En el año 201 a.C., Escipión «llegó a Roma tras recorrer una Italia no menos feliz por la paz que por la victoria, no sólo con ciudades desbordadas por tributarle honores, sino también con una multitud de rústicos que bordeaba los caminos, y entró en la ciudad en medio del más imponente de los triunfos. Llevó al erario 123.000 libras de plata y repartió entre los soldados 400 ases». La euforia de los romanos, tal como la relataba el historiador Tito Livio, estaba plenamente justificada. Con su victoria unos meses antes sobre el ejército de Aníbal en Zama, a las afueras de Cartago, Escipión había puesto fin a la segunda guerra púnica, una durísima contienda que durante más de quince años puso a prueba como nunca en el pasado la fuerza y la capacidad de resistencia de la capital del Lacio. Ocupada Cartago, con Aníbal exiliado en la corte de Antíoco III de Siria, Roma se convertía en dueña indiscutible del Mediterráneo occidental y los ciudadanos recibían con alborozo el extraordinario botín del general victorioso.
Para los romanos, Escipión era sin duda el hombre del momento, y enseguida empezó a recibir las debidas recompensas. De entrada, en el cortejo triunfal iba un senador portando el gorro de liberto, como reconocimiento al gran libertador. Los soldados y el pueblo le concedieron asimismo el sobrenombre de Africano; como recuerda Tito Livio, Publio fue «el primer general en ser distinguido con el apelativo del pueblo vencido por él». Escipión fue también nombrado censor en el año 199 a.C., y años más tarde recibiría el título de princeps senatus, «el primero de los senadores», que ostentaría prácticamente hasta su muerte. A partir de entonces, el vencedor de Zama ejerció una influencia determinante en las discusiones del Senado, pues tenía el privilegio de ser el primero en emitir sus dictámenes, orientando así la decisión final. Sus seguidores, mientras tanto, ocupaban gran parte de las altas magistraturas de la República, empezando por el consulado.
Escipión tenía una visión clara de lo que debía ser el futuro de Roma. Para él, la conquista de Cartago no era el final, sino una etapa más en la expansión romana por todo el Mediterráneo. Por ello, nada más ser nombrado cónsul en el año 194 a.C., defendió la necesidad de una nueva guerra contra el rey de Siria, Antíoco III. Las operaciones comenzaron en el año 190 a.C., cuando era cónsul Lucio Escipión, hermano menor del Africano. Con Lucio como comandante y Publio como legado, el ejército romano obtuvo una memorable victoria en la batalla de Magnesia (190 a.C.), que supuso la anexión de gran parte de Anatolia.
Las numerosas conquistas que las legiones de Roma realizaron en esos años en la cuenca del Mediterráneo, desde Hispania hasta Siria, no sólo extendieron las fronteras del dominio romano, sino que también aportaron a la urbe un aluvión de riquezas en forma de botín de guerra. Este enriquecimiento produjo un fuerte impacto en la conciencia de los romanos. Antaño ciudad austera dedicada a la agricultura y la guerra, Roma asistía ahora a una escalada de la opulencia o, como lo denominaban los mismos romanos, de la luxuria, el lujo, con la importación de toda clase de refinamientos tomados del mundo griego y oriental, como los banquetes amenizados por músicos, la cocina sofisticada, la literatura… Para muchos romanos, estos cambios eran una forma de corrupción moral y de adopción de un estilo de vida extranjero, el de los griegos. Contra esta evolución reaccionó la facción tradicionalista, de aristócratas aferrados al solar y a las propiedades itálicas, que veían con recelo la política imperialista y la influencia griega y reivindicaban los antiguos valores de Roma. Para ellos, el culpable de la transformación que estaba sufriendo su ciudad tenía un nombre: Escipión. Y contra él y sus allegados decidieron poner en marcha una ofensiva legal.
Escipión ya había sido en el pasado objeto de acusaciones. Cuando preparaba la expedición contra Cartago, el Senado inició una investigación contra Pleminio, el propretor que había permitido el saqueo de la ciudad de Locri, en el sur de Italia, que los romanos habían reconquistado a los cartagineses. Fabio Cunctator, el general que lideró al inicio la guerra contra Aníbal y que sería gran rival de Escipión, le responsabilizó también de lo ocurrido en Locri por no saber mantener el orden en su ejército: «Escipión había nacido para corromper la disciplina militar y lo mismo había pasado en Hispania […] Se mostraba indulgente con el libertinaje de los soldados y al mismo tiempo cruel con ellos». Fabio también acusó a Escipión del peor de los pecados para un patricio: dejarse contaminar por las costumbres vergonzantes de los griegos. En efecto, durante sus campañas en el sur de Italia y Sicilia (territorios muy helenizados), Escipión «iba con un manto griego y con sandalias al gimnasio, dedicaba tiempo a leer y a la palestra».
Fabio fracasó en su ataque, pero tras la batalla de Magnesia la ofensiva del bando tradicionalista se renovó, animada ahora por Catón el Censor, que se revelaría como el enemigo más encarnizado de Escipión. Varios generales próximos al Africano fueron acusados de enriquecerse durante las campañas en Oriente y se les negó el privilegio de celebrar un triunfo.
Los ataques llegaron hasta Lucio Escipión, al que se le imputó haber distraído 500 talentos del total de 3.000 que Antíoco III de Siria había pagado a Roma como indemnización. Su hermano mayor reaccionó con indignación. Según Tito Livio, el Africano pidió a Lucio que trajera los libros de cuentas a la curia y los rompió ante los instructores, instándoles a que encontraran la respuesta ellos mismos. Le parecía inconcebible que reclamaran a su hermano 500 talentos cuando él había ingresado 15.000 en el erario público. Aun así, Lucio fue arrestado hasta que pagó una desorbitante multa.
El propio Africano fue también acusado. Se dijo que se había dejado sobornar por Antíoco, como demostraría el hecho de que éste le devolvió a su hijo, capturado en campaña, sin que mediara ningún pago de rescate. Dos tribunos de la plebe, llamados ambos Quinto Petilio, convocaron al general a juicio ante la asamblea de las tribus en el foro romano, alegando que nadie, por importante que fuera, podía sustraerse a la ley. Cuenta Tito Livio que Escipión acudió al tribunal acompañado por una multitud de ciudadanos de todas las clases. Invitado a defenderse desde los Rostra, la tribuna de los oradores, en vez de responder a las acusaciones pronunció un complaciente discurso en el que glosaba sus gestas. Eso no impidió que los tribunos enumeraran a continuación los cargos, afirmando que el propósito de Escipión al hacer la guerra contra Antíoco era demostrar que «un solo hombre era la cabeza y el sostén del Imperio romano». Las victorias de Escipión, sus títulos y sus embajadas con monarcas y dioses lo convertían, pues, en sospechoso de querer comportarse él mismo como un rey.
En el segundo día del juicio, Escipión volvió a subir a la tribuna rostral. Esta vez recordó que ese día se cumplía el aniversario de la batalla de Zama y anunció que había decidido ir a dar gracias por ello a Júpiter, Juno y Minerva, la tríada de dioses a la que estaba dedicado el gran templo de la colina Capitolina. En un palmario gesto de desprecio hacia los tribunos, Escipión, «acompañado por el pueblo de Roma, hizo un recorrido por todos los templos de los dioses, no sólo en el Capitolio sino en toda la ciudad. Aquella jornada casi superó en favor popular y justo reconocimiento a su grandeza al día en que hizo su entrada en Roma celebrando su triunfo sobre el rey Sífax y los cartagineses».
Como escribió el mismo Tito Livio, aquel fue «el último día de gloria» en la vida de Escipión. Previendo que el juicio le sería desfavorable, el Africano aprovechó un aplazamiento para retirarse a su finca de Literno, cerca de Nápoles, pretextando que estaba enfermo.
Ante la marcha de Escipión, los tribunos Petilios propusieron ir en su busca para juzgarlo, pero otros preferían aceptar la excusa de la enfermedad y suspender de una vez el proceso. Entonces tomó la palabra el tribuno Tiberio Sempronio Graco, enemigo personal de Escipión y del que se esperaba una actitud contundente contra éste. Sin embargo, para sorpresa de todos, Graco recordó a los presentes todo lo que había hecho el Africano por Roma y afirmó que sería una deshonra para los romanos condenar a su benefactor. «¿Va a estar aquí a vuestros pies, tribunos, el gran Escipión, conquistador de África? ¿Para esto capturó a Sífax, derrotó a Aníbal, hizo a Cartago tributaria nuestra, obligó a Antíoco a retirarse? ¿Nunca llegarán los varones preclaros a una ciudadela segura donde su ancianidad descanse libre de ataques?», proclamó.
Escipión murió en su villa de Literno poco después: «¡Patria ingrata, ni siquiera posees mis huesos!», rezaba su epitafio, según Valerio Máximo. Séneca elogiaría este final de forma un tanto grandilocuente: «Considero en él más admirable cuando abandonó la patria que cuando la defendió. El asunto llegaba a tal extremo que, o la libertad perjudicaba a Escipión, o Escipión perjudicaba a la libertad, de modo que, o Escipión debía estar en libertad, o Roma». Y pone en boca de Escipión estas palabras: «Sírvete, oh patria, de mis beneficios sin mi presencia. He sido para ti la causa de la libertad, seré también la prueba de que la tienes: me marcho si me he encumbrado más de lo que a ti te conviene».
FUENTE- Pedro Ángel Fernández Vega. Doctor en Historia Antigua