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jueves, 26 de junio de 2014

SEPTIMA CRUZADA, LA DERROTA DE MANSURA CARTA DE SAN LUIS REY DE FRANCIA

 CURIOSIDADES:



El rey de Francia Luis Ix emprendió la cruzada con gran ardor la cruzada que el papa Inocencio IV propuso en el concilio de Clermont (1245), aunque el éxito no le acompañó. Primeramente, se apoderó  el 5 de junio de 1249 de Damieta, el 12 de febrero de 1250, sin embargo, el ejército cruzado fue derrotado en Mansura, en el delta del Nilo, y el rey y sus principales jefes fueron hechos prisioneros. Luis IX tuvo que aceptar las condiciones demandadas por los sarracenos, con lo cual lo que se hubiera ganado en la cruzada se perdía. Una vez liberado, y hallándose en Cesarea, San Luis escribió a los nobles, prelados y demás vasallos la carta que narra la derrota, el cautiverio y los pactos con el enemigo.


SAN LUIS PARTE PARTE PARA LA CRUZADA, LA SÉPTIMA, BIBLIOTECA NACIONAL DE PARIS


Esta es la carta:

“Luis, por la Gracia de Dios, rey de Francia, a los que estas presentes vean, salve.


SAN LUIS, REY DE FRANCIA


Deseando con el toda el alma por honor y gloria del Nombre de Dios, proseguir la empresa de la cruzada, hemos juzgado conveniente informaros de que después de la toma de Damieta, que nuestro señor Jesucristo, por su inefable misericordia, había como por milagro entregado al poder de los cristianos, como lo habéis sabido sin duda, según nuestro consejo, partimos de esta ciudad el veinte del último mes de noviembre. Reunidos nuestros ejércitos de tierra y mar, marchamos contra el de los sarracenos que estaba reunido y acampado en el lugar vulgarmente llamado Mansura. Durante nuestra marcha, sostuvimos los ataques enemigos, que sufrieron siempre alguna pérdida bastante considerable. Un día, entre otros, varios del ejército de Egipto, viniendo a atacar a los nuestros, fueron todos muertos. Supimos por el camino que el sultán del Cairo acababa de terminar su desdichada existencia, y que antes de morir había enviado a buscar a su hijo, que quedaba en las provincias de Oriente, había hecho prestar a los principales oficiales de su ejército juramento de fidelidad a este príncipe, y dejado al mando de todas sus tropas a uno de sus emires llamado Fakardin.

En llegando al lugar de que acabamos de hablar hallamos que eran ciertas tales noticias. Estábamos a martes antes de la fiesta de Navidad. No pudimos acercarnos a los sarracenos a causa de una corriente de agua que nos separaba, corriente que separándose en este lugar del gran rio Nilo, se llama rio Tanis. Colocamos nuestro campamento entre los dos, extendiéndonos desde el rio grande hasta el pequeño. Tuvimos allí algunos contactos; muchos enemigos murieron por nuestras espadas, pero más fueron los que se ahogaron en las aguas. Como el Tanis no era vadeable por la profundidad de las aguas y la altura de sus riberas, comenzamos a hacer una calzada para abrir un paso al ejército cristiano. Trabajamos varios días con dificultades, gastos y peligros infinitos. Los sarracenos se opusieron con todas sus fuerzas a nuestros trabajos; alzaron máquinas contra las nuestras; rompieron con piedras y quemaron con sus fuegos griegos las torres de madera que alzábamos sobre la calzada. Habíamos perdido casi toda esperanza de pasar sobre dicha calzada, cuando un tránsfuga sarraceno nos enseñó un vado para atravesar.



CUADRO SOBRE LA SÉPTIMA CRUZADA


Nuestros barones y principales de nuestro ejército se reunieron el lunes antes de ceniza y se convino que al día siguiente, es decir, la víspera de cuaresma, iríamos de mañana al lugar indicado para pasar el rio y una pequeña parte del ejército quedaba guardando el campo. Al día siguiente ordenamos nuestras tropas en batalla y nos dirigimos al vado. Atravesamos el río, no sin correr grandes peligros, pues el vado era más profundo y peligroso de lo que se había dicho. Nuestros caballos tuvieron que pasar a nado; tampoco era fácil salir del río por la elevación de la ribera, que era muy fangosa. Después de atravesar, llegamos al lugar donde estaban preparadas las máquinas de los sarracenos frente a nuestra calzada. Nuestra vanguardia atacó al enemigo y llegaron al pueblo llamado Mansura, matando a cuanto sarraceno encontraban; pero estos dándose cuenta de la imprudencia de nuestros soldados, recobraron valor, los atacaron, los envolvieron y los aplastaron. Allí se hizo gran carnicería de nuestros barones y guerreros, tanto religiosos como los demás. Hemos deplorado, con razón, su pérdida y aún la deploramos. Allí hemos perdido también a nuestro valeroso e ilustre hermano, el conde de Artois, digno de eterna memoria. En la amargura de nuestro corazón recordamos esta pérdida dolorosa, aunque deberíamos mejor alegrarnos pues creemos y esperamos que, habiendo recibido la corona del martirio ha ido a la patria celeste donde goza del premio concedido a los santos mártires. 

Aquel día los sarracenos nos atacaron de todas partes con una granizada de flechas; sostuvimos sus rudos asaltos hasta la hora nona, en que el socorro de nuestras balistas nos faltó del todo. En fin, después de quedar heridos o muertos muchos de nuestros guerreros y caballos, conservamos nuestra posición con ayuda de Dios, y habiéndonos reagrupado, fuimos el mismo día a colocar nuestro campo cerca de las máquinas de los sarracenos.

Allí permanecimos con un puñado de los nuestros e hicimos un puente de barcas para que pudiesen venir los que estaban más allá del río. Las máquinas de los sarracenos fueron entonces destruidas y nuestros soldados pudieron ir y venir libremente y con seguridad de un ejército al otro, pasando el puente de barcas. El viernes siguiente, los hijos de perdición, reuniendo todas sus fuerzas para exterminar al ejército cristiano, vinieron con audacia y en número infinito a atacar nuestras líneas. El choque fue tan terrible de una parte y otra jamás se había visto, decían, en tales parajes. Con el apoyo de Dios, resistimos de todos lados; rechazamos al enemigo e hicimos caer un gran número bajo nuestros golpes. Algunos días después llegó a Mansura el hijo del sultán procedente de las provincias orientales. Los egipcios le recibieron como a señor y con transportes de júbilo. Su presencia redobló su valor, y desde este momento, no sabemos por qué juicio de Dios, todo marchó en nuestro campo contra nuestros deseos.



MAPA DONDE SE DESARROLLÓ LA SÉPTIMA CRUZADA


Una enfermedad contagiosa brotó en nuestro ejército; arrebató hombres y animales, y hubo muy pocos que no tuviesen compañeros que llorar o enfermos a cuidar. En poco tiempo, el ejército cristiano quedó muy disminuido. La escasez fue tan grande que muchos caían de necesidad y hambre, pues los barcos de Damieta no podían traernos las provisiones embarcadas en el  río, ya que los bastimentos y piratas enemigos les cortaban el paso. Muchos fueron apresados; dos caravanas que nos traían víveres y provisiones lo fueron también, una tras otra, y gran número de marinos y otros que formaban parte fueron muertos. La carencia absoluta de víveres y forrajes sembró la desolación y el miedo en el ejército; nos obligó, con las pérdidas que acabábamos de sufrir, a abandonar nuestra posición y volver a Damieta, si a Dios placía, pero como los caminos de la Providencia no están en el hombre sin en Aquel que dirige sus pasos y lo dispone todo según su voluntad, mientras estábamos en camino, es decir, el 5 del mes de abril, los sarracenos, con todas sus fuerzas reunidas, atacaron al ejército cristiano, y por permisión de Dios, y a causa de nuestros pecados, caímos en poder del enemigo.

Nosotros, nuestros queridos hermanos los condes de Poitiers y de Anjou, y los que volvían con nosotros por tierra, fuimos hechos todos prisioneros, no sin gran carnicería y efusión de sangre cristiana. La mayor parte de los que volvían por el rio fueron igualmente apresados o muertos. Los bastimentos en que iban fueron en gran parte quemados con los enfermos que allí había. Algunos días después de nuestra cautividad, el sultán nos hizo proponer una tregua. Pedía con instancia, pero también con amenazas, que se le devolvieran sin tardar Damieta y todo lo que en ella se había hallado; quería que se le indemnizase de todas las pérdidas y gastos que había hecho hasta este día, desde el comienzo en que los cristianos habían entrado en Damieta.

Después de varias conferencias, concluimos una tregua por diez años en las siguientes condiciones:

 El sultán liberaría de prisión y dejaría ir a donde quisiesen a nos y a todos los que habían sido hechos prisioneros por los sarracenos desde nuestra llegada a Egipto; libertarían igualmente a todos los demás cristianos, de cualquier país que fuesen, que habían sido hechos prisioneros desde que el sultán Kamel, abuelo del sultán actual, había concluido una tregua con el emperador Federico II. Los cristianos conservarían en paz todas las tierras que poseían en el reino de Jerusalén en el momento de nuestra llegada. Nosotros nos obligábamos a devolver a Damieta y a pagar ochocientos mil bezantes sarracenos por la libertad de los prisioneros y por las pérdidas y gastos de que hemos hablado (hemos pagado ahora ya cuatrocientos), y a liberar todos los prisioneros sarracenos que los cristianos habían hecho en Egipto desde que vinimos, como también los que habían sido capturados en el reino de Jerusalén, después de la tregua concluida entre el mismo emperador y el mismo sultán. Todos nuestros bienes muebles y los de todos los demás que estaban en Damieta quedarían, después de nuestra partida, bajo la guardia y defensa del sultán, y transportados a país cristiano cuando la ocasión se presentase. Todos los cristianos enfermos y con los que permanecerían en Damieta para vender lo que en ella poseían tendrían la misma seguridad y se retirarían por mar y tierra, cuando quisieran, sin sufrir ningún obstáculo o coacción. El sultán quedaba obligado a dar un salvoconducto hasta el país de los cristianos a todos aquellos que quisieran retirarse por tierra.

Esta tregua concluida con el sultán acababa de ser jurada de una y otra parte, y ya el sultán se había puesto en marcha con su ejército para entrar en Damieta y cumplir las condiciones estipuladas, cuando, por un juicio de Dios, algunos guerreros sarracenos, sin duda en connivencia con la mayor parte del ejército, se precipitaron contra el sultán en el momento en que se levantaba de la mesa, y le hirieron cruelmente. Sin embargo, el sultán salió de su tienda esperando salvarse por la huida; pero fue muerto a cuchilladas en presencia de casi todos sus emires y de la multitud de los demás sarracenos. Muchos de ellos, en el primer momento de su furor, vinieron en seguida, con las armas en la mano, a nuestra tienda, como si hubiesen querido (y muchos de los nuestros temieron) degollarnos a nos y a los demás; pero, calmada su furia por la clemencia divina, nos urgieron a ejecutar las condiciones de la tregua. Sus palabras e instancias estuvieron, de todos modos, llenas de amenazas temibles. En fin, por la voluntad de Dios, que es el padre de las misericordias, el consolador de los afligidos, y que escucha los gemidos de sus servidores, nos confirmamos por un nuevo juramento la tregua que acabábamos de hacer con el sultán.

Todos recibimos, de cada uno de ellos en particular, un juramento semejante, prestado sobre su ley, de observar las condiciones de la tregua. Se fijó el tiempo en que los prisioneros y la ciudad de Damieta serían entregados. No sin dificultad habíamos convenido con el sultán la rendición de esta plaza, y tampoco sin dificultad convinimos lo mismo de nuevo con los emires. Como no teníamos ninguna esperanza de retenerla, según lo que nos contaron los que habían venido de Damieta y que conocían el verdadero estado de las cosas, juzgamos, por consejo de nuestros barones de Francia y de otros varios, que valía más para la cristiandad que nosotros y los demás cristianos prisioneros fuésemos libertados por medio de tregua que retener esta ciudad con el resto de los cristianos que en ella había, quedando nosotros y ellos expuestos a todos los peligros de semejante cautiverio; por lo cual, en el día fijado, los emires recibieron la ciudad de Damieta, después de lo cual nos pusieron en libertad a nos, nuestros hermanos y los condes de Flandes, de Bretaña, de Soissons; así como a muchos barones y  guerreros de los reinos de Francia, Jerusalén y Chipre. Tuvimos entonces una firme esperanza de que rindieran y libertarían a todos los demás cristianos, y que siguiendo el tenor del tratado, mantendrían su juramento.




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