BUSTO DE AUGUSTO |
En el año 8 d.C., el poeta Ovidio recibió una orden fulminante del emperador Augusto: debía abandonar Roma de inmediato y marchar a la última frontera del Imperio, una fortaleza del mar Negro llamada Tomis (la actual ciudad rumana de Constanza). Ovidio pasaría los últimos años de su vida en aquel territorio «bárbaro», y en sus poemas se quejaba de que, pasados los cincuenta, debiera vivir junto a gentes que hablaban una lengua incomprensible, sufriendo durísimos inviernos y expuesto constantemente a las incursiones de las tribus vecinas. A cada momento le pedía a Augusto permiso para volver, pero el emperador se mostró inflexible, al igual que Tiberio, su sucesor, y el poeta murió sin poder ver de nuevo su añorada Roma.
Aún hoy no se sabe exactamente qué provocó la caída en desgracia de Ovidio, pero parece ser que una de las razones fue que sus libros de poemas no habían gustado al emperador. Aquellos libros, publicados en su juventud, habían hecho de Ovidio una celebridad en Roma, e infinidad de lectores habían seguido la historia, relatada en los Amores, de la relación del poeta con la bella y traicionera Corinna, o se habían zambullido en el Arte de amar, un manual de seducción de tono muy explícito, con consejos tanto para ellos –«no olvidar el cumpleaños de la amada», «no preguntar por la edad»– como para ellas, a las que se instruía en el maquillaje que debían ponerse y los gestos más efectivos para captar a su presa.
Pero desde entonces la situación había cambiado. Augusto, al consolidar su poder como emperador, había intentado imponer unos valores «conservadores»: los de la clásica familia romana, basada en el modelo de esposa y madre intachable que él enaltecía, y del que las mujeres de la época, a su parecer, se alejaban de manera tan radical que suponían un peligro para la comunidad. Esto es lo que hacía tan peligrosa la obra de Ovidio: enseñando a las mujeres cómo cultivar su belleza y cómo seducir a sus amantes podía favorecer la tendencia femenina a disfrutar de la vida y a actuar con una independencia contraria al modelo de la familia patriarcal tradicional.
El emperador, sin duda, tenía una visión muy determinada del papel de la mujer en la sociedad. Así lo puso de manifiesto en 18 a.C., cuando él mismo se presentó en el Senado y leyó entero un discurso pronunciado más de un siglo antes por el censor Quinto Metelo Macedónico. En él se decía: «Si nosotros, ¡oh Quirites [ciudadanos]!, pudiéramos vivir sin mujeres, ninguno de nosotros, sin duda, aceptaría el fastidio del matrimonio. Pero como la naturaleza ha querido que no se pueda vivir con las mujeres sin tener problemas, y también ha querido que no se pueda vivir sin ellas, es necesario que nos preocupemos por la tranquilidad perpetua, en lugar de hacerlo por el placer de corta duración». La conclusión de Metelo era que los ciudadanos varones debían guardarse de la influencia femenina, pero a la vez debían casarse y tener con sus esposas numerosa descendencia para así reforzar el poder de la ciudad. Lo mismo pensaba Augusto, y con ese objetivo promulgó las llamadas leyes Julias. Una de ellas, la lex Iulia de maritandis ordinibus, imponía a todos los ciudadanos varones entre los 25 y los 60 años la obligación de casarse, aunque siempre dentro de una misma clase social. La «ley para reprimir los adulterios» (lex de adulteriis coercendis), por su parte, buscaba reforzar los valores morales de la familia castigando severamente toda infracción del vínculo matrimonial.
Esta última ley es muy reveladora de la política de Augusto. En virtud de ella se castigaban como «adulterio» todas las relaciones extraconyugales que pudiese mantener una mujer, aunque fuese soltera o viuda, con la única excepción de las prostitutas y las alcahuetas. La ley supuso un profundo cambio en la manera de enfrentarse a los delitos sexuales. Durante siglos, el castigo de estos delitos se había confiado a las propias familias, concretamente a la autoridad del pater familias, el cual podía decidir incluso la ejecución de los culpables sin rendir cuentas ante nadie. Con Augusto, en cambio, estos delitos se convertían en un crimen, esto es, en un delito público que era juzgado por un tribunal específico (quaestio de adulteriis).
La acusación podía presentarla no sólo el marido o el padre de la mujer culpable, sino cualquier ciudadano particular. Además, el marido que no denunciaba a su mujer podía ser denunciado a su vez por lenocinio, es decir, por inducción a la prostitución, lo que era una forma de forzarlo a llevar el caso ante la justicia. La pena contra los culpables de adulterio era el destierro a una isla, la relegatio in insulam, aunque se establecía prudentemente que hombre y mujer debían ser desterrados a islas distintas. También se fijaban importantes sanciones patrimoniales.
Mediante esta ley, Augusto confiaba en restablecer la antigua moral y dar impulso a la natalidad, pero el resultado de su iniciativa fue un fracaso absoluto. La ley de represión de los adulterios fue, quizá, la más desafortunada de las que promulgó Augusto, porque prácticamente no se aplicó. Según un cálculo reciente, las denuncias por adulterio y las condenas por este crimen bajo la dinastía Julio-Claudia, durante casi un siglo, habrían sido tan sólo veintiuna en total.
Podría pensarse que la ley empezó a fracasar con Augusto y su familia. El comportamiento del emperador no era en absoluto ejemplar: los romanos se hacían lenguas de sus aventuras, incluso con las esposas de sus ministros –fue muy sonado el affaire con Terencia, esposa de Mecenas–. Peor aún fue el caso de su hija Julia, tan extraordinariamente licenciosa que se convirtió en una de las pocas víctimas de la ley de adulteriis y Augusto decidió desterrarla a la isla de Pandataria (actualmente Ventotene). A su nieta, llamada también Julia, se la acusó asimismo de llevar una vida escandalosa; incluso se ha dicho que el destierro del poeta Ovidio se debió a que había ofrecido su casa a Julia para un encuentro amoroso.
Sin embargo, la razón última del fracaso de la ley residió en la resistencia de la gran mayoría de romanos, que no aceptaban la pretensión del Estado de establecer las reglas de su vida privada. Las grandes familias romanas habían seguido siempre el principio de que los trapos sucios se lavan en casa y no podían aceptar una ley que violaba su autonomía familiar. De hecho, el mismo Augusto tenía esta mentalidad y no puso gran empeño en aplicar la ley que él mismo había promulgado. Según cuenta el historiador Dión Casio, cuando el Senado le pidió que interviniese con mayor decisión en el problema de la inmoralidad pública, respondió: «Dad vosotros mismos a vuestras mujeres los consejos y las órdenes que consideréis necesarios: es lo que hago yo con la mía».
Los romanos no sólo rechazaban de la ley lo que tenía de intromisión: también temían que causara disensiones entre ellos. En efecto, si denunciaban a una mujer perteneciente a otra familia, los miembros de aquella familia se vengarían denunciando a una mujer de la suya; la necesidad de vengar las ofensas sufridas era, en efecto, parte integrante de la cultura de la época.
La ley contra los adulterios tuvo una consecuencia sorprendente. Según cuentan historiadores y cronistas del período, numerosas mujeres romanas empezaron a declarar que ejercían el oficio de prostitutas y fueron a registrarse en las listas correspondientes, para así escapar a los castigos de la ley contra los adulterios, que no afectaba a las prostitutas y a las alcahuetas. A primera vista podría pensarse que esta solución extrema era la única que les quedaba a las mujeres para escapar a la ley. Pero la realidad no era ésa. Las fuentes demuestran que quienes más explotaron este recurso fueron mujeres de clases sociales altas, de rango senatorial o ecuestre: mujeres, pues, que en realidad no tenían nada que temer de la ley, porque con casi toda probabilidad no habrían sido denunciadas.
La declaración de ejercer la prostitución o el lenocinio, en resumen, no parece que fuese dictada por el temor a exponerse a la dureza de la ley, sino más bien por el deseo de realizar un acto de provocación explícita, una especie de bravata o gesto de desobediencia civil para mostrar de forma pública y notoria la hostilidad de la buena sociedad romana respecto a las nuevas normas. Los emperadores entendieron perfectamente el mensaje; de ahí que, según Suetonio, Tiberio enviara al exilio a todas las damas que apelaron a este tipo de recurso; o que prohibiera ejercer la prostitución a las mujeres de rango ecuestre, decisión tomada, según Tácito, después de que en la lista de las prostitutas se inscribiera una tal Vistilia, que precisamente pertenecía a esa clase.
Si la ley no funcionaba, sí lo hacían las sanciones sociales. Funcionaban las críticas, la marginación y la vergüenza que afectaban a las mujeres cuya vida no se correspondía con el modelo de Augusto, representado por la modestísima emperatriz Livia: aquella Livia que tejía personalmente las telas con las que se confeccionaba la ropa de su marido
y que encarnaba a la perfección, al menos en apariencia, el ideal de la matrona romana.
FUENTE-Eva Cantarella. Profesora de Derecho Griego y Romano. Universidad de Nueva York
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