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martes, 3 de junio de 2014

EL CERCO A NUMANCIA


CURIOSIDADES:


En Roma, el pueblo estaba cansado de la guerra con Numancia, más larga y difícil de lo que se había esperado, por lo que reeligió a Cornelio Escipión, el destructor de Cartago, él único a quién se creía capaz de someter a los numantinos. 


TIRA CÓMICA DE FORGES


No había llegado aún Escipión a la edad consular, por lo que el Senado decidió que, tal como se había hecho cuando la guerra de Cartago, los tribunos de la plebe anularan la ley que regulaba la edad, para restablecerla al año siguiente. Escipión, pues, fue elegido por segunda vez, y se puso en camino a Numancia. No reclutó a ningún ejército, ya que muchas guerras se llevaban al cabo al mismo tiempo, y en Hispania había muchos hombres. Con el permiso del Senado se llevó consigo muchos voluntarios, enviados por otras ciudades y reyes amigos particulares suyos; sumó a estos un número de amigos y clientes de Roma, hasta hacer unos quinientos; y reuniéndolos en un escuadrón, lo llamó el escuadrón de los amigos. En total sumaban unos cuatro mil hombres, los puso bajo las órdenes de su sobrino Buteón. Mandó avanzar una pequeña camarilla y Escipión con ellos hasta Hispania para reunirse con el ejército, pues le habían llegado a sus oídos que el ejército estaba inactivo, por la discordia y la molicie; y pensaba que no podría vencer al enemigo hasta poner en orden sus hombres. 



BUSTO DE JULIO CORNELIO ESCIPION ( EL AFRICANO)

Una vez en el lugar, expulsó a todos los mercaderes, prostitutas, adivinos y magos, a los que se habían dado los soldados, desmoralizados por tantas derrotas; y prohibió en lo sucesivo, la introducción de todo lo laxo y la práctica de sacrificios adivinatorios. Dio orden de vender todos los carros y aparejos innecesarios, y todos los animales de carga, fuera de los que él reservó. Se prohibió tener para las comidas más vasijas que un asador, una marmita de cobre y un vaso. Fijó asimismo los alimentos: carne cocida y asada. Proscribió el uso de lechos, y él mismo se tendía en una cama de campaña. Prohibió montar en mulas en las marchas, pues decía “¿Qué puede esperarse de bueno en la batalla de quién es incapaz de ir a pie?

Ordenó que en los baños se levasen y ungiesen ellos mismos. De este modo, en breve tiempo, restableció la austeridad entre los soldados. Les inculcó respeto y temor, dejándose ver poco y mostrándose difícil en conceder gracias, especialmente las irreglamentarías; decía con frecuencia que los generales severos y estrictos aprovechaban a los amigos, mientras que los fáciles y benévolos, a los enemigos. Pues con estos los soldados están contentos pero no son gobernables; con aquellos, aunque entristecidos, están dispuestos a todo y obedecen.

No se aventuró a entrar en batalla hasta haberlos ejercitado en muchos trabajos. Y de este modo, recorrieron toda la campiña vecina, construía cada día el campamento en un lugar diferente; levantaba grandes murallas y las demolía, excavaba y rellenaba fosos muy profundos; inspeccionando todo en persona, desde la punta del día al anochecer. En las marchas, para que nadie se separara de la columna como pasaba antes, iba siempre en formación de cuadro, y nadie podía moverse del lugar fijado por el general. Igualmente, en el curso de las marchas lo examinaba todo, hacía montar los enfermos en los caballos, en lugar de los jinetes, y repartía entre los de a pie la carga excesiva para las acémilas. Cuando se acampaba, mandaba a los que en la marcha habían cumplido el servicio de exploración mantenerse alrededor de la empalizada, rodada también por un escuadrón de caballería; los demás se repartían el trabajo: unos cavar los fosos, otros construir la valla, otros fijar las tiendas, y para todos el tiempo era medido y fijado.



DISPOSICIÓN DE LOS CAMPAMENTOS ROMANOS

Una vez que todos los soldados estaban disciplinados y ejercitados, se trasladó más cerca de Numancia. Pero no ordenó disponer de avanzadillas en pequeñas fortificaciones como se hacía regularmente, pues no quiso dividir las tropas por temor de que, recibiendo al principio algún descalabro, se ganase el desprecio de los enemigos. Tampoco inició ningún ataque, deseoso de planificar cada paso de la guerra, así como saber que intenciones podrían tener los numantinos. Recorría y saqueaba toda la campiña situada a su espalda, talando las mieses no maduras. Recolectaba estas y llegado ya el momento de avanzar más, se le ofrecía un camino directo que conducía por la misma Numancia a la Meseta, y muchos de los suyos eran del parecer de tomarlo. Pero el general comentó “Temo la subida; pues los enemigos, sin ninguna impedimenta, irrumpiendo de la ciudad, podrán guarecerse en ella, mientras que los nuestros marcharán más pesadamente y agotados, volviendo como vuelven de recoger las mieses, y llevando además los carros, acémilas y campamentos. Por lo que la lucha sería difícil y desigual, ofreciendo un grave peligro si salíamos vencidos, y poco provecho y gloria si vencedores. Sería una locura arriesgarse por poco. Incauto es el general que sin necesidad acepta el combate; bueno, en cambio, el que lo arriesga sólo en el momento decisivo más los médicos no suelen acudir a las amputaciones y cauterios más que después de haber usado los medicamentos.” Se dice que tras decir esto dio orden a los jefes de conducir el ejército por el camino más largo. Avanzó saliendo del campamento. Después se dirigió contra los vacceos, alos que los numantinos compraban sus provisiones; lo devastó todo, llevándose consigo lo que podía serle de utilidad, hacinando e incendiando en todas partes.

En una llanura, cerca de Palantia, llamada Coplanio, los palantinos se escondieron en emboscada detrás de unas colinas en gran número, mientras otros hostigaban abiertamente a los que hacían provisiones. Escipión envió al tribuno Rutilio Rufo, con cuatro escuadrones de caballería, para rechazar sus incursiones. Rufo, al replegarse ellos, los persiguió con excesivo ímpetu, subiendo hasta la misma colina donde se habían refugiado. Una vez allí, se dio cuenta de haber caído en una emboscada, mandó a la caballería cesar la persecución y no avanzar más, sino mantener el lugar enristrando las lanzas y resistir el ataque de los enemigos. Pero Escipión, temiendo lo peor, acudió en ayuda de Rufo; al ver la emboscada, dispuso que la caballería se dividiera en dos secciones, ordenándole atacar alternativamente, lanzas de dardos y retirarse, no al mismo lugar, sino cada vez un poco más atrás. De esta forma condujo a los jinetes sin pérdidas en la llanura. Habiendo levantado el campamento y moviéndose en retirada, llegó junto a un río de difícil paso y fangoso; junto a él los enemigos dispusieron una celada. Pero él, cuenta se dio, torció su marcha, tomando un camino más largo pero menos dado a sorpresas, marchando de noche para evitar la sed, y abriendo pozos, la mayor parte de ellos resultaban amargos. Así, penosamente, se salvaron sus hombres, pero algunos caballos y acémilas murieron de sed…



LA TOMA DE NUMANCIA DE ALEJO VERA, 1880

Al atravesar el país de los caucenses, traicionados por Lúculo, proclamó que los caucenses podían volver sin temor a sus tierras. De aquí avanzó para hacer invernar a la región de Numancia, se le unió Iugusrta, nieto de Masinisa, procedente de Africa con doce elefantes y los correspondientes saeteros y honderos. Ocupado siempre en algún saqueo, y en devastar campos a su alrededor, fue objeto de una celada en una aldea; estaba rodeada esta por un pantano cenagoso, pero por un lado se abría un valle, donde estaban escondido en acecho los enemigos.

Los soldados de Escipión estaban divididos de modo que una parte, dejando los estandartes fuera, habían entrado en la aldea para saquearla; los otros, no muchos, cabalgaban en derredor. Los emboscados cayeron sobre estos últimos y los derrotaron. Escipión, que por azar, se quedó fuera de la aldea, junto a las insignias, hizo llamar con trompetas a los que se hallaban dentro, y antes de reunir unos mil, corrió en auxilio de los caballeros. Salió de la aldea la mayor parte del ejército, los enemigos volvieron la espalda; pero Escipión no les persiguió, sino que se replegó dentro de la estacada, con pocas pérdidas por ambas partes.

Poco después, tras instalar dos campamentos cerca de Numancia, puso el uno a las órdenes de su hermano Máximo, el otro bajo su propio mando. No concedió atención a las provocaciones de los numantinos, que incitaban a los romanos a hacer batalla; juzgando temerario entablar combate con hombres desesperados en lugar de encerrarlos y rendirlos por hambre. Por lo que levantó siete castillos alrededor de la ciudad, y comenzó el asedio. A cada castillo escribió los soldados que debía enviar. 





A medida, que fueron llegando los dividió en muchas partes, juntando sus propias tropas en esta distribución. Después señaló jefes para cada una de estas partes, y dio orden de rodear la ciudad con un foso y una valla. El perímetro de Numancia era de veinticuatro estadios; el de la valla, más del doble. Todo este circuito fue dividido en partes y distribuido; ordenando que si los enemigos atacaban hicieran una señal, durante el día con un paño rojo sobre una larga lanza; de noche con una hoguera; con el fin que tanto él como su hermano pudieran acudir en auxilio. Cuando la obra fue acabada, y de forma que si el enemigo intentara algo podía ser fácilmente rechazado, más allá de esta fosa y poco intervalo construyó otra, guarneciéndola con estacas, y levantando un muro de ocho pies de ancho y diez de alto, sin contar las almenas. Se levantaban torres por todas partes, a un plectro de distancia de unas a otras. Y no era posible cerca la laguna cercana, construyó a través de ella una valla de la misma altura y anchura para suplir la muralla.

Así, Escipión fue el primero, en sitiar una ciudad que no rehuían el combate. Además, el río Duero, que pasaba al pie mismo de las murallas, era muy útil a los numantinos, tanto para el aprovisionamiento como los movimientos de tropas, las cuales penetraban furtivamente en la ciudad o a nado o en pequeños esquifes, o irrumpían con ayuda de velas, cuando el viento era fuerte, o a remo, o a favor de la corriente.  

Tender un puente no era factible, por la anchura y violencia del río. En lugar de un puente, Escipión construyó dos castillos; desde ellos tendió unas vigas, atadas con cuerdas sobre la parte ancha del río; clavados en ellas había muchos hierros agudos y dardos. Estas vigas, rodeadas siempre por la corriente que pasaba por entre sus puntas y dardos, no permitían a nadie pasar a escondidas, ni nadando ni navegando. Con lo cual Escipión consiguió su principal objetivo; que no pudiendo entrar ni salir de la ciudad, nadie. Así, los de dentro ignoraban lo que pasaba fuera, y de este modo careciesen de provisiones y de todo medio de salvación.

Cuando todo fue preparado, las torres artilladas con catapultas, ballestas y pedreros, las almenas provistas de piedras, flechas y dardos, los castillos guarnecidos de seteros y honderos, Escipión envió por todo el atrincheramiento numerosos mensajeros para que, de día como de noche, pasándose las noticias el uno al otro, le diesen cuenta de todo lo que sucedía. Ordenó también que cualquier torre que fuese atacada por el enemigo, levantase al punto la señal de alarma, en percibir lo cual harían lo mismo las otras; de este modo se enteraría con toda rapidez de que en alguna parte se había trabado combate; los detalles se los reportarían los mensajeros. Su ejército llegaba, con los auxiliares, a los sesenta mil, y los situó de modo que la mitad vigilase los castillos, acudiendo en auxilio de la parte atacada si esta lo necesitaba; otros veinte mil combatirían desde la misma muralla cuando así fuera necesario; y otros diez mil quedarían para ayudarlos. A cada uno le era asignado un lugar, que no era posible de cambiar si no se le ordenara; y a la señal de alarma acudía cada uno al sitio señalado. 



RECREACIÓN TORRES QUE USÓ ESCIPION


Entretanto, los numantinos atacaban con frecuencia a los que guarnecían la muralla, cada vez por distinta parte. Pero cuando esto sucedía, con una rapidez aparecía el terrible aparato preparado para la defensa; se levantaban las señales por todos los lados, los mensajeros corrían, los que guarnecían la muralla saltaban al punto a sus puestos, las trompetas sonaban desde todas las torres.  Todo el recinto, de cincuenta estadios de perímetro, adquiría un formidable aspecto. Y Escipión, recorría cada día y cada noche todo el recinto, inspeccionándolo.

Encerrados los enemigos, no juzgaba que pudieran resistir por mucho tiempo, no pudiendo obtener alimentos, ni armas ni refuerzos. Pero Retógenes, de Numancia, llamado de sobrenombre Caraunio, el más esforzado de los numantinos, con cinco amigos a quienes había persuadido, igual número de sirvientes y otros tantos caballos, atravesó en una noche oscura el espacio que lo separaba de los romanos llevando consigo una escalera plegable. Llegando a la muralla, la escaló él y sus amigos; mataron a los centinelas, y enviando atrás a los sirvientes y haciendo trepar los caballos por la escalera, cabalgaron hacia las ciudades de los arevacos, con ramos de súplica, solicitando auxilio a sus hermanos los numantinos. Algunos de los arevacos, llenos de temor, los expulsaron de sus dominios sin oírlos. En Lutía, en cambio, ciudad opulenta, a trescientos estadios de Numancia, los jóvenes se declararon por los numantinos y empujaron a la ciudad en su socorro; pero los ancianos avisaron a Escipión. Recibió estas noticias a la hora octava, y se puso en marcha con cuántas tropas ligeras pudo; al mediodía rodeó Lutia con sus soldados y exigió que les entregaran los jefes de la juventud. Como se le dijo que habían escapado, amenazó por medio de un pregón con saquear la ciudad si no eran entregados. Lutia les presentó hasta cuatrocientos jóvenes. Escipión les hizo cortar las manos, y retirando sus tropas, a la aurora del día siguiente se hallaba de nuevo en su campamento.

Los numantinos, hambrientos, enviaron cinco hombres a Escipión para saber si los trataría con benevolencia, caso que de que se entregaran. El jefe de estos, Avaro, ensalzó con muchas razones las intenciones y valor de los numantinos, añadiendo que los numantinos en nada habían pecado en esta ocasión, aceptando tantas penalidades por sus hijos y mujeres y por la libertad de su patria. Por lo que dijo “Por lo que sería digno de ti y de tu fama, OH Escipión, perdonar a este pueblo fuerte y valeroso, y de los males, proponernos solo los más humanos y que podamos soportar, nosotros que acabamos de acabamos de experimentar los cambios de la fortuna, Pues ya no depende de nosotros, sino de ti, recibir la sumisión de nuestra ciudad, si exiges condiciones equitativas, o dejar que sucumba en la lucha”.



LA RESISTENCIA DE UN PUEBLO

Escipión, enterado previamente por los prisioneros del estado de la ciudad, contestó que era necesario que se entregaran ellos, con la ciudad y las armas. Llevada esta respuesta a la ciudad, los numatinos, ya bastante irritados por sí, acostumbrados como estaban a una libertad sin trabas e incapaces de resistir las órdenes de nadie, se encendieron mucho más, y fueran de si mataron a Avaro y a los cinco legados, como nuncios de desgracia y sospechosos de haber traído con Escipión de salvaguardar sus propios intereses. Pero no mucho después, faltos de todo alimento, desprovistos de ganado, granos y hierba, primero, como algunos han hecho en las privaciones de guerra, chupaban pieles cocidas; después, faltos también de pieles, se alimentaron de carne humana: primero, de los que morían, cocinándola en pequeños pedazos; después, despreciando la carne de los enfermos, los más robustos atacaron a los más débiles. Ninguna calamidad les faltó, los ánimos enfierecidos por este alimento, los cuerpos ferozmente horribles por el hambre, el pelo crecido y el tiempo. Reducidos a este estado se sometieron a Escipión. Este les mandó que aquel mismo día levasen las armas a un lugar señalado y al día siguiente se presentasen ellos en otro lugar. Pero ellos aplazaron el cumplimiento de esta orden, porque muchos deseaban la libertad, preferían perder su vida; por lo que pidieron que se les dejase una día para disponer de su muerte. Tan grande amor a la libertad y al valor que daban en aquella pequeña ciudad, no más de ocho mil habitantes en tiempos de paz, pues a pesar de ello, ¿cuántas derrotas no infligieron a los romanos? ¿Cuántas veces no concluyeron, en igualdad de condiciones, pactos que a nadie hasta entonces los romanos habían concedido? Pero Escipión se mostró más ducho que ellos en el arte de la guerra negándose a venirse a las manos con los numantinos, y atacándolos con hambre, mal al que no es posible resistir; solo este podía doblegar a los numantinos y solo ante él sucumbieron.

Convenida la rendición, los que así lo prefirieron se dieron la muerte, cada uno a su forma. Los restantes acudieron al tercer día al lugar designado, espectáculo terrible y prodigioso; cuerpos escuálidos, llenos de vello y suciedad, con las uñas crecidas, despidiendo un fétido olor; las ropas que de ellos colgaban eran igualmente asquerosas y no menos malolientes. Así aparecieron ante los enemigos, a los que movieron en piedad, aunque conservando aún su aspecto terrible; pues aparecían aún en ellos la cólera, el dolor, la fatiga y la conciencia de haberse comido unos a otros.

Escipión se guardó cincuenta por el triunfo, vendió los restantes y arrasó la ciudad. Así, Escipión destruyó dos potentes ciudades; primero Cartago, la destruyó obedeciendo a un senado, por la grandeza de la ciudad y de su imperio, y por la oportunidad de la tierra y del mar; pero Numancia, exigua y poco poblada, la destruyó sin ninguna orden de Roma, sea porque podía creer que convenía a la República, o bien para descargar su cólera y furia sobre los cautivos, y como muchos han creído, para procurarse una gloria excelsa infligiendo un castigo severo. Y, en efecto, entre los romanos, Escipión fue llamado el Africano y el numantino, por las ciudades que destruyó. Escipión mandó distribuir los terrenos de Numancia entre sus vecinos, decidió las cuestiones pendientes con las otras ciudades, amonestó y multó a las sospechosas, y tras esto se volvió a Roma por la mar.




BIBLIOGRAFÍA: 

TITULO: Numancia

AUTOR: Jose luis Corral la Fuente

EDITORIAL: Edhasa ( 2006)
 

El cerco de Numancia es el primer episodio que dota a lo hispano de unos rasgos propios que lo acompañarán ya para siempre. La denodada y heroica lucha contra la injusticia, el amor a la libertad, el sacrificio personal por una causa justa, incluso en combate desigual, son virtudes que marcarán la identidad de un territorio , aun antes de que sus límites estuvieran siquiera fijados, y que darán lugar a expresiones tan nuestras como “numantino” o “quijotesco”. Durante los veinte años que duró el asedio de Numancia por parte de las tropas romanas, para vergüenza de su clase política y militar, los celtíberos, un heterogéneo conglomerado de tribus y ciudades diversas, opusieron una resistencia que constituyó un hito en la historia, en una lucha a todas luces abocada al fracaso. Mediante la trayectoria vital de Aracos, un joven caudillo celtíbero que llega a convivir con los romanos y que aprende de ellos el único modo de vencerlos, José Luis Corral nos ofrece un impresionante fresco de la época y recrea de un modo convincente y apasionante los veinte años más heroicos de la conquista romana, aquellos en los que Numancia, la modesta capital de los arévacos, a punto estuvo de cambiar el rumbo de la historia.



 
 TITULO: La destrucción de la Numancia

AUTOR: Miguel de Cervantes Saavedra

EDITORIAL: Castalia ( 1994 )



La Tragedia de Numancia, también llamada Comedia del cerco de Numancia o La destrucción de Numancia, según su autor, se basa en fuentes clásicas, como el historiador latino Floro. Representa la exterminación del pueblo arévaco por tropas romanas, al mando de Escipión, en el año 133 a.C. La obra ha sido generalmente aplaudid a por su amenidad y alejamiento de la tragedia erudita senequista, su interés nacional y sobriedad en personajes alegóricos, como La Fama o el río Duero. No renuncia al efectismo final, cuando el niño Viriato se arroja desde una torre para no caer en manos romanas, que quedan así derrotadas por su propia brutalidad. Existen influencias novelescas de Heliodoro en el sacerdote numantino que consulta el futuro a un cadáver resucitado.





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