CURIOSIDADES:
La
finalidad principal de mi viaje a Moscú era ver a Lenin y charlar con él. Una
gran curiosidad me empujaba a encontrarle y me hallaba más bien en disposición
hostil. Me he encontrado en presencia de una personalidad muy diferente de la
que me esperaba.
Los
circulares, los amargos opúsculos publicados en Moscú bajo su nombre, que contienen tantas concepciones erróneas sobre la psicología del trabajador
occidental y sostienen obstinadamente la absurda tesis de que lo que pasa en
Rusia es la revolución social tal como la ha profetizado Marx, dejan apenas
entrever la verdadera mentalidad de Lenin tal como pude apreciarla en nuestra
entrevista.
HG WELLS EL ENTREVISTADOR |
Es
cierto que se hallan en estas publicaciones algunos rasgos llenos de finura,
evidentemente inspirados por él, pero en conjunto se limitan a recoger las
ideas y frases estereotipadas del marxismo doctrinario.
Tal
vez sea necesario. Tal vez este es el único lenguaje que pueden comprender los
comunistas; tal vez la introducción de un nuevo dialecto, despistando a sus adeptos,
los desmoralizaría.
El
comunismo de izquierda es la espina dorsal de la Rusia de hoy; espina dorsal
desgraciadamente desprovista de vértebras flexibles; cosa que no se puede
curvar sino con extrema dificultad y solo mediante la adulación y la deferencia…
Moscú,
con su bello sol de octubre, entre el vuelo de las hojas amarillentas, nos
pareció en su conjunto más alegre y animado que Petrogrado. Hay más vida en las
calles, es mayor la actividad comercial, los coches públicos son relativamente
numerosos. Los mercados están abiertos. En general, las casas y calles no están
en ruinas, como en Petrogrado, aunque se encuentren rastros de combates
terribles que ensangrentaron las calles a comienzos de 1918. Una de las cúpulas
de ese absurdo arquitéctonico que es la Catedral de San Basilio, a las mismas
puertas del Kremlin, reventado por un obús, no ha sido reparada aún. Los
tranvías no transportaban viajeros, pero servían al avituallamiento con viveres
y combustible. En este sentido, la municipalidad de Petrogrado pretende haber
conservado una organización mejor que en Moscú.
Las
diez mil cruces de la capital soviética brillan aún al sol. Sobre uno de los
pináculos más a la vista del Kremlin, despliegan aún sus alas las águilas
imperiales. El gobierno bolchevique, bien sea por falta de tiempo, bien por
indiferencia, no las ha abatido.
Las
iglesias están abiertas; las genuflexiones, signos de cruz y besos a los iconos
se prosiguen con la misma actividad de antaño, y los mendigos bajo los
soportales apelan, como antes, a la caridad de los fieles. El famoso santuario
milagrosos de la Virgen de Iberia cerca de la Puerta del Redentor es visitado
por verdaderas masas. Muchas campesinas, no pudiendo llegar a penetrar en la
pequeña capilla, besan, a falta de otra cosa, las piedras del umbral y del
camino que allí conduce.
Enfrente,
grabada en un panel de yeso adosado a la fachada de una casa se lee la
inscripción, hoy famosa, colocada por los primeros revolucionarios de Moscú: “La
religión es el opio del pueblo”. El efecto producido por esta inscripción es
muy atenuado por el hecho de que en Rusia el pueblo no sabe leer, por regla
general. A propósito de esta inscripción tuve una discusión, sin acrimonia,
sino más bien divertida, con el señor Vanderlip, financiero americano que se
había alojado en la Casa de los huéspedes donde estuvimos albergados durante
toda nuestra estancia en Moscú.
Vanderlip
hubiera dado mucho por ver borrar esa inscripción. YO sostenía que, al
contrario, se la debería conservar a causa del interés histórico que presenta y
también porque, según dije yo, la tolerancia religiosa debe extenderse a las
convicciones de los ateos tanto como a las otras convicciones. Pero los
sentimientos religiosos de mi amigo americano no le permitían adoptar mi punto
de vista en este caso…
La
casa de los huéspedes que compartíamos Vanderlip y nosotros, con un artista
inglés en busca de aventuras y llegado a Moscú, no se sabía del todo como, para
ejecutar los bustos de Lenin y de Trotsky, consistía en un vasto inmueble
ricamente amueblado, situado en el número 17 de la Sofiskaya Naberezhnaya,
inmediatamente frente al gran muro del Kremlin y del bosque de las cúpulas y
pequeños campanarios de aquella ciudad imperial dentro de la ciudad misma.
Vanderlip no me dio ninguna explicación de su presencia en Rusia. Se ciñó
simplemente a decirme una o dos veces, en términos bastante vagos, que su
misión era estrictamente financiera y comercial, y no tenía alcance político.
Era,
según me dijeron, portador de cartas de presentación del senador Harding para
Lenin. Pero por temperamento, no soy curioso y no me esforcé en comprobar este
aserto ni mezclarme en nada de los asuntos del señor Vanderlip. Tampoco le
pregunté como era posible entregarse al menor negocio, a la menor operación
financiera en un estado comunista, como no fuese con el mismo Gobierno, ni cómo
era posible negociar con un Gobierno sin que las negociaciones pasasen a ser
negociaciones políticas. Eran misterios demasiado profundos para mí. Por tanto,
nosotros comíamos, bebíamos nuestro café y hablábamos en un atmósfera lleno de
reserva…
Las
operaciones previas de mi encuentro con Lenin fueron fastidiosas y aburridas.
Pero todo acaba, y así, un día me puse en camino hacía el Kremlin acompañado de
un tal señor Rothstein, bien conocido antes en los centros comunistas de
Londres, y de un camarada americano provisto de un aparato fotográfico de
dimensiones imponentes, él también personaje oficial, según me dijeron,
agregado al ministerio de Asuntos Extránjeros ruso.
El
kremlin, si mi memoria me es fiel, abria fácilmente sus puertas a los viajeros
en 1914, por lo que se parecía en esto al castillo de Windsor. Se encontraba
incluso la corriente de peregrinos y turistas que lo recorrían, bien en
parejas, bien en grupos. Pero hoy día el Kremlin está bien cerrado y es de difícil
acceso.
Nuestra
entrada se complicó con formalidades sin fin. Tuvimos que exhibir varias veces
pases y permisos antes de poder franquear el recinto exterior. Fuimos
infiltrados a continuación a través de cinco o seis despachos llenos de
escribas y centinelas donde nos inspeccionaron todas las costuras del vestido
como quien dice antes de dejarnos penetrar en el despacho del jefe. Todas estas
precauciones son quizá necesarias a la seguridad de Lenin; pero impiden a Rusia
llegar hasta él, y lo que quizás es más importante, si se admite la necesidad
de una dictadura efectiva, impiden también que las decisiones del dictador
lleguen, tal cual, adonde sería preciso, y en el momento preciso. En efecto, si
los hechos y los acontecimientos deben, para llegar hasta él, pasar por un
filtro tan lento, los consejos y órdenes que da son sin duda filtrados en sentido
inverso y pueden sufrir alteraciones graves durante la operación…
Llegamos
al fin al gabinete de Lenin y le encontramos sentado y menudito, ante un enorme
escritorio, en una vasta sala muy clara que daba sobre grandes espacios
rodeados de cuerpos de edificio del palacio. Su mesa de trabajo me dio la
impresión de ser un montón de hojarasca desordenada.
LENIN ENTREVISTADO POR HG WELLS |
YO
me senté en un sillón al lado de aquel escritorio, y el pequeño hombre ( es tan
pequeño que sus pies llegan apenas al suelo cuando se sienta en el borde de su
silla) se volvi´`o hacia mí para hablarme, rodeando con su brazo un montón de
papeles sobre los que se apoyaba. Se expresaba en excelente inglés. Pero ( cosa
que me parece muy característica de la condiciones actuales de Rusia) el señor
Rothstein recortó nuestra conversación, que creía necesario esmaltar con sus
comentarios, observaciones y explicaciones personales. Mientras tanto, el
amerciano maniobraba su aparato, tomando fotografía tras fotografía, con toda
la discreción posible y con inaudita perseverancia. La conversación era, de
todos modos, lo bastante interesante para prestar atención mucho tiempo a la
lata que nos daba el fotográfico con sus cambios de placas y el clic repetido de
su obturador…
Al
ir a ver a Lenin esperaba tropezarme con las ideas preconcebidas de un marxista
doctrinario. NO hubo nada esto. También me habían dicho que Lenin tenía la
costumbre de sermonear la gente. Debo decir que en esta ocasión, al menos, se
abstuvo. En las descripciones que de él se han hecho, su risa ocupa un gran
lugar; seductor al principio, no tarda, se dice, en hacerse cínico. A esto no
tengo nada que decir, pues tal risa, en nuestra entrevista, no apareció en
absoluto.
Su
frente me hace pensar irresistiblemente en la de alguien más que conozco.
¡Donde habré vista una cosa parecida? Me he acordado solo el otro día al ver a
Mister Arthur Balfoure charlando con sus amigos bajo una luz discreta tamizada
por una pantalla. Lenin y Balfour tiene exactamente el mismo cráneo redondeado
en cúpula, el mismo cráneo un poco más desarrollado de una lado que del otro.
El
rostro de Lenin es moreno. Su fisonomía, agradable y muy cambiante; la sonrisa
le da mucha animación. Tiene un hábito debido a probablemente a un defecto
visual; guiñar fuertemente un ojo cuando ha acabado de hablar. No se parece
mucho a las fotografías que de él se ven, porque es de esas personas cuyos
juegos de expresión tien más importancia que los rasgos del rostro. Al hablarme
gesticulaba un poco; sus manos se agitaban sobre los papeles amontonados en su
escritorio. Hablaba de prisa, dominando su tema, sin afectación, sin rodeos,
sencillamente, así como acostumbran a hablar algunos de nuestros mejores
científicos.
Dos
temas, a los que llamaré letmotivs, volvían sin cesar sobre el tapete y servían
en cierta manera de gozne a nuestra conversación: uno de mí a él: “¿Hacía que
destino piensa usted conducir a Rusia?¿Qué clase de Estado trata usted de
crear?”. Otro de él a mí: “¿Por qué no estalla la revolución en Inglaterra?¿Por
qué no trabajan ustedes en la revolución social?¿Por qué no destruyen ustedes
el capitalismo y no establecen también un Estado comunista?”estos leitmotivs,
bien entendido, se entremezclaban, reaccionaban uno sobre el otro, se
iluminaban el uno al otro. El segundo traía colación el primero: “Pero ustedes
que ya tienen su revolución social, ¿qué hacen con ella?¿Consideran ustedes que
ha sido un éxito?”. Sobre lo cual, fatalmente, Lenin volvía a su punto de
vista: “Para que nuestra revolución dé sus plenos resultados, sería necesario
que el mundo occidental hiciese también la revolución, ¿por qué no la hacen?...”.
Antes
de 1918 el mundo marxista consideraba la revolución social como un fin en sí
misma. Los trabajadores del mundo debían unirse, derribar el capitalismo y vivr
para siempre felices. Pero en 1918 los comunistas, con gran sorpresa propia, se
vieron dueños de Rusia y puestos repentinamente en situación de dar una forma
tangible a su ensueño milenario. Pueden invocar muchas excusas para el retraso
en dar al país en que dominan un orden social nuevo y mejor; la prolongación
del estado de guerra, el bloqueo, y otras mil cosas aún. Está claro, no
obstante, que comienzan a darse cuenta de la falta de preparación absoluta de
todo cambio radical implicado en el método del pensamiento marxista. Frente a
cien problemas diversos, he señalado ya dos o tres, estos hombres de hoy están
en un cruel apuro.
Pero
el marxista que más a menudo encontramos, se pone furioso cuando le preguntáis
si todo se hace como debiera hacerse y del modo más inteligente posible, en el
nuevo régimen. Se parece al ama de casa susceptible que mientras está echando a
la calle a la criada se esfuerza en probaros que en la casa reina el mayor orden.
Se parece también a las sufragistas, ya olvidadas hoy, que nos prometían el
paraíso en la tierra cuando nos hubiéramos desembarazado de la tirania de las
leyes fabricadas por el sexo masculino.
Lenin,
en cambio, Lenin, cuya franqueza debe dejar a menudo sin aliento a sus discípulos,
ha dejado de pretender recientemente que la revolución rusa sea otra cosa que
el comienzo de una era de experiencias ilimitadas.
“Los
que han emprendió la tarea formidable de vencer al capitalismo deben estar
dispuestos a ensayar método tras método hasta que hayan al fin descubierto el
que debe guiarlos mejor a sus fines.”.
Nuestra
conversación comenzó por una discusión sobre el porvenir de las grandes
ciudades bajo el ´régimen comunista. Yo quería saber hasta qué punto concebía
Lenin la desaparición gradual, pero rápida, de las ciudades en Rusia. La
desolación de Petrogrado me había hecho comprender, mucho mejor que antes de
verla, hasta qué punto la configuración y el plan de una ciudad moderna
dependen de los almacenes y de los mercados. Abolid el comercio y las nueve
décimas partes de los edificios de una ciudad correinte dejan de tener el menor
sentido o la menor utilidad.
“Las
ciudades se harán mucho más pequeñas”. Reconoce Lenin. “¿También serán
enteramente diferentes de lo que son hoy? Digo yo. “Evidentemente, del todo
diferentes”.
Le
hice observar la enormidad de la tarea que esto implicaba. Esto significaba la
muerte de las ciudades actuales y su sustitución. Las iglesias y grandes
edificios de Petrogrado seríoan pronto como los de Novgorod la Grande, como los
templos de Paestum o de Ankor. El admitió, sin tristeza ninguna, que la mayor
parte de las ciudades se disgregarían y acabarían por desaparecer. Me pareció
que aquello le alegraba el corazón, encontrar a alguien que comprendise una de
las consecuencias necesarias del colectivismo, consecuencia que muchos, incluso
sus discípulos, no pueden concebir.
“Rusia”,
me dijo, “tiene la necesidad de ser reconstruida del todo… Rusia necesita hacer
algo enteramente nuevo…”. “¿Y la industria?, le pregunte, “¿no será también
preciso reconstruirla de arriba abajo también?”. Me preguntó si me daba cuenta
de lo que había comenzado a hacerse en este sentido en el país. ¿Acaso no había
oído hablar de la electrificación total de Rusia?. Pues Lenin, que como todo
buen marxista ortodoxo, se burla y denuncia de buena gana a los utopistas, ha
acabado él también por ser víctima de una utopía, la utopía de los
electricistas. Apoya con todo su poder un proyecto grandioso que comporta el
establecimiento de grandes centrales eléctricas en Rusia, capaces de distribuir
a provincias enteras luz, medios de transporte y fuerza motriz para la
industria.
EL VII CONGRESO DE LOS SOVIETS APRUEBA EN 1920 EL PLAN DE ELECTRIFICACACIÓN DE LENIN |
“A
título de experimento”, dijo, “se han electrificado ya dos distritos.”. ¿Puede
imaginarse un proyecto más atrevido, en aquel país llano, cubierto de bosques,
poblado de campesinos analfabetos, en aquel país sin hulla blanca, sin
técnicos, y cuya industria y comercio están en la agonía? Es preciso decir que
en Holanda están en curso planes de electrificación del mismo género. Otros han
dado y dan lugar a discusiones técnicas y financieras en Inglaterra. En estos
países de población densa, de industria desarrollada, se comprende muy bien que
este sistema pueda dar excelentes resultados, que pueda ser económico y llamado
a rendir inmensos servicios. Pero aplicar este sistema del porvenir a la Rusia
del presente, es cosa que pide un gran esfuerzo a la imaginación más
resueltamente más creadora.
Me
es imposible, en cuento a mí respecta, concebir la realización de nada
semejante en este Rusia sombria y inescrutable. Pero el hombrecillo del Kremlin
está lleno de confianza. Ve los ferrocarriles, hoy destrozados, sustituidos por
un modo de locomoción eléctrico nuevo. Ve nuevos caminos desplegándose en
largas cintas a través de todo el país. Ve un industrialismo comunista,
enteramente nuevo y más feliz del que conocemos nosotros, instalándose pronto
sobre las ruinas del antiguo. Y mientras yo dialogaba con él había casi logrado
hacerme compartir su entusiasmo y su confianza con su visión…
“Pero”,
le objeté yo, “en la puesta en práctica de vuestros proyectos ¿no le será a
usted preciso contar en adelante con los campesinos enraizados en el suelo que
les ha sido repartido?”. “Pues no se trata solamente de reconstruir las
ciudades. Los últimos vestigios de la antigua organización agrícola y de la
organización agrícola presente, deben desaparecer también.”.
“Ni
siquiera hoy”, respondió Lenin, “no se debe creer que toda la producción
agrícola de Rusia sea debida a los esfuerzos de los campesinos. Tenemos a
trechos explotaciones que funcionan según los procedimientos modernos de gran
cultivo. En aquellos lugares de condiciones favorables, el Gobierno Soviético
pone valor vastos dominos en que los boreros sustituyen a los campesinos. Los
resultados que obtenemos dan motivo a las mayores esperanzas. Se pueden
desarrollar estas explotaciones. Las extenderemos primero a toda una provincia;
después a otra. Los campesinos de las otras provincias, hoy propietarios, egoístas
e ignorantes, no sabrán nada, probablemente, de la transformación que está en
curso hasta que llegue su turno de expropiación… tal vez sea difícil vencer al
campesino ruso en bloque, pero en detalle, la cosa no presentará la menor
dificultad.”.
Al
hablarme así de los campesinos, Lenin se me acercó en actitud confidencial,
como si fuese posible que algún campesino estuviese junto a la puerta para
sorprender la conversación… “No es solamente la organización material de una
sociedad lo que ha de emprender usted”, le objeté yo, “Es todo un pueblo, al
que se precisa dar una mentalidad nueva. Los rusos son por hábito traficantes e
individualistas; es su alma misma y sus instintos lo que necesitará reformar
enteramente si este mundo nuevo ha de sobrevivir.”. A esto Lenin me preguntó si
yo había estudiado la obra de reorganización que los soviets han emprendido
para la educación popular. Le hice el elogio de algunas cosas que había visto.
Él se inclinó y sonrió complacido. Tiene una confianza ilimitada en todo lo que
hace. “Pero esto no son más que cosas en embrión”, le dije. “Entendido. Vuelva
usted dentro de diez años a ver lo que habremos realizado, para entonces.” Me
respondió.
En
Lenin comencé a darme cuenta de que el comunismo podía a pesar de todo, ya
despecho del mismo Marx, tomar un poderío constructivo enorme. Después de los
fatigosos fanáticos de la lucha de clases que yo había encontrado entre los
comunistas, después de aquellos hombres de estériles fórmulas pétreas, después
de darme cuenta varias veces su suficiencia uniformada y vacua, común a los discípulos
de Marx, aquel hombrecillo extraordinario que reconocía con tanta franqueza la
inmensidad y complejidad de su proyecto de comunismo, aquella concentración
sencilla y sin afectación de todos los esfuerzos que aporta para hacerla triunfar,
tenían, a fe mía, algo de carácter nuevo y refrescante.
Él
posee al menos una visión clara del mundo nuevo, estudiado, reconstruido sobre
planos inéditos. No le oculté mis impresiones. Por ejemplo, que ellos habían
roto el espinazo al tráfico comercial antes de tomar las disposiciones
necesarias para establecer un racionamiento. Incluso habían roto la
organización cooperativa en vez de desarrollarla y servirse de ella. Y así muchas
otras cosas. Esto nos condujo rápidamente a las divergencias esenciales de
nuestras concepciones; la diferencia en suma, que existe entre el colectivista
y el marxista, a saber: “¿Es necesario llevar a fondo la revolución social?¿Es
verdaderamente necesario derribar completamente un sistema social y económico existente
antes de que un nuevo sistema pueda comenzar a funcionar?”.
“Por
mí”, expliqué yo, “creo que mediante una campaña de educación cívica, campaña
sostenida y de gran envergadura, el sistema capitalista actual podría
civilizarse y transformarse en un sistema de colectivismo universal.”
Lenin
en contra, ha adoptado hace muchos años el dogma marxista de que la lucha de
clases es inevitable y que conviene la supresión total del capitalismo como
preludio esencial a toda tentativa de reconstrucción; el dogma de la dictadura
del proletariado, etc.…
Necesitaba,
pues, sostener, y lo sostuvo de nuevo, que el capitalismo moderno es
incurablemente rapaz, derrochador, refractario a todo perfeccionamiento.
Necesitaba sostener, y lo sostuvo, que el capitalismo moderno continuará
explotando la herencia de la humanidad estúpidamente y sin ningún fin
determinado; que combatirá e impedirá toda administración de los recursos
naturales con vista al interés general, y que periódicamente, inevitablemente,
traerá de nuevo la guerra al mundo.
Al
pleitear contra estas afirmaciones, yo pleiteaba, es preciso reconocerlo, una
causa difícil. Lenin sacó de un cajón de su escritorio el último libro de
Chiozza Money titulado El triunfo de la nacionalización. Había leído sin duda
la obra con la mayor atención. “Pero ya lo ve usted”, me dijo enseñándome el
volumen, “En seguida que comienzan ustedes a tener una buena organización
colectiva que podría trabajar para el interés general, los capitalistas la
destrozan. Ellos han destruido vuestros astilleros nacionales de construcción
naval. No quieren dejaros explotar vuestras minas de carbón económicamente, ni
vuestros caminos de hierro ¡Todo esto está aquí!”, dijo golpeando el libro con
la mano. Y cuando en otro momento del diálogo, yo quise hacer prevalecer el
argumento de que las guerras eran debidas a un imperialismo nacionalista, y no
a la organización capitalista de la sociedad, me interrumpió de súbito: “Y
entonces, ¿qué piensa usted de este nuevo imperialismo republicano que nos
llega hoy de América?”.
A
estas palabras, el señor Rothstein quiso interponerse y pronunció en ruso una
protesta que Lenin apartó con un gesto. A pesar, pues, de Rothstein, que le
rogaba evidentemente que se apartase de la reserva diplomática, Lenin se puso a
explicarme los proyectos mediante los cuales América se esforzaba en aquel
momento de deslumbrar la imaginación de Moscú. Estos proyectos eran: Ayuda
económica a Rusia, Reconocimiento del
gobierno bolchevique, una alianza defensiva contra toda agresión del Japón en
Siberia, creación de una base naval americana en la costa asiática, concesión a
los americanos, a largo plazo (cincuenta o sesenta años), la explotación de los
recursos naturales de Kamtchaka y probablemente otras regiones más de Rusia.
“¿Qué
significan estos proyectos”, preguntó Lenin, “sino el comienzo de una nueva
lucha entre naciones por los mejores trozos del planeta?¿Acaso el imperialismo
británico y el imperialismo francés encontrarían de su gusto estos proyectos
americanos?”
Al
regresar, comimos juntos otra vez en la fonda Vanderlip, el escultor y yo. El
viejo criado de la casa nos sirvió, triste y avergonzado de la frugalidad de
nuestros víveres, acordándose de los grandes días del pasado. Este valiente
servidor se acordaba de los tiempos en que Carusso estaba entre los invitados
de la casa, y en un salón del piso alto había cantado en presencia de la más
brillante sociedad de Moscú. Me decidí a partir para Petrogrado aquella misma
tarde y llegar a Reval con tiempo necesario para tomar el primer vapor para
Estocolmo.
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