ISLAS MARQUESAS |
Cuando, en el año 1513, el extremeño Vasco Núñez de Balboa atravesó el istmo de Panamá y se convirtió en el primer europeo que contemplaba la inmensidad del océano Pacífico, estaba abriendo una nueva dimensión a la tarea exploradora de los españoles en el siglo XVI. Unos años antes, Cristóbal Colón había emprendido sus célebres viajes en busca de una ruta marítima hacia Oriente y sus míticas riquezas, para toparse en el camino con el continente americano. Ahora esa ruta volvía a ser posible. En los años siguientes, Magallanes (1521), Jofre de Loaísa (1526), Saavedra (1527), Grijalva (1536) y López de Villalobos (1542) surcaron el Pacífico para conectar las costas americanas con las islas Molucas –la mítica fuente de las preciadas especias–, las Filipinas, China y Japón. Gracias a ellos Urdaneta pudo inaugurar, en 1565, la ruta de vuelta de Asia a América que seguiría durante siglos el galeón de Manila.
Paralelamente a esta ruta principal transpacífica, los navegantes españoles se adentraron en un área distinta y totalmente inexplorada: el Pacífico sur. En el siglo XVI no se sabía de la existencia de Australia, Nueva Guinea o los archipiélagos de Melanesia y Polinesia; en cambio, se creía que en el hemisferio sur se extendía un inmenso continente antártico, la llamada Tierra Austral. De hecho, la búsqueda de este territorio mítico fue uno de los alicientes de los exploradores españoles, junto con otras creencias que circularon en Perú desde su conquista en la década de 1530, como la leyenda inca sobre unas ricas islas situadas en el corazón del mar Occidental o la idea de que también allí se encontraban la tierra de las Amazonas y las islas de Ofir, donde según la Biblia se hallaban las minas del rey Salomón. Fue así como en 1567 un capitán gallego, Álvaro de Mendaña, puso en marcha la primera expedición marítima en busca de estos territorios míticos.
Mendaña fue elegido para la empresa por su tío Lope García de Castro, gobernador interino del Perú. Al mando de dos naos con una dotación de 156 hombres, partió del puerto limeño del Callao el 19 de noviembre de 1567. Las desavenencias entre Mendaña y dos de sus oficiales, el cosmógrafo Pedro Sarmiento de Gamboa y el piloto mayor Hernán Gallego, provocaron varios cambios de rumbo hasta que, tras casi 60 días de navegación, avistaron una isla de exuberante vegetación, perteneciente al archipiélago de las Ellice. Tres semanas más tarde, el 7 de febrero
de 1568, llegaron a una nueva isla que formaba parte de otro archipiélago más extenso. Convencidos de que habían alcanzado las míticas islas de Ofir, lo llamaron islas Salomón.
La realidad, sin embargo, pronto desmintió sus esperanzas de haber llegado a un paraíso. Durante los seis meses que pasaron explorando las islas de Santa Isabel, Guadalcanal o San Cristóbal –topónimos españoles que hoy siguen manteniéndose–, se produjeron constantes episodios de violencia con los indígenas. Por ejemplo, el cronista Luis de Belmonte cuenta que cuando unos españoles desembarcaron para tomar agua en Santa Ana, una pequeña isla baja y redonda con un cerro en medio a manera de castillo, «los indios acometieron a los nuestros con muchos dardos, flechas y alaridos; venían embijados [pintados], con ramos en las cabezas y unas bandas por el cuerpo». Dos indios resultaron muertos durante el enfrentamiento; entre los españoles hubo tres heridos, y antes de partir incendiaron el pueblo de los nativos. Pese a ello, los expedicionarios lograron pacificar y dominar varias islas. No encontraron grandes riquezas, pero algunos creyeron hallar indicios de oro y especias, lo que indujo a Mendaña a retornar a Perú para organizar una expedición colonizadora con más medios.Para volver siguieron un amplio círculo que los llevó hasta la costa de California, desde donde descendieron hasta atracar en El Callao.
Para organizar la nueva expedición, Mendaña viajó a España, donde el 27 de abril de 1574 firmó con las autoridades unas capitulaciones por las que era nombrado adelantado, gobernador y capitán general de las islas que había descubierto; a cambio, debería financiar él mismo íntegramente la empresa. De regreso a Perú, en 1577, Mendaña no logró el apoyo del virrey Francisco de Toledo, por lo que tuvo que esperar hasta la llegada de su sucesor, el segundo marqués de Cañete, en 1589, para hacer realidad su proyecto. Era una empresa más ambiciosa que la anterior. La flota estaba formada por dos naos, una galeota y una fragata, y contaba con una tripulación de 280 hombres además de un centenar de colonos que debían establecerse en las islas Salomón, entre ellos varias mujeres. Una era la esposa de Mendaña, Isabel de Barreto, que había aportado su dote para completar la flota. El piloto mayor era el portugués Pedro Fernández de Quirós.
Tras partir de El Callao, la flotilla se adentró en el océano desde el puerto de Paita, en Perú, el 16 de junio de 1595. Al cabo de un mes de travesía se toparon con el archipiélago de las Marquesas, bautizado así en honor de la esposa del virrey, Magdalena Manrique, cuya intercesión había sido fundamental para la salida de la expedición. Pasaron dos meses explorando las islas, en los que se produjeron violentos choques con los indígenas. En una ocasión, cuando Mendaña mandó a un grupo de veinte soldados a buscar puerto o agua en una de las islas, «salieron muchos indios en muchas canoas y, acercándose, los cercaron», a lo que los españoles respondieron con fuego, matando a varios de ellos. Bermúdez cuenta que un indio quiso escapar a nado con su hijo en los brazos, pero un soldado español les disparó con un arcabuz y ambos se ahogaron. El soldado «decía después con gran dolor que el diablo había de llevar a quien se lo había mandado».
Los expedicionarios reanudaron la navegación en busca de las Salomón, pero durante más de un mes no vieron más que agua a su alrededor. El descontento crecía entre la tripulación, que creía que Mendaña y su piloto se habían perdido en el inmenso Pacífico. Finalmente, el 7 de septiembre avistaron Santa Cruz, una isla de gran belleza. Estaba apenas a 400 kilómetros de las Salomón, pero la expedición no llegaría nunca a su destino. De hecho, a partir de ese momento todo fue una cadena de desastres. Al día siguiente de llegar a Santa Cruz, una de las naves desapareció con sus 182 ocupantes, sin que jamás se volviera a tener noticia de ellos. El resto de los expedicionarios permanecieron en la isla y comenzaron algunas edificaciones, pero pronto la situación se hizo insostenible. Una parte de la tripulación se quejaba del lugar –«¡A dónde nos han traído!», exclamaban–, y pronto se envenenó la relación con los indígenas a causa de los desmanes de los soldados que iban en la expedición. Por último, se declaró una extraña enfermedad pestífera, de la que murió, entre otros, el propio Álvaro de Mendaña. El mando pasó entonces a su viuda Isabel de Barreto, caso único de mando femenino durante la conquista y colonización española de América y Oceanía. Fue ella quien decidió renunciar al proyecto de colonización y tratar de salvarse dirigiéndose a las Filipinas.
Sobre el papel de Barreto en el resto de la expedición ha habido cierta polémica. Según el historiador Ramón Ezquerra, su fama es inmerecida, dado que quien dirigió la flota de hecho fue el piloto Fernández de Quirós, mientras que «ella demostró sólo pequeñez de ánimo y egoísmo, dedicando su agua a lavar su ropa, cuando la tripulación perecía de hambre, sed y enfermedades». Pero también se sabe que mostró un férreo carácter y a lo largo del viaje fue capaz de detener varios motines.
En cualquier caso, la travesía hasta Manila fue penosísima. Sin agua ni provisiones, cada día morían uno o varios hombres víctimas de la epidemia. «Los marineros, por lo mucho que tenían a que acudir, y por sus enfermedades, y por ver la nao tan falta de los remedios, iban ya tan aborridos [abatidos] que no estimaban la vida en nada», dice Bermúdez. Algunos pedían incluso que se hundiesen las naves para morir todos de una vez. Al final, apenas un centenar de supervivientes llegaron a Manila el 10 de enero de 1596.
Tras mucho rogar en la corte española, en 1606 Fernández de Quirós lograría organizar una nueva expedición, convencido de que llegaría a la mítica tierra austral y descubriría un «nuevo mundo» cual «segundo Colón». Su fracaso puso fin a la gran etapa de la exploración española del Pacífico sur, cuando el mar del Sur fue, efectivamente, un «lago español».
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