CURIOSIDADES:
El navio del estado iba a flotar sin dirección alguna hasta que se presentase un piloto capaz de llevarlo a puerto. Dos súbitos acontecimientos nos trajeron la salvación: la batalla de Zurich, ganada por Masséna el 25 de septiembre de 1799, que rechazó a los rusos preservando nuestra frontera, y la entrada de Bonaparte en París, después de desembarcar en Frejus el 9 del mismo mes, violando las leyes de cuarentena para preservarnos de las epidemias traídas por los buques procedentes de Oriente. El pueblo había presentido desde hacía tiempo su llegada.
Yo tenía barruntos de que Bonaparte iba a caernos el día menos pensado, como llovido del cielo. Sus hermanos Luciano y José estaban convencidos de que si sus cartas llegaba a Egipto, burlando el bloqueo inglés, Bonaparte haría todo lo posible por volver. Yo, por mi lado, me decidí a frecuentar a Josefina Beauharnaís, que por aquellos tiempos se quejaba mucho del desvio de sus dos cuñados. Josefina no tenía nunca un céntimo, porque malgastaba en lujos la renta de cuarenta mil francos que le había dejado su marido antes de su partida, y también se habian esfumado dos envíos extraordinarios de dinero que le hicieron desde Egipto en menos de un año. Como barrás me recomendó, hice llegar a manos de madame Bonaparte distribuciones clandestinas procedentes del producto de las casas de juego. Le dí en mano la suma de mil luises, y esta galantería ministerial acabó por atraerla a mi causa. Sabía por ella muchas cosas, pues se visitaba con el "Tout París". Lo que oí decir de todos lados me persuadió de que Bonaparte comparecería el día menos pensado ante nuestros ojos. Pro esto me encontraba ya preparado para el acontecimiento, que a todo el mundo cogió de sorpresa.
Para regresar a París en las circunstancias en que Bonaparte lo hizo se necesitaba algo más que audacia: significaba abandonar su ejército victorioso, atravesar las flotas enemigas, actuar siempre en tiempo oportuno, tener en suspenso todos los partidos, decidirse por lo más seguro, pesarlo todo, dominarlo todo en un ambiente de tantos intereses y pasiones contrarias, y todo esto realizarlo en 25 días. Este corto intervalo, que separa la llegada de Bonaparte de la jornada del 18 Brumario, requeriría un volumen para que quedasen descritas sus particularidades o, mejor, requeriría el estilo de Tácito.
Mediante un cálculo hábil, Bonaparte se había hecho preceder de la noticia de su victoria en Abukir. A mi no me pasó inadvertido que en ciertas tertulias se hablaba de él en tono de propaganda., con hinchazón e hipérbole. Después de lo súltimos despachos procedentes de Egipto, se notaba en casa de josefina y de sus cuñados más animación y alegría.
"¡Ah!¡Si se presentase aquí de pronto!. Me dijo Josefina. Ello no sería imposible. Si hubiese recibido a tiempo la noticia de nuestras derrotas, estaría ardiendo de impaciencia para venir a repararlo todo, a salvarlo todo.
Apenas hacia 15 días que yo había oído esas palabras, cuando Bonaparte desembarca. Excita el más vivo entusiasmo con su paso por Aix, Aviñón, Valence, Vienne, y sobre todo Lyon. Habríase dicho que en todas partes se sentía que nos faltaba un jefe y que este jefe llegaba ahora bajo auspicios de la fortuna. Anunciada en París en todas partes, esta noticia produjo una sensación extraordinaria, una embriaguez general. Hubo, es cierto, algo ficticio, un impulso oculto; pero no se manda a toda la opinión y, ciertamente, esta fue muy favorable a este regreso inopinado de un gran hombre. Desde entonces pareció considerarse un soberano que es recibido en sus estados. Primero, el Directorio experimentó un secreto despecho, y los republicanos, por instinto, mucha alarma. Tránsfuga del ejército del Oriente y violador de las leyes sanitarias, Bonaparte hubiese sido quebrantado ante un gobierno fuerte. Pero el Directorio, testimonio de la general embriaguez, no se atrevió a ser riguroso. Además, estaba dividido. ¿Cómo hubiese podido entenderse, en un asunto tan grave, sin unanimidad de intención y de opiniones? Al siguiente día, Bonaparte se presentó en el Luxemburgo a rendir cuenta, en sesión particular, del estado en que había dejado a Egipto. Allí, esforzándose en justificar su súbito regreso con el designio de compartir y conjurar los peligros de la patria, juró al Directorio, con la mano sobre el pomo de su espada, que jamás se desenvainaría como no fuese por la defensa de la República y la de su gobierno. El Directorio pareció convencido: hasta tal punto estaba dispuesto a engañarse.
Viéndose acogido y solicitado por los mismos gobiernos. Bonaparte, bien decidio a apodarse de la autoridad, se creyó seguro de su actuación.
NAPOLEON CON SU VIEJA GUARDÍA |
Yo tenía barruntos de que Bonaparte iba a caernos el día menos pensado, como llovido del cielo. Sus hermanos Luciano y José estaban convencidos de que si sus cartas llegaba a Egipto, burlando el bloqueo inglés, Bonaparte haría todo lo posible por volver. Yo, por mi lado, me decidí a frecuentar a Josefina Beauharnaís, que por aquellos tiempos se quejaba mucho del desvio de sus dos cuñados. Josefina no tenía nunca un céntimo, porque malgastaba en lujos la renta de cuarenta mil francos que le había dejado su marido antes de su partida, y también se habian esfumado dos envíos extraordinarios de dinero que le hicieron desde Egipto en menos de un año. Como barrás me recomendó, hice llegar a manos de madame Bonaparte distribuciones clandestinas procedentes del producto de las casas de juego. Le dí en mano la suma de mil luises, y esta galantería ministerial acabó por atraerla a mi causa. Sabía por ella muchas cosas, pues se visitaba con el "Tout París". Lo que oí decir de todos lados me persuadió de que Bonaparte comparecería el día menos pensado ante nuestros ojos. Pro esto me encontraba ya preparado para el acontecimiento, que a todo el mundo cogió de sorpresa.
Para regresar a París en las circunstancias en que Bonaparte lo hizo se necesitaba algo más que audacia: significaba abandonar su ejército victorioso, atravesar las flotas enemigas, actuar siempre en tiempo oportuno, tener en suspenso todos los partidos, decidirse por lo más seguro, pesarlo todo, dominarlo todo en un ambiente de tantos intereses y pasiones contrarias, y todo esto realizarlo en 25 días. Este corto intervalo, que separa la llegada de Bonaparte de la jornada del 18 Brumario, requeriría un volumen para que quedasen descritas sus particularidades o, mejor, requeriría el estilo de Tácito.
Mediante un cálculo hábil, Bonaparte se había hecho preceder de la noticia de su victoria en Abukir. A mi no me pasó inadvertido que en ciertas tertulias se hablaba de él en tono de propaganda., con hinchazón e hipérbole. Después de lo súltimos despachos procedentes de Egipto, se notaba en casa de josefina y de sus cuñados más animación y alegría.
"¡Ah!¡Si se presentase aquí de pronto!. Me dijo Josefina. Ello no sería imposible. Si hubiese recibido a tiempo la noticia de nuestras derrotas, estaría ardiendo de impaciencia para venir a repararlo todo, a salvarlo todo.
Apenas hacia 15 días que yo había oído esas palabras, cuando Bonaparte desembarca. Excita el más vivo entusiasmo con su paso por Aix, Aviñón, Valence, Vienne, y sobre todo Lyon. Habríase dicho que en todas partes se sentía que nos faltaba un jefe y que este jefe llegaba ahora bajo auspicios de la fortuna. Anunciada en París en todas partes, esta noticia produjo una sensación extraordinaria, una embriaguez general. Hubo, es cierto, algo ficticio, un impulso oculto; pero no se manda a toda la opinión y, ciertamente, esta fue muy favorable a este regreso inopinado de un gran hombre. Desde entonces pareció considerarse un soberano que es recibido en sus estados. Primero, el Directorio experimentó un secreto despecho, y los republicanos, por instinto, mucha alarma. Tránsfuga del ejército del Oriente y violador de las leyes sanitarias, Bonaparte hubiese sido quebrantado ante un gobierno fuerte. Pero el Directorio, testimonio de la general embriaguez, no se atrevió a ser riguroso. Además, estaba dividido. ¿Cómo hubiese podido entenderse, en un asunto tan grave, sin unanimidad de intención y de opiniones? Al siguiente día, Bonaparte se presentó en el Luxemburgo a rendir cuenta, en sesión particular, del estado en que había dejado a Egipto. Allí, esforzándose en justificar su súbito regreso con el designio de compartir y conjurar los peligros de la patria, juró al Directorio, con la mano sobre el pomo de su espada, que jamás se desenvainaría como no fuese por la defensa de la República y la de su gobierno. El Directorio pareció convencido: hasta tal punto estaba dispuesto a engañarse.
Viéndose acogido y solicitado por los mismos gobiernos. Bonaparte, bien decidio a apodarse de la autoridad, se creyó seguro de su actuación.
Todo
dependía de la habilidad de sus maniobras. Primero consideró el estado de los
partidos. El popular, del que Jourdan era uno de los jefes rodaba en la ola de
una revolución interminable. Venía luego el partido de los especuladores en
revoluciones, que Bonaparte llamaba “los podridos”, y que tenían por cabeza a
Barras. Después los moderados o los políticos guiados por Sieyés, que se
esforzaban en fijar los destinos de la revolución por sur sus reguladores y
árbitros. ¿Podía Bonaparte aliarse a los jacobinos, aunque estos le hubieran
cedido la dictadura? Pero después de haber vencido con ellos hubiese sido
preciso casi inmediatamente vencer sin ellos. ¿Qué podría ofrecerle realmente Barras
sino una tabla podrida, según la expresión misma de Bonaparte? Quedaba el
partido de Sieyés, que era preciso engañar también, pues el ilustre tránsfuga
quería servirse como instrumento del hombre que pretendía permanecer dueño de
los negocios públicos. Así,. En el fondo, Bonaparte no tenía para sí ningún
partido que tuviese la intención de fundar su fortuna en una usurpación
manifiesta; y no obstante, triunfó, pero engañando a todo el mundo, engañando a
los directores Barrás y Sieyés, y sobre todo a Moulins y Gohier, que eran los
únicos de buena fe.
Se
formó primero una especie de consejo privado compuesto de sus hermanos, de
Berthier, Regnault de Saint Jean d´Angely, Roedeerer, Real, Bruix, y de otro
personaje que pronto adelantó a los demás por su destreza; quiero decir M. de
Talleyrand, que acosado por el partido popular y forzado a abandonar el
ministerio, se hacia un título de estas circunstancias, para entrar en la
nuevas intrigas. Primero, temía no ser acogido por Bonaparte a causa de lo de
la expedición de Egipto, o mejor, por haberla aconsejado. En todo caso, sondea
hábilmente el terreno, se presenta y emplea todos los recursos de su talento
insinuante y hábil para cautivar al hombre que, de una mirada, ve todo el
partido que de él puede sacar. Es él que le enseña al desnudo las llagas del
gobierno, que le tiene al corriente del estado de los partidos y del alcance de
cada carácter. Sabe por él que Sieyés, llevando en su seguimiento a Roger
Ducos, proyecta un golpe de estado, y que solo se ocupa de subsistir a lo
existente un gobierno a su manera; que si por un lado tiene en contra suya a
los republicanos más enérgicos, que se arrepienten de haberlo elegido, del otro
tiene un partido ya formado que no ofrece ningún otro director, ni siquiera
Barrás, que vacila entre Sieyés por una parte y Moulins y Gohier de la otra.
Que estos dos últimos, adheridos ciegamente al orden actual de las cosas, se
inclinan a favor de los republicanos ardientes e incluso por los jacobinos, y
que si tuviesen más talento y carácter, manejarían a su antojo el Consejo de
los Quinientos e incluso una buena parte del otro consejo.
JOSEPH FOUCHÉ |
Todo
lo que Talleyrand le enseña, los demás consejeros suyos se lo confirman. En
cuanto a él, nada se transparenta aún de sus verdaderos designios. Muestra en
apariencia un gran distanciamiento para con Sieyés, poca confianza en Barras,
mucha expansión e intimidad para con Gohier y Moulins y va hasta proponerlos
deshacerse de Sieyés, a condición d eser elegido en su lugar. Pero no teniendo
la edad requerida para entrar en el directorio, los dos directores, temiendo
quizá su ambición, permanecen inflexibles en el principio de la edad legal. Es
entonces, sin duda, que sus agentes de intriga le acercan a Sieyés. Talleyrand
empela en ello a Chenier y a este a Daunou. En una primera entrevista entre él,
Daunou, Sieyés y Chenier, les asegura que les dejará la dirección del gobierno
mientras él, Bonaparte, se contentará con ser el primer funcionario de la
autoridad ejecutiva; Chenier en persona fue quién me lo contó.
Fue
inmediatamente, después de esta conferencia cuando se formaron los primeros
concilios de diputados, unas veces en casa de Lemercier, otras en casa de
Frégeville. ¿Quién lo creyera? Bonaparte tuvo primero en contra suya a su
propio hermano, Luciano:
“Vosotros
no le conocéis, decía a los que querían confiarle la dirección del movimiento
que se preparaba; una vez en ello, se creerá en su campamento, mandará de todo,
querrá serlo todo”.
Pero
ocho días después la cooperación de Luciano fue ardiente, enérgica. Como en
tantos otros, la desconfianza republicana fue adormecida por el incentiva de
honores y riquezas.
Se
ha pretendido que yo no figuré para nada en estas salvadoras tramas, se dijo
que había estado al pairo, pero después había recogido los frutos, con gran
agilidad. Ciertamente, el instante en que escribo no e s favorable para
reivindicar el honor de haber contribuido a elevar a Bonaparte; pero he prometido
decir la verdad, y al decirla experimento una satisfacción que vence los
cálculos del amor propio y los disgustos de la esperanza engañada.
La
revolución de Saint Cloud hubiera fracasado si yo hubiese sido contrario a
ella; estaba en mi mano despistar a Sieyés, dar el alerta a Barras, informar de
verdad a Gohier y Moulins; con limitarme a secundar a Dubois de Crancé; el
único ministro oponente, todo se venía abajo. Pero hubiera sido estúpido por mi
parte no preferir labrarme un porvenir a cualquier otra cosa. Mis ideas estaban
ya fijadas. Había juzgado que Bonaparte era el único hombre capaz de efectuar
las reformas políticas imperiosamente prescritas por nuestras costumbres,
nuestros defectos, nuestras veleidades, nuestros excesos, nuestros reveses y
funestas divisiones.
Es
cierto que Bonaparte era demasiado astuto para revelarme todos sus medios de
actuación y ponerse a merced de un solo hombre. Pero me dijo lo suficiente para
seducir mi confianza, para persuadirme, y yo lo estaba ya, de que los destinos
de Francia estaban ya en sus manos.
En
dos conferencias en casa de Real, no le disimulé los obstáculos que había que
vencer. Lo que le preocupaba, lo sabía yo, era tener que combatir la exaltación
republicana, a la cual no podía oponer más que moderados o bayonetas. El mismo
me pareció entonces, políticamente hablando, inferior a Cromwell; tenía además
que temer la suerte de César, sin tener ni su brillantez ni su genio.
GOHIER |
Pero
de otro lado, ¡qué diferencia entre él, Lafayette y Dumouriez! Todo lo que
había faltado a estos dos hombres de espada de la revolución, Bonaparte lo
poseía para dominarla o adueñarse de ella.
Ya
todos los partidos parecían inmóviles y en espera, en su presencia. Su regreso,
su figura, su fama, la multitud de sus edictos, su inmenso crédito en la
opinión pública, inspiraban inquietudes a los amantes suspicaces de la libertad
y la República. Los dos directores, Gohier y Moulins, convertidos en su
esperanza, se esforzaban en cautivarle a fuerza de consideraciones y testimonios
de confianza. Propusieron a sus colegas diferirle el mando del ejército de
Italia. Sieyés se opuso; Barrás dijo que había desempeñado bastante bien sus
asuntos allí para ser necesario que volviese.- Esta frase, llegando a oídos de
Bonaparte, le sirvió de motivo para ir al Direcotorio a exigir una explicación.
Con tono firme y hablando alto, hizo ver que no tenía miedo. Gohier, presidente
del Directorio, le dijo que escogiese un ejército y respondió fríamente a su
ofrecimiento. Me di cuenta de que estaba contrapesando si haría su revolución
con Barrás o con Sieyés.
Entonces
le hice sentir la necesidad de actuar lo más rápidamente posible inclinándole a
desconfiar de Sieyés y aproximarse a Barrás, pues yo hubiera querido que le
asociase a su política.
“Tened
a Barrás con vos, cuidad del partido militar, paralizad a Bernadotte, Jourdan,
Augereau, y arrastrad a Sieyés”.
Creí
por un momento que mis insinuaciones y las de Real triunfarían de su
alejamiento respecto a Barrás; llegó incluso hasta prometernos hacerle unos
ofrecimientos previos o recibir otros de él. Advertimos de ello a Barrás, que
le invita a comer al día siguiente: era el 8 Brumario. Por la noche, Real y yo fuimos
a esperar a Bonaparte a su casa para saber el resultado de su conferencia con
Barrás. Encontramos allí a Talleyrand y Roederer. Su coche no tardó en llegar.
Comparece y dice: “y bien ¿sabéis lo que quiere vuestro amigo Barrás? Confiesa
que es imposible avanzar en el caos actual: quiere un presidente de la
República, pero quiere serlo él. ¿Habrá pretensión más ridícula? Y enmascara su
deseo hipócrita proponiendo investir con la magistratura suprema, ¿adivinad a
quién? A Hedouville, un testaferro. Esta sola indicación no os basta para
probaros que quiere llamar la atención sobre sí mismo. ¡Qué locura! No hay nada
que hacer con semejante hombre.
Estuvo
de acuerdo de que no había en ello nada factible, pero dije que no desesperaba
de dar a entender a barrás que habría medio de ponerse de acuerdo sobre la cosa
pública; que Real y yo iríamos a reprocharle suy disimulo y su poca confianza;
que le conduciríamos verosímilmente a ideas más razonables, demostrándole que
aquí, la astucia estaba fuera de lugar, y que no podría hacer nada mejor que
asociar sus destinos a los de un gran hombre.
“Nos
comprometemos a traerlo a nuestro campo”. “Pues bien, hacerlo”. Dijo Bonaparte.
En
efecto, corrimos a casa de Barrás. Nos dijo al principio que era elemental que
él buscase y exigiese unas garantías que Bonaparte eludía sin cesar. Le
asustamos pintándole el cuadro verídico del estado de cosas y del ascendiente
que ejercía ya el general sobre todo el gobierno. Convino con ello y nos
prometió ir al día siguiente, a buena hora, a ponerse a su disposición. Guardó
su palabra y partió, persuadido, al volver, de que no se haría nada sin él.
Pero
ya Bonaparte se había decidió por Sieyés, se había comprometido con él; además,
anudando los hilos de todos lados, era dueño de escoger la intriga más últil a
su política y a su ambición. De un lado, dejaba en suspenso las posibles
sospechas de Gohier y Moulins; del otro tenía paralizado a Barrás y encadenados
a Sieyés y a Roger Ducos. Yo mismo no fui instruido de sus intenciones y
operaciones más que por Real, que servía, por así decirlo, entre Bonaparte y
yo, de mutua garantía.
Desde
el 9 Brumario la conjuración se desarrolló rápidamente; cada cual reclutó a los
suyos. Entre los banqueros nos proporcionamos a Collot, que prestó dos
millones, lo que hizo marchar la cosa. Se comenzó a trabajar sordamente la
guarnición de París, entre otros elementos, dos regimientos de caballería que
habían servido en Italia bajo Bonaparte. Lannes, Murat y Leclerc se emplearon a
ganar a los jefes de cuerpo y seducir a los principales oficiales.
Independientemente de estos tres generales, de Berthier y Marmont, se pudo
contar pronto con Serrurier y Lefèvre, y nos aseguramos de Moreau y Moncey.
Moreau, con un anegación de la que tuvo después que arrepentirse, declaró que
Bonaparte era el hombre que hacía falta para reformar el Estado. Le designó
para desempeñar el primer papel que se lehabía destinado y para el cual el
propio Moreau no tenía ni vocación ni bastante energía política.
Por
su parte, el más activo y hábil de los conjurados. Luciano, secundado por
Boulay de la Meurthe y por Regnier, se concertaba con los diputados más
influyentes adictos a Sieyés. En estos concilios figuaraban Chazal Fregeville,
Daunou, Lemercier, Gabanis, Lebrun, Courtois, Cornet, Fargues, Baraillon,
Villetard, Goupil – Préfeln, Vimar,Boutterville, Cordunet, Herwyn, Delcloy,
Rousseau y Le Jarry.
Los conjurados de ambos consejos deliberaban sobre el modo más conveniente y seguro de ejecutar los proyectos, cuando Dubois de Crancé fue a denunciar la conjuración a los directores Gohier y Moulins, pidiendo se mandase detener en el acto a Bonaparte y encargándose de presidir el mismo al cumplimiento de toda orden del Directorio emanada a este efecto. Pero los dos directores se creían talmente seguors de Bonaparte que rehusaron otorgar fe a las informaciones del ministro de la Guerra. Exigieron pruebas, mientras se conspiraba en voz alta, como es costumbre en Francia. Se conspiraba en casa de Sieyés, de Bonaparte, de Murat, de Lannes, de Berthier; se conspiraba en los salones de os inspectores del Consejos de los Ancianos y entre los principales miembros de las comisiones.
Los conjurados de ambos consejos deliberaban sobre el modo más conveniente y seguro de ejecutar los proyectos, cuando Dubois de Crancé fue a denunciar la conjuración a los directores Gohier y Moulins, pidiendo se mandase detener en el acto a Bonaparte y encargándose de presidir el mismo al cumplimiento de toda orden del Directorio emanada a este efecto. Pero los dos directores se creían talmente seguors de Bonaparte que rehusaron otorgar fe a las informaciones del ministro de la Guerra. Exigieron pruebas, mientras se conspiraba en voz alta, como es costumbre en Francia. Se conspiraba en casa de Sieyés, de Bonaparte, de Murat, de Lannes, de Berthier; se conspiraba en los salones de os inspectores del Consejos de los Ancianos y entre los principales miembros de las comisiones.
No
pudiendo persuadir a Gohier ni a Moulins, Dubois de Crancé les envió, al
Luxemburgo, un agente de policía al corriente de la trama, que se la contó
entera. Gohier y Moulins, después de oírle, le mantienen incomunicado para
conferenciar sobre sus revelaciones. Aquel hombre, entonces, inquieto ante
aquel modo de proceder cuyo motivo no comprende, nerviso, presa del terror, se
escapa por una ventana y viene a contármelo todo. Su evasión y mis contaminas
borran pronto de la mente de los dos directores la impresión que le había hecho
la gestión de Dubois de Crancé, de la que informé yo a Bonaparte.
En
el acto se da el impulso. Luciano reúne a Boulay, Cahzal Cabanis, Emilio
Gaudin, y les asigna a cada cual su papel. En la casa de campo de Recamier,
cerca de Bagatelle. Luciano va a cambiar las medidas legislativas que deben
coincidir con el estallido militar. La presidencia del consejo de los
Quinientos de que él estaba investido es una de las principales poleas sobre la
que se apoya la conjuración. Dos fuertes pasiones agitaban entonces a Luciano;
la ambición y el amor: perdidamente enamorado de Recamier, mujer llena de
dulzura y encantos, se creía muy desgraciado, porque no podía sospechar la
causa de sus rigores. Pero en el tumulto de su pasión, no perdió nada de su energía
política. La que poseía su corazón pudo leerlo todo en él, y fue discreta.
Se
había acordado también que para mejor cubrir y enmascarar la trama, se daría a
Bonaparte un banquete solemne, por suscripción, al que sería llamado lo
principal de las primeras autoridades y de los diputados de ambos partidos. Se
celebró el banquete, pero sin alegría ni entusiasmo; reinó la frialdad y un
aire de coacción. Los partidos se
observaban cautelosamente unos a otros. Bonaparte, embarazado de su propio
papel, se eclipsó pronto, dejando a los invitados entregados a sus reflexiones.
LUCIANO BONAPARTE |
De
acuerdo con Luciano, Bonaparte celebró el 15 de Brumario, con Sieyés, una
entrevista en la que fueron discutidas las disposiones para la jornada del 18.
Se traba de hacer desaparecer el Directorio y de dispersar el Cuerpo
Legislativo, pero sin violencias, por caminos en apariencia legales; bien entendido,
con el empelo de todos los recursos de la superchería y de la audacia. Se
decidió comenzar el drama por un decreto del Consejo de los Ancianos ordenando
la traslación del Cuerpo Legislativo a Saint – Cloud. La elección de este
lugar para reunir el Consejo tenía sobre todo por objeto apartar toda posibilidad
de movimiento popular y dar la facultad de actuar a las tropas de un modo más
seguro fuera del contacto de París. En consecuencia, lo que se decidió entre
Sieyés y Bonaparte, el consejo íntimo de los principales conjurados celebrado
en el Hotel de Breteuil, dio el 16 al presidente del Consejo de los Ancianos.,
Lemercier, sus últimas instrucciones. Tenían por objeto ordenar una convocación
extraordinaria en la sala de los Ancianos, en las Tullerias, para el 18, a las
diez de la mañana. Se dio señal inmediatamente a la comisión de los inspectores
del mismo Consejo presidida por el diputado Cornet.
El
artículo tres de la Constitución daba poder al Consejo de los Ancianos de
transferir ambos Consejos fuera de París. Era un golpe de Estado ya propuesto a
Sieyés por Baudin des Ardennes incluso antes de la llegada de Bonaparte. Baudin
era entonces presidente de la comisión de los inspectores de los Ancianos y
miembro influyente del Consejo, había tenido en 1795 gran parte en la redacción
de la Constitución; pero disgustado de su obra, entraba en los planes de
Sieyés. Se había dado cuenta de todos modos que era preciso un brazo para
actuar, es decir, un general capaz de dirigir la parte militar de un acontecimiento
que podía adquirir carácter grave. Se había aplazado aquel plan. Al saberse el
desembarco de Bonaparte, Baudín, impresionado por la idea de que la Providencia
enviaba un hombre que él y su partido buscaban en vano, murió una noche, tal
vez de alegría. El diputado acababa de sucederle en la presidencia de la
comisión de inspectores de los Ancianos, convertida en el principal foco de la
conjuración. No tenía el talento ni la influencia de Baudín des Ardennes, pero
le suplió con un gran celo y mucha actividad.
Lo
importante era neutralizar a Gohier, presidente del Directorio. Para engañarle mejor,
Bonaparte le invita a comer en su casa el 18, con su mujer y sus hermanos. De
otro lado, hace invitar a desayunar el mismo día, a las ocho de la mañana, a
los generales y jefes de cuerpo, anunciando también que recibirá la visita y
homenajes de los oficiales de guarnición y ayudantes de la guardia nacional que
solicitaban en vano ser admitidos a su presencia desde su regreso.
Un
solo obstáculo le inquietaba: la integridad del presidente Gohier que, de
desengañarse a tiempo, podría reunir en derredor suyo todo el partido popular y
los generales opuestos a la conjura. En verdad, yo tenía los ojos muy abiertos. Para mayor seguridad,
se pensó en atraer al presidente del Directorio de un lazo. A medianoche, la
señora de Bonaparte le hizo remitir por su hijo, Eugenio Beauharnais, la
invitación amistosa de ir a desayunar a su asa, con su mujer, a las ocho de la
mañana. “Tiene que comunicarle cosas importantes”, le dice. Pero aquella hora
parece sospechosa a Gohier, y decide que su mujer irá sola a la invitación.
fuente_FOUCHÉ
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