CURIOSIDADES:
Este es el testimonio de un participante de esta batalla acontecida en el 8 de febrero de 1807 en la actual Ilawka, anteriormente Eylau, entre las fuerzas rusas y las fuerzas de Napoleón. Su protagonista, el general francés barón de Marbot.
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NAPOLEON EN EL CAMPO DE BATALLA DE EYLAU POR ANTOINE JEAN GROS |
El
8 de febrero por la mañana, la posición de los dos ejércitos era la siguiente:
los rusos tenían Serpallen a su izquierda; su centro ante Auklapen, su derecha
en Schmoditten, y aguardaban ocho mil prusianos que debían presentarse en
Althoff y formar su extrema derecha. El frente de la línea enemiga estaba
cubierto por quinientas piezas de artillería de la que la menos había un tercio
de gran calibre. La situación de los franceses era mucho menos favorable pues
no habiendo llegado todavía sus dos alas, el Emperaodr sólo tenía, al comenzar
la acción, una parte de las tropas con las qué había contado para dar la
batalla. El cuerpo del mariscal Soult fue colocado a la derecha, que era la izquierda
de Eylau; la guardia en esta ciudad; el cuerpo de Augereau estaba entre
Rotchenen y Eylau, frente a Serpallen.
El
enemigo formaba, como se ve, un semicírculo alrededor de nosotros, y los dos
ejércitos ocupaban un terreno en el que hay numerosos pantanos, pero la nieve
los cubría.
Ninguno
de los dos bandos se dio cuenta de ello ni disparó proyectiles a rebote para
romper el hielo, lo que habría llevado a una catástrofe semejante a la que tuvo
lugar en el lago Satschan, al final de la batalla de Austerlitz.
El
mariscal Davout, que esperábamos a nuestra derecha, hacia Molwitten, y Ney, que
había de formar nuestra izquierda por la parte de Alhoff no había parecido aún
cuando, al apuntar el día, hacia las ocho aproximadamente, los rusos comenzaron
el ataque con una preparación artillera de las más violentas, a la que nuestra
artillería, aunque menos numerosa, respondió con tanta mayor ventaja cuando
nuestros artilleros, mucho más informados que los del enemigo, apuntaban a
masas humanas sin parapetar, mientras la mayoría de los proyectiles rusos se
estrellaban contra las paredes de Rothenen y Eylau. Una fuerte columna enemiga
avanzó pronto para tomar esta última población; fue vivamente rechazada por la
guarida y por las tropas del mariscal Soult.
El
emperador supo entonces, con alegría, que desde el campanario se veía acercarse
el cuerpo de ejército de Davout, llegando por Molwitten y marchando sobre
Serpallen, de donde expulsó a la izquierda de los rusos, que rechazó hasta
kalein – Sausgarten.
El
mariscal ruso Benningsen viendo su izquierda derrotada y su retaguardia
amenazada por el audaz Davout, decidió aplastarle llevando contra él una gran
parte de sus tropas. Entonces, Napoleón quiso impedir este movimiento haciendo
una diversión sobre el centro enemigo y mandó a Augereau ir a atacarlo, aunque
preveía la dificultad de esta operación.
Pero
hay en los campos de batalla circunstancias en que es preciso saber sacrificar
algunas tropas para salvar le mayor número y asegurar la victoria. El general
Corbineau, ayudante de campo del Emperador, fue muerto junto a nosotros de un
cañonazo en el momento en que llevaba a Augereau la orden de marchar. Este
mariscal, pasando con sus dos divisiones entre Eylau y Rothenen, avanzó
fieramente, contra el centro de sus enemigos, y ya la catorceava línea de
nuestra vanguardia se había apoderado de la posición que el Emperador había
ordenado tomar y conservar a toda costa, cuando las numerosas piezas de grueso
calibre que formaban semicírculo en derredor de Augereau lanzaron una lluvia de
obuses y metralla tal, que no la hay semejante en memoria humana.
En
un instante nuestras dos divisiones fueron machacadas bajo esa lluvia de
hierro. El general Desjardins murió, el general heudelet fue gravemente herido.
No obstante, se resistió firmemente hasta que, habiendo quedado casi enteramente
destruido el cuerpo de ejército, fue forzoso transportar lo que quedaba cerca
del cementerio de Eylau, excepto la línea 14 que, totalmente rodeada de
enemigos, permaneció sobre el montículo que ocupaba. Nuestra situación era
tanto más enfadosa por cuanto un viento muy violento nos lanzaba al rostro una
nieve muy espesa que impedía ver más de quince pasos de distancia, de manera
que varias baterías francesas dispararon sobre nosotros junto con las enemigas.
El mariscal Augereau fue herido por un vizcaíno.
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SIMON FORT PINTÓ UNA DE LAS CARGAS DE CABALLERIA MÁS GRANDE DE LA HISTORIA EN EYLAU |
No
obstante, el sacrificio del 7º cuerpo había producido un buen resultado, pues
no sólo el mariscal Davout, desembarazado por nuestro ataque, había podido
mantener sus posiciones sino que se había apoderado de Klein – Sausgarten y
había llevado su vanguardia hasta Kuschitten, sobre la retaguardia enemiga. Fue
entonces cuando el Emperador, queriendo dar el gran golpe, hizo pasar entre
Eylau y Rothenen noventa escuadrones mandados por Murat.
Estas
terribles masas, cargando sobre el centro de los rusos, lo hunden, lo sablean y
lo ponen en el mayor desorden. El valiente general D’Hautpoul murió en el
choque al frente de sus coraceros, como el general Dahlmann, que había sucedido
a Morland en el mundo de los cazadores de la Guardia. El éxito de nuestra caballería
aseguraba la victoria en la batalla.
En
vano ocho mil prusianos que habían escapado a la persecución del mariscal Ney,
entrando por Althoff, intentaron un nuevo ataque dirigiéndose, no se sabe por
qué, a Kuschitten, en vez de marchar sobre Eylau; el mariscal Davout los
rechazó, y al llegar el cuerpo de Ney que apareció al caer el día en
Schmoditten, haciendo temer a Benningsen quedarse con las comunicaciones
cortadas, ordenó este últimoi la retirada hacia Koeningberg dejando a los
franceses dueños de aquel horrible campo de batalla, cubierto de cadáveres y de
moribundos. Desde la invención de la pólvora no se habían visto tan horribles
efectos, pues, considerando los efectivos que combatieron en Eylau, es de todas
las batallas antiguas y modernas aquella cuyas pérdidas fueron mayores
relativamente.
Los
rusos tuvieron veinticinco mil hombres fuera de combate, y aunque se haya
rebajado a diez mil el número de franceses heridos por el hierro o el fuego, lo
evalúo al menos en veinte mil hombres. ¡El total para los dos ejércitos fue,
pues, de cuarenta y cinco mil hombres, de los que murieron más de la mitad!
El
cuerpo de ejército de Augereau estaba casi enteramente destruido. De quince mil
hombres al principio de la acción sólo le quedaban tres mil, mandados por el
teniente coronel Massy: el mariscal, todos los generales y todos los coroneles
habían sido heridos o muertos.
Cuesta
trabajo comprender por qué Benningsen, sabiendo que Davout y Ney estaban aún en
retaguardia, no aprovechó su ausencia para atacar la población de Eylau al
apuntar el día, con las numerosísimas tropas del centro de su ejército, en vez
de perder un tiempo precioso cañoneándonos pues la superioridad de sus fuerzas
le había convertido, ciertamente, en dueño de la ciudad antes de llegar Davout,
y el Emperador hubiese sentido entonces haber avanzado tanto en vez de
fortificarse en la meseta de Ziegelhof para esperar la llegada de sus alas, tal
como lo había proyectado la víspera.
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SITUACIÓN DEL CAMPO DE BATALLA LA MAÑANA DE 8 DE FEBRERO |
Al
día siguiente de la batalla, el Emperador mandó perseguir a los rusos hasta las
puertas de koeningsberg, pero habiendo algunas fortificaciones en esta ciudad,
no juzgó prudente atacarla con tropas debilitadas por sangrientos combates,
estando además casi todo el Ejército ruso en Koeningsberg y alrededores.
Napoleón
pasó varios días en Eylau, para recoger a los heridos y reorganizar sus
ejércitos. El cuerpo del mariscal Augereau estaba casi destruido y sus restos
fueron repartidos en otros tres cuerpos. El mariscal obtuvo un permiso para
regresar a Francia a curar su herida. El emperador, viendo lejos ya el grueso
del Ejército ruso, estableció sus tropas en guarnición en ciudades, burgos y
pueblos, por el Bajo Vistula. Durante fines de invierno no hubo hechos notables
más que la toma de la plaza fuerte de Dantzig por los franceses. Las
hostilidades en campo abierto no se reemprendieron hasta el mes de junio, como
veremos después.
No
he querido interrumpir aquí la narración de la batalla de Eylau para contaros
lo que me sucedió en este terrible conflicto; pero para que podáis comprender
este triste relato precisa remontarme al otoño de 1805, en que los oficiales
del Gran Ejército hacían los preparativos para la batalla de Austerlitz
completando sus equipos.
Yo
tenía dos caballos buenos, y buscaba otro mejor, un caballo de batalla. La cosa
era difícil, pues aunque entonces los caballos fueron infinitamente menos caros
que hoy, su precio era aún bastante alto y yo tenía poco dinero. Encontré por
fin una mula, llamada Lissetta, que tenía un defecto terrible y felizmente poco
frecuente; mordía como un bulldog y se arrojaba con furia sobre las personas
que le desagradaban, cosa que obligó a M. Finguerlin a venderla.
Era
costumbre, en el Ejército imperial, que los ayudantes de campo se colocasen en
fila, a algunos pasos de su general, y el que estaba en cabeza, marchase el
primero, y volviese a colocarse el último después de cumplir la misión que el
general le ordenaba, a fin de que, partiendo cada cual a su turno
correspondiente, los peligros quedasen equitativamente repartidos.
Un
bravo capitán de ingenieros llamado Froissard, que aunque no era ayudante de
campo servía al mariscal Augereau, hallándose el primero de la fila, fue encargado
de la misión de llevar la orden de ataque al 14º de línea. Froissard partió al
galope y le perdimos de vista entre los cosacos, y le vimos más ni supimos qué
había sido de él.
El
mariscal, viendo que el 14º de línea no se movía, envió a otro oficial llamado
David: tuvo la misma suerte que Froissard; no oímos hablar más de él. Es
probable que los dos quedasen muertos y despojados, y no se los pudo reconocer
entre los numerosos cadáveres de que había quedado cubierto el suelo.
Por
tercera vez, el mariscal llama: “¡El oficial de turno para un mensaje!”¡Me
tocaba a mí, ahora!
Al
verme, presintiendo tal vez la muerte de su antiguo camarada, su ayudante
predilecto, los ojos del buen mariscal se llenaron de lágrimas, pues no podía
disimularse que me enviaba casi a una muerte cierta; pero era preciso obedecer
al Emperador; yo era un soldado; no se podía enviar a uno de mis compañeros en
mi lugar, no yo lo hubiese consentido. Hubiera sido deshonrarme. Y me lancé.
Pero
aunque iba a sacrificar mi vida, creí un deber tomar las precauciones
necesarias para salvarla. Yo había notado que los dos oficiales que partieron
antes que yo llevaban sable en mano, lo que me llevaba a creer que tenían
intención de defenderse contra los cosacos que los atacaban durante el
trayecto; defensa irreflexiva, según mi parecer, pues les había obligado a
detenerse para combatir una multitud de enemigos que habían terminado por
aplastarlos. Me puse, pues, a la tarea con otro plan; dejé mi sable envainado y
me consideré un jinete que quiere ganar un premio de carrera y se dirige lo más
de prisa posible, y por la línea más corta hacia el objetivo indicado, sin
preocuparse de lo que tenga a la derecha o a la izquierda o ante sí. Mi meta
era el 14º de línea y decidí alcanzarlo sin fijarme en los cosacos, que anulé
en mi mente.
Este
plan me salió a pedir de boca. Lissetta, más ligera que un golondrina, volando
más que no corriendo, devoraba el espacio, franqueaba montones de cadáveres de
hombres y caballos, los fosos, los fustes de trincheras rotos, las llamas mal
apagadas de los vivaques. Miles de cosacos dispersos cubrían la llanura. Los primeros
en verme hicieron como cazadores que han visto la liebre; me señalaron unos a
otros con gritos “¡Tuya, tuya!” Pero
ninguno de ellos intentó detenerme, primero por la extrema velocidad de mi
carrera, y también porque, siendo tan numerosos, cada cual creía que no podría
escapar a sus caradas que encontraría luego. De este modo pasé entre todos y
llegué al 14º de línea sin que no ni yo ni mi magnifica mula hubiésemos
recibido el menor arañazo.
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CARGA DE CORACEROS EN EYLAU POR CHARPENTIER |
Encontré
el 14º formado en cuadro en lo alto de la loma; pero como las pendientes del
terreno eran muy suaves, la caballería enemiga había podido dar varias cargas
contra el regimiento francés, el cual, rechazándolas con vigor, estaba rodeado
ahora de un círculo de caballos y dragones rusos muertos que formaban una
especie de parapeto, dejando aquella posición casi inaccesible a la caballería,
pues a pesar de la ayuda de nuestros infantes, tuvo mucho trabajo en pasar por
encima de aquel sangriento y horrible atrincheramiento.
Por
fin estaba dentro del cuadro. Desde la muerte del coronel Savary, muerto en el
paso del Ukra, el 14º estaba mandado por un jefe de batallón. Cuando, entre una
granizada de obuses, transmití a este militar la orden de abandonar la posición
para intentar unirse al cuerpo del ejército, el me hizo observar que la
artillería enemiga, disparando desde hacia una hora sobre el 14º le había
infligido tales bajas, que el puñado de soldados que le quedaba serían
infaliblemente exterminados si bajaban al llano; que tampoco tendría tiempo de
preparar la ejecución de este movimiento puesto que una columna de infantería
rusa se acercaba; estaba ta a cien pasos de nosotros.
“-
No veo medio de salvar el regimiento”, dijo el jefe del batallón, “volved al
lado del Emperador y decidle adiós de parte del 14º de línea que ha ejecutado
fielmente sus órdenes, y llevadle esta águila que nos había dado y que no
podemos defender. ¡Sería demasiado triste morir viéndola caer en manos del
enemigo!”
Y
el comandante me entregó su águila, que los soldados, gloriosos restos de aquel
regimiento intrépido, saludaron por última vez con gritos de “¡Viva el Emperador!”
¡Ellos que por él iban a morir! Era el Cesar, morituri te salutant de Tácito,
pero pronunciado por héroes.
Las
águilas de infantería eran muy pesadas, y su peso estaba aumentado por una
grande, y fuerte asta de madera de encina en la cual se fijaba esa insignia. La
longitud del palo me estorbaba mucho, y como ello, sin su águila, no era ningún
trofeo, decidí con consentimiento del comandante, romperla para llevarme el
águila solo. Pero en el instante en que, desde mi silla de montar, me inclinaba
hacia delante para tener más fuerza en mi operación, una bala de cañón de los
rusos atravesó el pico posterior de mi sombrero, a pocos centímetros de mi
cabeza. Como llevaba un barbiquejo de cuero que me lo ataba fuertemente a la
barbilla, aquello me produjo una sacudida en la cabeza que me atontó, aunque no
caí del caballo. Me salía sangre por la nariz, orejas y ojos; no obstante, aún
oía, observaba, comprendía, aunque mis miembros estuvieron paralizados y me
fuese imposible mover un solo dedo.
Mientras
la columna de infantería rusa que habíamos visto llegaba al montículo. Eran
granaderos, con cascos de metal en forma de mitra. Saturados de aguardiente, en
número infinitamente superior, se arrojaron con furia sobre los débiles restos
del infortunado 14º, cuyos soldados, desde hacía unos días, solo comían patatas
y bebían nieve fundida; y aquel día no habían tenido tiempo de preparar ese
miserable ágape. No obstante, nuestros bravos franceses se defendieron
valientemente a la bayoneta, y cuando el cuadro estuvo hundido, se agruparon en
varios pelotones y sostuvieron largo tiempo aquel desigual combate.
En
este espantoso choque, muchos de los nuestros, a fin de no verse heridos por
detrás, se adosaron a los flancos de mi mula mordedora, que contrariamente a su
costumbre, esta impasible. Si yo me hubiese podido mover, la había llevado
adelante para alejarla de aquel campo de carnicería, pero me era absolutamente
imposible apretar las piernas para transmitir a mi montura mi voluntad. Mi
posición era tanto más espantosa cuanto que, como he dicho, había conservado yo
la facultad de ver y de pensar… No solo se estaban batiendo en derredor mío, lo
que me exponía a recibir un bayonetazo, sino que un oficial ruso que tenía una
cara atroz, hacia constantes esfuerzos para traspasarme con su espada, y como la
multitud de combatientes le impedía llegar hasta mí, me señalaba a sus
soldados, que tomándome por jefe de los franceses, porque era el único a
caballo, disparaban sobre mi por encima de la cabeza de sus camaradas.
Numerosas balas me silbaban en los oídos. Una de ellas me hubiese quitado la
poca vida que me quedaba, cuando un incidente inesperado vino a alejarme de
esta espantosa brega.
Entre
los franceses adosados a mi mula había un furriel, al que yo conocía. Este
hombre, atacado por varios granaderos enemigos, cayó bajo las patas de
lissetta, y se agarró a mi pierna, para intentar levantarse, cuando un
granadero ebrio e inseguro en sus golpes, habiéndole querido rematar, erró el
golpe, perdió el equilibrio, se erguió, y al ver que yo no caía, me atravesó el
brazo izquierdo con la bayoneta. Sentí un placer monstruoso al sentir correr mi
sangre caliente por mi cuerpo helado. El granadero ruso, redoblando su furor,
me daba golpe tras golpe, hasta que a consecuencia de los esfuerzos perdió pie y
cayó. Su bayoneta se hundió en el muslo de mi mula, que devuelta por el dolor a
sus instintos feroces, se precipitó sobre el ruso, y de un bocado le arrancó la
nariz, labios y párpados, toda la piel de la cara, que parecía un cadáver
viviente y enrojecido. ¡Era espantoso verlo¡ después, lanzándose con furia
entre los combatientes, coceando y mordiendo, derribó todo lo que hallaba a su
paso. El oficial enemigo que tan a menudo había tratado de herirme quiso
sujetarla por la brida, pero ella le agarró por el vientre, alzándolo, le llevó
debajo de la loma fuera de la lucha y después de hacerlo trizas a mordiscos y
coces, le dejó moribundo sobre la nieve. Tomando después el camino por donde
había venido, me llevó a galope tendido hacia el cementerio de Eylau. Gracias a
la silla de húsar que yo llevaba, pude mantenerme a caballo, pero me esperaba
un nuevo peligro.
La
nieve caía de nuevo y reinaba gran oscuridad cuando, llegando a Eylau, me
encontré frente a un batallón de la vieja guardia, que desde lejos me tomó por
un oficial enemigo que mandaba una carga de caballería. El batallón entero hizo
fuego sobre mí. Mi capa y mi silla quedaron acribilladas, pero no fui herido,
ni tampoco mi mula, que atravesaba las tres filas del batallón con tanta
facilidad como una culebra atraviesa un seto… Pero este último impulso había
agotado las fuerzas de lissetta, que perdía mucha sangre pues tenía una de las
gruesas venas del muslo cortada. La pobre bestia cayó al fin y yo rodé por el
suelo.
Tendido
sobre la nieve entre los montones de muertos y agonizantes, no pudiendo moverme
de ninguna manera, perdí insensiblemente la consciencia de mi mismo. Me parecía
que me columpiaban dulcemente. En fin, me desmayé, y no bastó a despertarme el
gran estruendo que en aquel instante debieron producir los noventa escuadrones
de Murat, a la carga decisiva, pasando junto a mí o tal vez por encima de mí.
Estimo
que mi desmayo duró cuatro horas, y al reanimarme, he aquí la horrible
situación en que me encontraba; estaba completamente desnudo9, con solo mi
sombrero y mi bota derecha. Un soldado, creyéndome muerto, e había despojado
según costumbre y queriendo quitarme la única bota que me quedaba, me tiraba de
una pierna apoyando su pie sobre mi vientre. Las fuertes sacudidas que me daba
me habían reanimando, logré incorporarme, y escupí unos cuajones de sangre que
me tapaban la garganta. La sacudida producida por el viento del obús me había
producido una equimosis considerable; tenía la cara, los hombros y el pecho
ennegrecidos, mientras la sangre que salió de mi herida en el brazo teñía el
resto de mi cuerpo. Mi sombrero y cabellos estaban llenos de nieve
ensangrentada; mis ojos extraviados sumaban horror a mi aspecto. El soldado se
alejó con mis ropas sin que me fuese posible dirigirle una sola palabra, tan grande
era mi postración. Pero había recobrado mis facultades mentales y mi
pensamiento se dirigía a Dios y a mi madre.
El
sol poniente lanzó algunos débiles rayos entre las nubes; me despedí de él creyendo
verlo por última vez. Si al menos no me hubiesen desnudado, alguno de los
numerosos individuos que pasaban junto a mi hubieran reconocido un oficial en
mi uniforme, y me haría transportar en una ambulancia; pero al verme desnudo,
me confundían con los muchos cadáveres de que estaba rodeado. Y pronto no
habría ninguna diferencia entre éstos y yo. No podía pedir socorro y la noche
se echaba encima, aumentaba el frío….¿Podría soportarlo hasta el amanecer
cuando ya sentía aterirse mis miembros uno a uno?
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EL PROTAGONISTA DE LA HISTORIA EL BARÓN DE MARBOT |
Ya
esperaba morir, pues si un milagro me había salvado entre el espantoso choque
de los rusos del 14º, ¿podría esperar un segundo milagro para salir de la
horrible situación en que me encontraba? Pues el segundo milagro tuvo lugar, y
he aquí cómo. Un ayuda de cámara del mariscal Augereau, a favor del cual yo
había intercedido, para que no fuese castigado por haber dado una mala
respuesta a su amo, y que me estaba agradecido me reconoció… La alegría de
aquel valiente, al que debo la vida, fue extremada. Llamó a mi criado, a
algunos ordenanzas, y me hizo llevar a una granja, donde me frotó el cuerpo con
ron mientras iban a buscar al doctor Raymond. Este llegó, vendó mi herida del
brazo, y declaró que la expansión de la sangre me había salvado.
No
tardé en verme rodeado de mi hermano y de mis camaradas. Dieron algún dinero al
soldado que se había llevado a mis ropas, para que devolviera los despojos;
pero como estaban impregnados de agua y de sangre, el mariscal Augereau me hizo
envolver en ropas de su propiedad. El Emperador había autorizado al mariscal a
ir a Landsberg, pero su herida le impedía montar a caballo; sus ayudantes se
procuraron un trineo en el que habían colocado una carrocería de cabriolé. El mariscal,
que no se decidía a abandonarme, em hizo agregar a su persona, pues yo estaba
demasiado débil para mantenerme sentado.
Antes
de que me relavasen del campo de batalla vi de nuevo a mi pobre lissetta. El
frio, coagulando la sangre de su herida, le había taponado; el animal volvió a
ponerse en pie y comía paja de los vivaques que los soldados habían usado la
noche antes.