RELOJ ASTRONÓMICO |
Algo pasó en el atrasado Viejo Continente durante los siglos XIV y XV para que en unas décadas se fabricasen numerosos relojes mecánicos en Europa central y occidental. Aún hoy se pueden admirar muchos de esos mecanismos, que alcanzaron niveles de perfección sorprendentes. En 1344, Padua ya había instalado un reloj público, y Génova, Bolonia y Ferrara construyeron los suyos en 1353, 1356 y 1362 respectivamente. En 1359, la catedral de Chartres disponía de dos relojes como signo de prestigio y magnificencia, y Lyon se dotó del suyo en 1383. La pasión por estos ingenios se extendió por las islas Británicas, donde en 1392 se instaló un reloj en la catedral de Wells, alcanzó el Báltico alemán, donde en 1379 Rostock erigió un reloj (hoy perdido), y prendió en ciudades situadas tan al norte como Lund, en Suecia, que tuvo su reloj en 1424, o ubicadas tan al este como Olomuc, en Moravia, que en 1420 también disponía de reloj. La pasión por los relojes no era el resultado de un interés más amplio por las artes mecánicas. Aquel Occidente relojero no era muy diestro en la obtención y el uso del metal, y solo mostró interés por la construcción de piezas de artillería, además de por la fabricación de relojes. Entonces, ¿de dónde procedía semejante interés por la relojería?
En el siglo X, Europa contaba poco en cuanto a habilidades tecnológicas, ámbito que dominaban dos civilizaciones: la china y la islámica. En una época tan temprana como el siglo IX, una embajada del califa Harun al-Rashid ofreció al emperador Carlomagno un reloj mecánico que despertó suficiente admiración como para ser registrado de forma detallada en los anales.
En el Imperio chino, fecundo y creativo, se creó uno de los relojes más perfectos de aquellos tiempos. Los astrónomos chinos concibieron la idea de fabricar un mecanismo que reprodujera el tiempo de los cielos, y entre los siglos X y XI se idearon varios prototipos. El más famoso fue el reloj de Su Song, construido en 1094 y cuyo funcionamiento dejó maravillados a todos los contemporáneos. Esos ingeniosos artefactos combinaban el conocimiento de las artes mecánicas y el saber en astronomía de la sociedad china, acostumbrada a interesarse por el comportamiento de los cielos. Se podría pensar que el arte de la relojería se transmitió a Occidente de la misma forma que la fabricación de pólvora o el desarrollo de la industria del papel, a través de la Ruta de la Seda. Pero esto no sucedió: los relojes fueron una innovación occidental.
En realidad, los relojes chinos y los árabes fueron el último estadio evolutivo de una especie que colapsó: la de las clepsidras, que utilizaban el flujo del agua para medir el tiempo. Se las podría comparar con los enormes dinosaurios que fueron los últimos de su especie. Probablemente los relojes astronómicos chinos fueron clepsidras gigantes con reguladores hidráulicos, como muestran los dibujos conservados, y se fabricaron como mecanismos casi únicos al servicio de los emperadores. En cambio, los relojes europeos no nacieron para expresar el tiempo de los astros y del emperador, sino para medir el tiempo de los hombres.
El acicate de las innovaciones tecnológicas estuvo relacionado con dos acontecimientos culturales europeos: el desarrollo de las órdenes religiosas, en especial del Cister, y el nacimiento de ciudades industriosas, islas de innovación en un mar feudal. Los monjes y los habitantes de las ciudades, los burgueses, debían atender a horarios que no podían regularse con la puesta y la salida del sol. Necesitaban medir tiempos intermedios de forma precisa.
En los monasterios se inventaron mecanismos que ayudaron a los monjes a conocer con precisión las horas de los rezos durante el día y la noche, y es en ese marco donde cabe imaginar que en torno al año Mil nacieran los primeros relojes mecánicos. Desde el siglo X, con el nuevo impulso que el comercio y las manufacturas imprimieron a la vida urbana en Occidente, las ciudades adquirieron gran prosperidad e impulsaron la construcción de relojes mecánicos que permitían regular los trabajos urbanos.
En monasterios y ciudades el ritmo de trabajo era artificial, a diferencia de lo que ocurría en el campo, cuyo ritmo de trabajo era natural, regido por la trayectoria del sol. Y un ritmo de trabajo artificial debía medirse con un tiempo artificial y un mecanismo que no tenía por qué emular el ritmo de los astros. Así surgió en Occidente el reloj mecánico, que se convertiría en el representante más genuino de su filosofía de la vida y de su filosofía económica, introduciendo valores nuevos como la precisión y la eficacia.
Aunque los monasterios fueron la cuna del reloj mecánico, éste llegó a la mayoría de edad en las ciudades. La actividad de los mercaderes y el trabajo de los artesanos necesitaban una regulación. Las campanas fueron los primeros objetos utilizados para ello. Cada campana tenía su timbre y volumen característico, y las ciudades se inundaron de campanas que marcaban las diferentes horas con su repiqueteo. Las había en las iglesias y también en los lugares de trabajo, donde señalaban el comienzo y el fin de la jornada; otras anunciaban la apertura y el cierre de las puertas de la ciudad. Cada día las urbes se poblaban del sonido de campanas y cada tañido daba cuenta de una actividad.
A la vez que se construían campanas y campanarios, se fabricaron mecanismos capaces de mover aquellos carillones, y tales artilugios, que importaron la tecnología de los monasterios, fueron los precedentes de los relojes mecánicos.El objeto de estos primitivos relojes era «dar la hora» con el sonido de una campana; de ahí que el término inglés clock, «reloj», sea muy cercano al alemán glocke y al francés cloche, que significan «campana». Para cumplir esta función, se desarrolló una tecnología nueva que no se basaba en el fluir del agua, sino en la acción de un peso que cuelga de una cuerda enrollada en un eje: cuando el peso se halla en lo más alto del recorrido, tira de la cuerda y al desenrollarla mueve el mecanismo asociado al vástago. Esa clase de mecanismo tenía el mismo problema que las clepsidras: en caso de no ponerles freno, pesos y corrientes de agua movían el mecanismo de forma continua y a veces acelerada. El tiempo era un fluir continuo, pero para construir el reloj era necesario cortarlo, convertirlo en una sucesión de fragmentos: las unidades de tiempo que ahora llamamos minutos y segundos.
Para frenar ese flujo continuo se necesitaba un regulador o escape del que ya disponían las grandes clepsidras de Su Song, aunque en el caso de los nuevos relojes de pesas se ideó un sistema oscilante que frenaba y liberaba la caída del peso. El invento del escape, la pieza que regulaba el movimiento de aquellos primeros ingenios, hizo posible construir relojes que al principio eran muy pesados y se alojaban en torres especiales. Pero también permitió que poco a poco se idearan mecanismos de menor volumen. La historia del reloj es parte de la historia de la miniaturización: los pesos se sustituyeron por muelles, los relojes pasaron de las torres a las habitaciones, después a los aparadores de las casas, luego a los bolsillos de sus poseedores y finalmente a las muñecas de su propietario. Es difícil imaginar un recorrido semejante para las magníficas clepsidras chinas.
Este proceso de miniaturización estuvo acompañado por el interés en mejorar la precisión; si la campana debía sonar a una hora convenía que fuera lo más exacta posible. Los mecanismos basados en las pesas o en los muelles, desarrollados a partir del siglo XV, resultaron ser mucho más dúctiles a la hora de mejorar la precisión de su funcionamiento. Mientras, en las catedrales y los edificios civiles más orgullosos de Europa se construían fantásticos relojes astronómicos que mostraban el curso de los cuerpos celestes. Cuando los jesuitas, encabezados por Mateo Ricci, llegaron a China a finales del siglo XVII, los únicos regalos que sorprendieron a sus sofisticados gobernantes fueron los relojes mecánicos con campanas que tocaban solas.
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