En los mares, hace dos siglos, los individuos labraban fracasos y glorias y los estados componían un nuevo orden mundial. A España le iba mal. Con un imperio deshilachándose, unos vecinos agigantados (Napoleón y el rey Jorge III), una fuerza naval menguante, una economía en crisis y, para apuntillarla, una epidemia de fiebre amarilla castigando a la población. No todo era malo: Goya se crecía mientras encogía el poder de sus modelos más recurrentes (Carlos IV y demás familia real) y Benito Pérez Galdós convirtió el declive –a partir del impagable símbolo de la batalla de Trafalgar– en una obra maestra, los Episodios Nacionales.
Y ahí, en ese primer tomo de Galdós, se cuenta la voladura durante un ataque inglés de la Mercedes, uno de tantos barcos españoles hundidos por los mares del mundo del que nadie se acordaba hasta que una empresa de cazatesoros llamada Odyssey extrajo cerca de 600.000 monedas de plata (y unas pocas de oro) que se habían hundido en el naufragio, ocurrido en 1804 frente a las costas del Algarve. Un tesoro. Como en los cuentos de piratas. Con buenos y malos. Un asunto de Estado en el que, por una vez, PSOE y PP compartieron la misma línea de actuación cuando se relevaron en el Gobierno. El último viaje de la fragata Mercedes, la doble exposición que mañana inauguran en Madrid los Príncipes de Asturias, es resumen y colofón de todas estas historias: la moderna y la contemporánea, la militar y la de la vida cotidiana, la de Europa y la de América, la de científicos que hacían la guerra y marinos que sabían de arte, la de los tiempos en que no todas las tierras tenían su mapa y la de los días en que hay mapas por satélite de cada calle.
Desde el punto de vista judicial el asunto acabó hace dos años con un mazazo rotundo de la Corte Suprema de Estados Unidos: dado que laMercedes es un buque de guerra en misión de estado, el tesoro es de España. Dos aviones Hércules del Ejército se encargaron de trasladar desde una base militar de Tampa hasta el aeropuerto de Torrejón de Ardoz las monedas que Odyssey había reflotado. Cada ciudad, provincia y autonomía que poseía un vago hilo de conexión con la fragata y su funesto desenlace se ofreció a partir de entonces para albergar aquel gran capital. También por una vez prevaleció el sentido común: la Secretaría de Estado de Cultura decidió alojarlas en el ARQUA, el más joven de los museos estatales, dedicado a la arqueología subacuática, una ciencia a la que pocos echaban cuentas hasta el caso Odyssey. Allí habrá una exposición permanente sobre la fragata hundida a comienzos del siglo XIX y su litigio a comienzos del XXI (que ya se puede visitar).
Desde un punto de vista poético, la historia de la Mercedes se redondea ahora con esta doble muestra que cuenta la pelea con los cazatesoros, sí, pero también la historia de Diego de Alvear, el segundo jefe de la escuadra española que el 5 de octubre de 1804 vio desde la cubierta de su fragata cómo saltaba por los aires la Mercedes, donde viajaban su esposa y siete de sus hijos. La historia de Alvear conmovió incluso a los ingleses que habían enviado al fondo del mar al barco español y que le indemnizarían por tanta pérdida. Alvear volvería a casarse con la irlandesa Lisa Ward, tendría otros diez hijos y vería cómo el único hijo superviviente de su primer matrimonio pelearía por la independencia argentina. Hay numerosos objetos personales de Alvear expuestos: un catalejo, el retrato de su segunda esposa, un sable o un teodolito como los que usó para trazar las fronteras entre España y Portugal en América. En el otoño de 1804 Alvear volvía a España con su numerosa familia en la Mercedes y fue movilizado como segundo de José de Bustamante, el jefe del convoy naval, por una sustitución de última hora. Se cambió de navío junto a su hijo mayor, Carlos. Se libró de la muerte a cambió de asistir desde un lugar privilegiado a la muerte de su familia.
En el naufragio de la fragata fallecieron al menos 265 personas (23 de ellos civiles). En el Museo Naval –una de las sedes de la muestra; la otra es el Museo Arqueológico Nacional– se ha reservado un espacio casi a modo de memorial para recordarles. Sobre una pared van cayendo, proyectados sin orden jerárquico, el centenar de nombres de los fallecidos que pudieron rastrear y algunos datos biográficos: había marinos, carpinteros, comerciantes, abogados, niños... Una crueldad que no amparó ninguna guerra y que incluso mereció críticas en Londres.
Por aquellos días España intentaba darse un respiro. Había salido de un conflicto de seis años contra Inglaterra. El punto final fue el Tratado de Amiens, firmado en 1802 entre los ingleses, por un lado, y el bloque aliado (España, Francia y la República de Batavia), por otro. El original del tratado es uno de los valiosos documentos originales que se pueden ver en las exposiciones, donde también se muestran el oficio de Godoy, todopoderoso primer ministro de Carlos IV, que ordenó fletar un convoy entre la península y las colonias para traer caudales a la escuálida Hacienda real aprovechando aquella tregua que debería pacificar los mares. Fue, junto a otros, uno de los documentos utilizados en el proceso judicial para demostrar la identidad de la fragata y su propiedad española (Odyssey afirmó inicialmente que se trataba de barco Black swan).
PINTURA QUE RECREA EL ATAQUE INGLES A LA ESCUADRA ESPAÑOLA |
Cuando la escuadra española, que dirigía Bustamante, zarpó de Montevideo hacia Cádiz se daba por hecho que la neutralidad de Madrid ante la nueva guerra franco-británica sería un salvoconducto suficiente. Pero no lo fue. En aquellos días en que todos recelaban de todos (y todos se espiaban a todos), los ingleses sospechaban que España entregaría el dinero americano para pagar sus compromisos con Napoleón. Así que esperaron al convoy formado porFama, Medea, Clara y Mercedes a la altura del cabo de Santa María, al sur de Portugal. A las ocho de la mañana se avistaron. Un audiovisual hilvanado con una treintena de acuarelas evoca los acontecimientos siguientes, narrados por un actor que lee el relato de los hechos de Tomás de Iriarte, entonces un niño de diez años que viajaba de América a España para hacer carrera militar. Los ataques comienzan cuando Bustamente se niega a darse por detenido y poner proa a un puerto inglés. El niño Iriarte lleva pólvora del almacén a los cañones hasta que le obligan a ponerse a salvo en las bodegas, donde la tripulación civil reza. En poco tiempo, una bala incendió la santabárbara de la Mercedes, que saltó por los aires con su carga de vidas (más de 300, se salvaron medio centenar) y de bienes: casi 900.000 pesos de plata, 1.500 kilos de la valiosa quina (para combatir la fiebre amarilla), lana de vicuña, cacao...
Las tres fragatas restantes son detenidas y llevadas a un puerto inglés. Su carga de caudales era aún mayor que la del barco hundido. Un dibujo satírico inglés recrea ese feliz momento en el que se hacen con el tesoro. Y también se reproducen ejemplares de periódicos británicos con la noticia del ataque, que a la postre condicionaría la declaración de guerra de Carlos IV (presente en la muestra, junto a la reina María Luisa de Parma, en sendos cuadros de Goya) a Inglaterra. Y luego a Trafalgar (1805).
Entre las casi 200 piezas (procedentes de 27 colecciones, incluida la National Portrait Gallery) que se reparten entre ambas sedes hay más de un tesoro: un cuadro enciclopédico del Museo de Ciencias Naturales sobre la fauna americana (1799), una reproducción de la Mercedes construida por los carpinteros del Museo Naval siguiendo los modelos navales del siglo XVIII, una colección anónima de dibujos con el relato de la batalla y, claro, parte del tesoro: 30.000 monedas de plata que forman un zigurat reluciente agrandado con espejos. A Carmen Marcos, comisaria de la muestra en el Arqueológico y experta en numismática, se le ensancha la sonrisa. Está entre sus criaturas. Las encontró en Florida, apelmazadas y corroídas. Ella mejor que nadie sabe su valor: “Hicieron mover la economía de la Edad Moderna”. En una vitrina se muestran pesos españoles de plata resellados con la efigie de Jorge III para que circulasen legalmente en Inglaterra. “Eran el dólar de la época”.
FUENTE-El País.
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