téllez, Fernando Galcés y otros. En cada una de estas tropas figuraban
también hombres de las comunidades ciudadanas, tal como se había ordenado.
También el valeroso Pedro Rey de Aragón dispuso su ejército en las siguientes
columnas: la delantera tocó a García de Romero, la segunda a Jiménez Coronel y
a Aznar Pardo. En la última marchó él con otros magnates de su reino; y así por
el estilo colocó a otros nobles en la columna lateral. Tuvo también consigo
tropas de las comunidades de Castilla. El rey de Navarra Sancho, por especial
prorrogativa de su valentía, caminaba con los suyos a la derecha de nuestro
noble rey y llevaba en su tropa hombres de las comunidades de Segovia, Avila y
Medina. Dispuestas así las filas, elevadas las manos al cielo, dirigidos los
ojos a Dios, incitados los corazones al martirio, enhiestos los estandartes de
la Fe, y habiendo invocado el nombre del Señor, todos se aprestaron a la
decisión de la lucha. Los primeros que figuraban en la delantera de Diego López
de Haro, su hijo y sobrinos más arriba nombrados, valientes y audaces. Los
agarenos formaron, en la altura, una a modo de fortificación al pie de la cual
estaban colocados infantes escogidos. Allí se sentó su rey teniendo junto a sí
su espada, llevando una capa negra que había sido de Abdelmum, uno de los
príncipes de los Almohades. Tenía junto a sí también el libro de la nefanda
secta de Mahoma que se llama Alcorán. Fuera de la casa estaban las demás filas
de infantes, trabados unos con otros para que no esperasen encontrar salvación
a la fuga, y constantemente estaban dispuestos a guerrear. Estaban también
frente a una tienda el ejército de los Almohades, con armaduras y caballos, y
una infinita multitud de terrible aspecto. En las alas diestra e izquierda
estaban los árabes, expertos en alancear y correr velozmente, tropa que daña
huyendo, y cuando huye es más temible. En la llanura, donde no había
estrecheces, estaban los más peligrosos. Estos, como los Partos, luchan con
saetas, gentes capaces de llevar vasos cabalgando vertiginosamente, en el
extremo de sus cimitarras. Acostumbrados a merodear, no observan el orden de la
batalla, para que puedan turbar al adversario con sus incursiones y romper sus
filas ordenadas atacándoles de modo inesperado. NO coreo que pudiera apreciarse
el número de estos y de los demás guerreros, excepto por lo que oímos constar
después a los mismos agarenos; que eran ochenta mil soldados, sin contar la
turba de los de a pie, que eran innumerable. Decían que estaban presentes allí
ciertos infieles de la parte de Azdor, cerca de Marruecos, muy gratos a los
ojos de su rey. Estos echando pie a tierra, se mantuvieron junto a su rey,
formando una multitud estupenda, admirablemente adornada con insignias
militares.
VICTORIA
DE LOS CRISTIANOS
Los
agarenos, casi inmóviles en su puesto, comenzaron a rechazar a los primeros de
los nuestros que subían por lugares bastante difíciles a hacerlo en multitud.
Algunos de los nuestros acudieron a sustituir a los que se habían fatgado.
Entonces avanzaron hasta primera línea algunos del centro de los castellanos y
aragoneses, y hubo un gran choque, con alguna vacilación peligrosa, pues
algunos, no de los principales, pensaban en la fuga, pero los delanteros y los
medios de Aragón y Castilla insistían conjuntamente, y las filas laterales
luchaban duramente con los agarenos, viéndose ya lagunos de estos que volvían la
espalda. Viendo lo cual el noble rey Alfonso, por no cuidar de la cobardía
plebeya, dijo, oyéndolo todos, al prelado de Toledo: “Arzobispo, yo y vos aquí
muremos!” A lo que respondió él: “¡De ningún modo!! Antes prevaleceréis sobre
los enemigos”. El rey dijo entonces, con ánimo invencible: “Apresurémonos a
socorrer primero a los que están en peligro”.
Entonces
Gonzalo Rodríguez y sus hermanos avanzaron a la delantera. Fernando Garcés,
valeroso y hábil en la milicia, contenía al rey, aconsejando que se observase
moderación y fuesen al socorro. El rey dijo otra vez: “Aquí muramos, arzobispo,
que la muerte no es inconveniente en esta ocasión”. Y replicó: “Si place a Dios,
tendremos la corona de la victoria, y no la muerte: pero si otra fuese su
divina voluntad, estamos todos preparados a morir con vos”.
Entre
todos estas cosas el noble rey no cambió de rostro, ni gesto, ni palabra, siempre
viril y constantemente, como león impertérrito, firme en morir o en vencer; y
no queriendo tolerar más tiempo el peligro que corrían los de adelante, a paso
acelerado llegó hasta la tienda del Agareno, donde, por Don de Dios,
alegremente llegaron las banderas. Y la cruz del Señor, que solían llevar
delante del prelado de Toledo, llevándola Domingo Pascasio, canónigo toledano,
atravesó milagrosamente entre las filas de los agarenos y quedando ileso el que
la portaba, se mantuvo hasta el fin de la batalla, porque plugo a Dios así.
ARZOBISPO DE TOLEDO RODRIGO XIMENEZ DE RADA |
Estaba
también entre los estandartes del rey la imagen de Santa Maria Virgen, que fue
siempre protectora de la provincia toledana y de toda España. A cuya llegada,
aquel admirable ejército de los infieles, con su turba innumerable, que hasta
ahora permanecía bastante inmóvil ante los nuestros, herida por las espadas y
las lanzas, vencida al fin, nos volvió la espalda. Entonces a instancias de un
hermano suyo llamado Zeit Auozecrit, el rey agareno subió a la mula engualdrapada
de colores y confió su salvaguarda a la fuga, y con cuatro mílites, asociados a
su peligro, llegó hasta Baeza, y a los de esta ciudad, que le preguntaban lo
que debían hacer, se dice que les respondió: “NO puedo aconsejaros ni a mi ni a
vosotros, el señor os acompañe”. De allí, cambiando de cabalgura, llegó a Jaén
por la noche.
Mientras
tanto, los aragoneses, castellanos y navarros, cada uno por su parte, mataron a
muchos miles de agarenos. Lo cual visto y oído por el prelado toledano dijo al
noble rey: “Acordaos de la gracia de Dios, que suplido en vos aquello de que
carecíais, y os ha rehabilitado del oprobio por algún tiempo tolerado. Acordaos
también de vuestros soldados, con cuyo auxilio llegasteis a tanta gloria”.
Dichas estas cosas y otras, el arzobispo toledano y los demás prelados que con
él estaban, con lágrimas de devoción y elevando las voces al cielo,
prorrumpieron diciendo: “Te alabamos, oh Dios, en Ti confiamos, Señor”. Allí
estaban Tello, obispo de Palencia; Rodrigo de Segovia, Domingo Placentino,
Pedro de Avila, y otros muchos clérigos cantando los cánticos al señor.
El
campo de batalla estaba lleno de sarracenos muertos, de tal modo que podríamos
pasar sin peligro sobre los cadáveres, incluso con caballos muy pesados. Allí
estaban también los agarenos que se hallaban junto a la tienda del rey, de
aventajada estatura, corpulentos, y aunque cortados por todas las partes de su
cuerpo, y despojados ya por los soldados pobres, en todo el campo no se halló
rastro de sangre.
Hechas
estas cosas, los nuestros no querían terminar aquel negocio y los persiguieron
infatigablemente por todas las partes hasta la noche, y según dicen nuestros
cálculos, hubo cerca de doscientos mil muertos. De los nuestros apenas faltaron
veinticinco.
HAZAÑAS
DE LOS COMBATIENTES
Lo
que particularmente hicieron los nobles en la lucha apenas creo que nadie pueda
decir lo bastante; cuánto la audacia de los aragoneses contribuyó al estrago y
previno a los fugitivos. Cuán virilmente Jiménez Coronel con la turba de los
suyos acudió a los de la delantera. De qué modo magnifico García de Romeo y
Aznar Pardo con otros magnates de Aragón y Cataluña, acabaron lo que estaba
dudoso. Como la belícosa agilidad de los navarros se lanzó al ataque y
persiguió a los fugitivos. Como los ultramontanos que permanecieron con
nosotros resistieron las cargas de los más valientes agarenos. De qué modo la
magnífica nobleza de los castellanos, con su magnanimidad, lo suplió todo con
la gran abundancia, reprimió los peligros con valerosa mano, con vencedora
espada previno las tropas veloces, con feliz victoria allanó las asperezas, los
improperios de la cruz convirtió en gloria, y dulcificó las blasfemias del
enemigo con cánticos de alabanzas. Pues si quisiera declarar las hazañas de los
particulares, antes se me cansaría la mano de escribir que no se me acabase la
materia. De tal modo la gracia preventiva había fortalecido a todos, que
ninguno de los que eran algo, en aquel ejército, apetecían otra cosa que sufrir
el martirio.
Acabadas
todas estas cosas felizmente, nos sentamos, fatigados, al ponerse el sol, en
las tiendas de los agarenos, aunque recreándonos en la alegría de la victoria.
No volvió entonces al campamento nuestro ninguno de nosotros, como no fuesen
los criados que llevaban el botín. Había tanta gente en el campo de los árabes,
que nosotros ocupábamos apenas la mitad. Se encontraron en aquel campamento
muchas cosas para los que querían saquear, por ejemplo, plata, vestidos
preciosos, túnicas de seda y otros muchos preciosísimos adornos, además de
mucho dinero y vasos preciosos, que tomaron en su mayor parte los infantes y
algunos soldados de Aragón. Pues los hombres más importantes, movidos por el
celo de la fe, la reverencia al rey y el valor, prefirieron continuar la
persecución del enemigo, virilmente, hasta la noche, despreciando todos
aquellas riquezas, sobre todo cuando el día anterior, el arzobispo de Toledo
había prohíbido bajo pena de anatema que nadie se entretuviese en saquear el
campo, si la divina providencia nos concedía la victoria.
Apenas
se puede calcular la multitud de caballos y de otros animales, y vituallas que
en el campo se hallaron; recuento difícil incluso para un sutil ingenio. Así,
en aquel mismo lugar permanecimos, aquel día y el siguiente, tan fatigados
estábamos. Hombres, vehículos, cosas diversas y fardos, que habían sido
olvidados por el combate, o bandonados, fueron recuperados por la diligencia de
los criados. Y , aunque parezca increíble, en aquellos dos días no necesitamos
otro combustible para encender fuego que las lanzas y saetas los agarenos. Y
fueron tantas que en aquellos mismos días no logramos consumir la mitad de todo
el material que los moros habían preparado para ser empleado por su multitud.
Así
escribió Rodrigo Ximénez de Rada.
A
los venerables y muy amados en Cristo, Arnaldo, Abad del Cister, y los demás
abades congregados en el Capítulo General, desea salud y perfecta caridad en el
señor, Fray Arnaldo, por la Gracia de Dios arzobispo de Narbona.
“Gloria
a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”;
porque en nuestras días ha engrandecido Dios sus obras con su pueblo cristiano,
dándole la victoria de sus enemigos, por lo cual tanto más se le ha de alabar,
cuanto se reconoce haber triunfado de enemigos más poderosos. Os hacemos saber,
pues, nuevas de sumo alborozo, porque el Miramamolín rey de Marruecos, que,
según hemos sabido de muchos, había declarado la guerra a todos los que adoran
a la cruz, ha sido vencido en batalla campal y puesto en fuga por los mismos
que le vereran. Porque como hubiesen venido de varias partes del orbe muchos
fieles de Cristo para ganar el perdón que como Vicario de Nuestro Señor Jesucristo
concedió el pontícife a los que pasasen a la guerra en socorro de la
Cristiandad de España a la ciudad de Toledo, en donde por edicto de los reyes
de Castilla y Aragón debían juntarse en la octava de Pentecostés, se halló
entre los que vinieron a ella el venerable P. Guillermo, arzobispo de Burdeos,
con otros prelados, y muchos barones y caballeros de las provincias del Poitú,
Anjou, Bretaña, Limoges, Perigord, Santonges y Burdeos, y algunos
ultramontanos.
Llegamos
también nosotros a Toledo a 20 de mayo, ocho días después de Pentescostés, con
bastante séquito de caballeros e infantes bien armados de las provincias de
Léon, Viena y Valentinois, y tratamos con los reyes sobre los intereses de la
República Cristiana, y sobre la venida del rey de Navarra, que entonces estaba
enemistado con el rey de Castilla; porque habíamos pasado de camino a vernos
con él, para persuadirle que viniese en socorro del pueblo cristiano.
ARZOBISPO DE NARBONA, ARNAU AYMERICH |
Después
de haber estado el ejército cuatro semanas en Toledo, cansado de de tanta
detención, y deseosos de luchar contra los moros todos los ultramontanos el
martes, a los quince días después de haber llegado nosotros a aquella ciudad
con el noble varón don Diego López de Haro, que el señor de Castilla nos dio por cabo y compañero de
viaje, levantamos nuestros reales: y el domingo siguiente, día de San Juan,
llegamos a cierto castillo de los moros, que se llama Malagón, y acometiéndole
antes de armar las tiendas, los ultramontanos, en menos de una hora se
apoderaron de todas las fortificaciones que estaban alrededor de la cabeza del
castillo; y combatiendo después todo aquel día y la noche siguiente con saetas
y piedras a la cabeza del castillo, minando con picos las murallas, porque era
una torre cuadrada de cal y canto que tenía en cada esquina otra torre pegada a
ella con sus parapetos muy fuertes, se apoderaron por fuerza de las cuatro
torres, y llegaron por ellas minando hasta los cimientos de la torre principal,
sin que por esto dejasen de defenderse con el mayor esfuerzo posible los moros
desde lo alto de la torre, a donde no podían subir todavía libremente los
nuestros por las bóvedas que en medio había muy fuertes de ladrillo y cal o
yeso; y así se trató de concierto.
Pretendían
los moros que se les reservase la vida, aunque con pérdida de la libertad, pero
no quisieron los nuestros concedérselo, y se entregó el castillo con calidad
que, reservando la vida al alcalde y a dos hijos suyos, quedasen los demás al
arbitrio de los peregrinos, con que fueron pasados a cuchillo casi todos.
Al
día siguiente, lunes, llegaron los reyes de Castilla y Aragón, y descansando
todos el martes junto a aquel castillo, anduvimos el miércoles dos leguas, y
llegamos a Calatrava, que era un castillo muy fortificado con torres fuertes y gruesas,
y muchos manganelos y máquinas de arrojar piedras. El sábado pues, día de la
conmemoración de San Pablo, combatió todo el ejército cristiano al castillo, y
con la ayuda de Dios se ganó aquel día en muy poco tiempo todo aquel lado que
estaba más afuera, hacía el agua, y más débil; que es por donde acometieron el
rey de Aragón y nuestra gente de Viena con los caballeros de Calatrava, y se
pusieron en dos torres las banderas de los nuestros….
Al
día siguiente, que fue sábado, viendo que no podíamos pasar por el camino que
llevábamos, así por el montuoso y áspero del terreno, como por los moros, que
estando en frente nos embarazaban el paso, rodeamos por otra parte, pasando por
lugares ásperos y quebrados, y llegando donde se habían de fijar nuestras
tiendas, hallamos a los moroso escuadronados al otro lado, y antes de una hora
saliendo a la frente de sus escuadrones los árabes y flecheros, provocaban en
los nuestros con sus lanzas y saetas, pero sólo atendieron los nuestros a fijar
sus tiendas, sin querer admitir la batalla en todo aquel día. El siguiente al
amanecer vinieron también los moros con sus escuadrones formados como el día
anterior, pero sobreseyeron también los nuestros del combate todo aquel día,
excepto los flecheros y otros pocos que daban algunas arremetidas, torneando
también los árabes con lanzas y cañas. Y aquel día manifestó su poder mayor el
Miramamolín que el que había manifestado el sábado.
LA
BATALLA
Llegó
el tercer día de alegría, día que hizo el señor, y finalmente día memorable por
muchos siglos, cuando al amanecer se apareció en un cerro enfrente el primer
escuadrón de los moroso con los árabes que tienen por costumbre pelar
corriendo, como quien huye, sin hacer nunca rostro al enemigo, lo cual se
comprobó de no haberse hallado muerto en aquel paraje a ningún moro. Fueron
pues los nuestros siguiendo el alcance de los moros que huían, y habiendo
bajado al valle que está de la otra parte de aquel cerro, se detuvieron allí
porque estaba cerca un escuadrón muy fuerte de moros con el Miramamolín, según
se decía, y tocando con grande estruendo los moros los instrumentos que los
españoles llaman tambores, no sólo se detuvieron resistiendo a los nuestros,
sino que también los acometieron con tal valor, que hicieron huir a los
serranos, que es cierta nación del reino de Castilla, así a los de a caballo
como a los de a pie; y excepto algunos nobles españoles y ultramontanos, parecía
casi desbaratado todo el ejército que precedía a la retaguardia; y tuvieron
grande miedo en sus corazones muchos de los nuestros, no nos hubiese faltado
Dios en aquel día, pero se debe creer fue disposición suya para reprimir la soberbia
de los nuestros, para que viendo delante a los nuestros armados, no atribuyésemos
la victoria que habíamos de conseguir después, a nosotros o a las armas de
nuestra gente y caballos, que eran muchos en nuestros ejércitos, y muy pocas o ningunas
en el de los moros, sino a Nuestro Señor Jesucristo y a su cruz, a quien habían
ellos hecho ultraje, y que llevaban los nuestros sobre el pecho, para que
fuesen, como dice el Apóstol, llevando su deshonor fuera del campo, con el cual
vencieron después, sin duda alguna, los nuestros.
Viendo
nosotros huir a los cristianos, empezamos a discutir por el ejército exhortando
a los que huian a que se detuvieran; y aunque los serranos huían con otros
muchos, permaneciendo firme la retaguardia, y acometiendo con grandísimo esfuerzo
los reyes a los moros, cada uno con su trozo, se detuvieron algunos a nuestra
exhortación, y volvieron otros a la pelea, de manera que no solo fueron rechazados
los moros que venían siguiendo a los nuestros, sino también desbaratados y
muertos por los del escuadrón fuerte. Y desde entonces juyó irremediablemente
todo el ejército con el Miramamolín su rey que se había retirado antes; y aun
se asegura que, previniendo podría ser vencido, había la noche antecedente
enviado delante de si en acémilas y camellos las riquezas inestimables que
tenía.
Los
nuestros fueron siguiendo a los moros que huían por en medio de sus tiendas, de
que, si no es allí, no habían visto nunca tantas juntas, aunque derribadas
todas por el suelo; y los fueron siguiendo cuatro leguas largas, matando
tantos, que pasaban de sesenta mil los que fueron muertos en la batalla o en el
alcance; y lo que es más de admirar, juzgamos no murieron cincuenta de los
nuestros.
Halláronse
en tres o cuatro diferentes lugares tantas lanzas, aunque quebradas todas, que
causó grande admiración a cuantos las vieron; y también se hallaron algunas
arquillas llenas de saetas y cuadrillos en tanta cantidad, que aseguran muchos
no pudieran podido llevarlas todas dos mil acémilas.
Bendito
sea por todo nuestro Señor Jesucristo, que por su misericordia ha dado en
nuestros días, durante el poticificado del señor Papa Inocencio, victoria a los
cristianos católicos de tres géneros de hombres desenfrenados y enemigos de su
santa Iglesia, es a saber, de los cismáticos orientales, de los herejes
occidentales, y de los sarracenos meridionales. Por tantos bienes, pues, y por
tantas mercedes como nos ha dicho aquel, que sin arrepentirse después, da a
todos en abundancia, démosle las gracias que pudiéramos, ya que no todas las
que merece. Sucedió esta batalla el año del señor 1212, a 16 de julio, el lunes
antes de la fiesta de la Magdalena en las Navas de Tolosa, porque había allí
cerca un castillo de moros llamado Tolosa, el cual, gracias a Dios, está
reducido ahora debajo del Poder de los cristianos, para que lo sepan, y teman
lo propio los herejes tolosanos, si no se arrepienten.
Escribió
así, Arnau Aymerich.
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