Translate

lunes, 9 de marzo de 2015

HECHOS PRECURSORES DEL GOLPE DE ESTADO DE NAPOLEÓN


CURIOSIDADES:


El navio del estado iba a flotar sin dirección alguna hasta que se presentase un piloto capaz de llevarlo a puerto. Dos súbitos acontecimientos nos trajeron la salvación: la batalla de Zurich, ganada por Masséna el 25 de septiembre de 1799, que rechazó a los rusos preservando nuestra frontera, y la entrada de Bonaparte en París, después de desembarcar en Frejus el 9 del mismo mes, violando las leyes de cuarentena para preservarnos de las epidemias traídas por los buques procedentes de Oriente. El pueblo había presentido desde hacía tiempo su llegada.


NAPOLEON CON SU VIEJA GUARDÍA


Yo tenía barruntos de que Bonaparte iba a caernos el día menos pensado, como llovido del cielo. Sus hermanos Luciano y José estaban convencidos de que si sus cartas llegaba a Egipto, burlando el bloqueo inglés, Bonaparte haría todo lo posible por volver. Yo, por mi lado, me decidí a frecuentar a Josefina Beauharnaís, que por aquellos tiempos se quejaba mucho del desvio de sus dos cuñados. Josefina no tenía nunca un céntimo, porque malgastaba en lujos la renta de cuarenta mil francos que le había dejado su marido antes de su partida, y también se habian esfumado dos envíos extraordinarios de dinero que le hicieron desde Egipto en menos de un año. Como barrás me recomendó, hice llegar a manos de madame Bonaparte distribuciones clandestinas procedentes del producto de las casas de juego. Le dí en mano la suma de mil luises, y esta galantería ministerial acabó por atraerla a mi causa. Sabía por ella muchas cosas, pues se visitaba con el "Tout París". Lo que oí decir de todos lados me persuadió de que Bonaparte comparecería el día menos pensado ante nuestros ojos. Pro esto me encontraba ya preparado para el acontecimiento, que a todo el mundo cogió de sorpresa.

Para regresar a París en las circunstancias en que Bonaparte lo hizo se necesitaba algo más que audacia: significaba abandonar su ejército victorioso, atravesar las flotas enemigas, actuar siempre en tiempo oportuno, tener en suspenso todos los partidos, decidirse por lo más seguro, pesarlo todo, dominarlo todo en un ambiente de tantos intereses y pasiones contrarias, y todo esto realizarlo en 25 días. Este corto intervalo, que separa la llegada de Bonaparte de la jornada del 18 Brumario, requeriría un volumen para que quedasen descritas sus particularidades o, mejor, requeriría el estilo de Tácito.

Mediante un cálculo hábil, Bonaparte se había hecho preceder de la noticia de su victoria en Abukir. A mi no me pasó inadvertido que en ciertas tertulias se hablaba de él en tono de propaganda., con hinchazón e hipérbole. Después de lo súltimos despachos procedentes de Egipto, se notaba en casa de josefina y de sus cuñados más animación y alegría.

"¡Ah!¡Si se presentase aquí de pronto!. Me dijo Josefina. Ello no sería imposible. Si hubiese recibido a tiempo la noticia de nuestras derrotas, estaría ardiendo de impaciencia para venir a repararlo todo, a salvarlo todo.

Apenas hacia 15 días que yo había oído esas palabras, cuando Bonaparte desembarca. Excita el más vivo entusiasmo con su paso por Aix, Aviñón, Valence, Vienne, y sobre todo Lyon. Habríase dicho que en todas partes se sentía que nos faltaba un jefe y que este jefe llegaba ahora bajo auspicios de la fortuna. Anunciada en París en todas partes, esta noticia produjo una sensación extraordinaria, una embriaguez general. Hubo, es cierto, algo ficticio, un impulso oculto; pero no se manda a toda la opinión y, ciertamente, esta fue muy favorable a este regreso inopinado de un gran hombre. Desde entonces pareció considerarse un soberano que es recibido en sus estados. Primero, el Directorio experimentó un secreto despecho, y los republicanos, por instinto, mucha alarma. Tránsfuga del ejército del Oriente y violador de las leyes sanitarias, Bonaparte hubiese sido quebrantado ante un gobierno fuerte. Pero el Directorio, testimonio de la general embriaguez, no se atrevió a ser riguroso. Además, estaba dividido. ¿Cómo hubiese podido entenderse, en un asunto tan grave, sin unanimidad de intención y de opiniones? Al siguiente día, Bonaparte se presentó en el Luxemburgo a rendir cuenta, en sesión particular, del estado en que había dejado a Egipto. Allí, esforzándose en justificar su súbito regreso con el designio de compartir y conjurar los peligros de la patria, juró al Directorio, con la mano sobre el pomo de su espada, que jamás se desenvainaría como no fuese por la defensa de la República y la de su gobierno. El Directorio pareció convencido: hasta tal punto estaba dispuesto a engañarse.

Viéndose acogido y solicitado por los mismos gobiernos. Bonaparte, bien decidio a apodarse de la autoridad, se creyó seguro de su actuación.
 
 
JOSEFINA


Todo dependía de la habilidad de sus maniobras. Primero consideró el estado de los partidos. El popular, del que Jourdan era uno de los jefes rodaba en la ola de una revolución interminable. Venía luego el partido de los especuladores en revoluciones, que Bonaparte llamaba “los podridos”, y que tenían por cabeza a Barras. Después los moderados o los políticos guiados por Sieyés, que se esforzaban en fijar los destinos de la revolución por sur sus reguladores y árbitros. ¿Podía Bonaparte aliarse a los jacobinos, aunque estos le hubieran cedido la dictadura? Pero después de haber vencido con ellos hubiese sido preciso casi inmediatamente vencer sin ellos. ¿Qué podría ofrecerle realmente Barras sino una tabla podrida, según la expresión misma de Bonaparte? Quedaba el partido de Sieyés, que era preciso engañar también, pues el ilustre tránsfuga quería servirse como instrumento del hombre que pretendía permanecer dueño de los negocios públicos. Así,. En el fondo, Bonaparte no tenía para sí ningún partido que tuviese la intención de fundar su fortuna en una usurpación manifiesta; y no obstante, triunfó, pero engañando a todo el mundo, engañando a los directores Barrás y Sieyés, y sobre todo a Moulins y Gohier, que eran los únicos de buena fe.

Se formó primero una especie de consejo privado compuesto de sus hermanos, de Berthier, Regnault de Saint Jean d´Angely, Roedeerer, Real, Bruix, y de otro personaje que pronto adelantó a los demás por su destreza; quiero decir M. de Talleyrand, que acosado por el partido popular y forzado a abandonar el ministerio, se hacia un título de estas circunstancias, para entrar en la nuevas intrigas. Primero, temía no ser acogido por Bonaparte a causa de lo de la expedición de Egipto, o mejor, por haberla aconsejado. En todo caso, sondea hábilmente el terreno, se presenta y emplea todos los recursos de su talento insinuante y hábil para cautivar al hombre que, de una mirada, ve todo el partido que de él puede sacar. Es él que le enseña al desnudo las llagas del gobierno, que le tiene al corriente del estado de los partidos y del alcance de cada carácter. Sabe por él que Sieyés, llevando en su seguimiento a Roger Ducos, proyecta un golpe de estado, y que solo se ocupa de subsistir a lo existente un gobierno a su manera; que si por un lado tiene en contra suya a los republicanos más enérgicos, que se arrepienten de haberlo elegido, del otro tiene un partido ya formado que no ofrece ningún otro director, ni siquiera Barrás, que vacila entre Sieyés por una parte y Moulins y Gohier de la otra. Que estos dos últimos, adheridos ciegamente al orden actual de las cosas, se inclinan a favor de los republicanos ardientes e incluso por los jacobinos, y que si tuviesen más talento y carácter, manejarían a su antojo el Consejo de los Quinientos e incluso una buena parte del otro consejo.


JOSEPH FOUCHÉ

Todo lo que Talleyrand le enseña, los demás consejeros suyos se lo confirman. En cuanto a él, nada se transparenta aún de sus verdaderos designios. Muestra en apariencia un gran distanciamiento para con Sieyés, poca confianza en Barras, mucha expansión e intimidad para con Gohier y Moulins y va hasta proponerlos deshacerse de Sieyés, a condición d eser elegido en su lugar. Pero no teniendo la edad requerida para entrar en el directorio, los dos directores, temiendo quizá su ambición, permanecen inflexibles en el principio de la edad legal. Es entonces, sin duda, que sus agentes de intriga le acercan a Sieyés. Talleyrand empela en ello a Chenier y a este a Daunou. En una primera entrevista entre él, Daunou, Sieyés y Chenier, les asegura que les dejará la dirección del gobierno mientras él, Bonaparte, se contentará con ser el primer funcionario de la autoridad ejecutiva; Chenier en persona fue quién me lo contó.

Fue inmediatamente, después de esta conferencia cuando se formaron los primeros concilios de diputados, unas veces en casa de Lemercier, otras en casa de Frégeville. ¿Quién lo creyera? Bonaparte tuvo primero en contra suya a su propio hermano, Luciano:

“Vosotros no le conocéis, decía a los que querían confiarle la dirección del movimiento que se preparaba; una vez en ello, se creerá en su campamento, mandará de todo, querrá serlo todo”.

Pero ocho días después la cooperación de Luciano fue ardiente, enérgica. Como en tantos otros, la desconfianza republicana fue adormecida por el incentiva de honores y riquezas.

Se ha pretendido que yo no figuré para nada en estas salvadoras tramas, se dijo que había estado al pairo, pero después había recogido los frutos, con gran agilidad. Ciertamente, el instante en que escribo no e s favorable para reivindicar el honor de haber contribuido a elevar a Bonaparte; pero he prometido decir la verdad, y al decirla experimento una satisfacción que vence los cálculos del amor propio y los disgustos de la esperanza engañada.

La revolución de Saint Cloud hubiera fracasado si yo hubiese sido contrario a ella; estaba en mi mano despistar a Sieyés, dar el alerta a Barras, informar de verdad a Gohier y Moulins; con limitarme a secundar a Dubois de Crancé; el único ministro oponente, todo se venía abajo. Pero hubiera sido estúpido por mi parte no preferir labrarme un porvenir a cualquier otra cosa. Mis ideas estaban ya fijadas. Había juzgado que Bonaparte era el único hombre capaz de efectuar las reformas políticas imperiosamente prescritas por nuestras costumbres, nuestros defectos, nuestras veleidades, nuestros excesos, nuestros reveses y funestas divisiones.

Es cierto que Bonaparte era demasiado astuto para revelarme todos sus medios de actuación y ponerse a merced de un solo hombre. Pero me dijo lo suficiente para seducir mi confianza, para persuadirme, y yo lo estaba ya, de que los destinos de Francia estaban ya en sus manos.

En dos conferencias en casa de Real, no le disimulé los obstáculos que había que vencer. Lo que le preocupaba, lo sabía yo, era tener que combatir la exaltación republicana, a la cual no podía oponer más que moderados o bayonetas. El mismo me pareció entonces, políticamente hablando, inferior a Cromwell; tenía además que temer la suerte de César, sin tener ni su brillantez ni su genio.


GOHIER

Pero de otro lado, ¡qué diferencia entre él, Lafayette y Dumouriez! Todo lo que había faltado a estos dos hombres de espada de la revolución, Bonaparte lo poseía para dominarla o adueñarse de ella.

Ya todos los partidos parecían inmóviles y en espera, en su presencia. Su regreso, su figura, su fama, la multitud de sus edictos, su inmenso crédito en la opinión pública, inspiraban inquietudes a los amantes suspicaces de la libertad y la República. Los dos directores, Gohier y Moulins, convertidos en su esperanza, se esforzaban en cautivarle a fuerza de consideraciones y testimonios de confianza. Propusieron a sus colegas diferirle el mando del ejército de Italia. Sieyés se opuso; Barrás dijo que había desempeñado bastante bien sus asuntos allí para ser necesario que volviese.- Esta frase, llegando a oídos de Bonaparte, le sirvió de motivo para ir al Direcotorio a exigir una explicación. Con tono firme y hablando alto, hizo ver que no tenía miedo. Gohier, presidente del Directorio, le dijo que escogiese un ejército y respondió fríamente a su ofrecimiento. Me di cuenta de que estaba contrapesando si haría su revolución con Barrás o con Sieyés.

Entonces le hice sentir la necesidad de actuar lo más rápidamente posible inclinándole a desconfiar de Sieyés y aproximarse a Barrás, pues yo hubiera querido que le asociase a su política.

“Tened a Barrás con vos, cuidad del partido militar, paralizad a Bernadotte, Jourdan, Augereau, y arrastrad a Sieyés”.

Creí por un momento que mis insinuaciones y las de Real triunfarían de su alejamiento respecto a Barrás; llegó incluso hasta prometernos hacerle unos ofrecimientos previos o recibir otros de él. Advertimos de ello a Barrás, que le invita a comer al día siguiente: era el 8 Brumario. Por la noche, Real y yo fuimos a esperar a Bonaparte a su casa para saber el resultado de su conferencia con Barrás. Encontramos allí a Talleyrand y Roederer. Su coche no tardó en llegar. Comparece y dice: “y bien ¿sabéis lo que quiere vuestro amigo Barrás? Confiesa que es imposible avanzar en el caos actual: quiere un presidente de la República, pero quiere serlo él. ¿Habrá pretensión más ridícula? Y enmascara su deseo hipócrita proponiendo investir con la magistratura suprema, ¿adivinad a quién? A Hedouville, un testaferro. Esta sola indicación no os basta para probaros que quiere llamar la atención sobre sí mismo. ¡Qué locura! No hay nada que hacer con semejante hombre.

Estuvo de acuerdo de que no había en ello nada factible, pero dije que no desesperaba de dar a entender a barrás que habría medio de ponerse de acuerdo sobre la cosa pública; que Real y yo iríamos a reprocharle suy disimulo y su poca confianza; que le conduciríamos verosímilmente a ideas más razonables, demostrándole que aquí, la astucia estaba fuera de lugar, y que no podría hacer nada mejor que asociar sus destinos a los de un gran hombre.

“Nos comprometemos a traerlo a nuestro campo”. “Pues bien, hacerlo”. Dijo Bonaparte.

En efecto, corrimos a casa de Barrás. Nos dijo al principio que era elemental que él buscase y exigiese unas garantías que Bonaparte eludía sin cesar. Le asustamos pintándole el cuadro verídico del estado de cosas y del ascendiente que ejercía ya el general sobre todo el gobierno. Convino con ello y nos prometió ir al día siguiente, a buena hora, a ponerse a su disposición. Guardó su palabra y partió, persuadido, al volver, de que no se haría nada sin él.

TALLEYRAND


Pero ya Bonaparte se había decidió por Sieyés, se había comprometido con él; además, anudando los hilos de todos lados, era dueño de escoger la intriga más últil a su política y a su ambición. De un lado, dejaba en suspenso las posibles sospechas de Gohier y Moulins; del otro tenía paralizado a Barrás y encadenados a Sieyés y a Roger Ducos. Yo mismo no fui instruido de sus intenciones y operaciones más que por Real, que servía, por así decirlo, entre Bonaparte y yo, de mutua garantía.
Desde el 9 Brumario la conjuración se desarrolló rápidamente; cada cual reclutó a los suyos. Entre los banqueros nos proporcionamos a Collot, que prestó dos millones, lo que hizo marchar la cosa. Se comenzó a trabajar sordamente la guarnición de París, entre otros elementos, dos regimientos de caballería que habían servido en Italia bajo Bonaparte. Lannes, Murat y Leclerc se emplearon a ganar a los jefes de cuerpo y seducir a los principales oficiales. Independientemente de estos tres generales, de Berthier y Marmont, se pudo contar pronto con Serrurier y Lefèvre, y nos aseguramos de Moreau y Moncey. Moreau, con un anegación de la que tuvo después que arrepentirse, declaró que Bonaparte era el hombre que hacía falta para reformar el Estado. Le designó para desempeñar el primer papel que se lehabía destinado y para el cual el propio Moreau no tenía ni vocación ni bastante energía política.

Por su parte, el más activo y hábil de los conjurados. Luciano, secundado por Boulay de la Meurthe y por Regnier, se concertaba con los diputados más influyentes adictos a Sieyés. En estos concilios figuaraban Chazal Fregeville, Daunou, Lemercier, Gabanis, Lebrun, Courtois, Cornet, Fargues, Baraillon, Villetard, Goupil – Préfeln, Vimar,Boutterville, Cordunet, Herwyn, Delcloy, Rousseau y Le Jarry.

Los conjurados de ambos consejos deliberaban sobre el modo más conveniente y seguro de ejecutar los proyectos, cuando Dubois de Crancé fue a denunciar la conjuración a los directores Gohier y Moulins, pidiendo se mandase detener en el acto a Bonaparte y encargándose de presidir el mismo al cumplimiento de toda orden del Directorio emanada a este efecto. Pero los dos directores se creían talmente seguors de Bonaparte que rehusaron otorgar fe a las informaciones del ministro de la Guerra. Exigieron pruebas, mientras se conspiraba en voz alta, como es costumbre en Francia. Se conspiraba en casa de Sieyés, de Bonaparte, de Murat, de  Lannes, de Berthier; se conspiraba en los salones de os inspectores del Consejos de los Ancianos y entre los principales miembros de las comisiones.

No pudiendo persuadir a Gohier ni a Moulins, Dubois de Crancé les envió, al Luxemburgo, un agente de policía al corriente de la trama, que se la contó entera. Gohier y Moulins, después de oírle, le mantienen incomunicado para conferenciar sobre sus revelaciones. Aquel hombre, entonces, inquieto ante aquel modo de proceder cuyo motivo no comprende, nerviso, presa del terror, se escapa por una ventana y viene a contármelo todo. Su evasión y mis contaminas borran pronto de la mente de los dos directores la impresión que le había hecho la gestión de Dubois de Crancé, de la que informé yo a Bonaparte.

En el acto se da el impulso. Luciano reúne a Boulay, Cahzal Cabanis, Emilio Gaudin, y les asigna a cada cual su papel. En la casa de campo de Recamier, cerca de Bagatelle. Luciano va a cambiar las medidas legislativas que deben coincidir con el estallido militar. La presidencia del consejo de los Quinientos de que él estaba investido es una de las principales poleas sobre la que se apoya la conjuración. Dos fuertes pasiones agitaban entonces a Luciano; la ambición y el amor: perdidamente enamorado de Recamier, mujer llena de dulzura y encantos, se creía muy desgraciado, porque no podía sospechar la causa de sus rigores. Pero en el tumulto de su pasión, no perdió nada de su energía política. La que poseía su corazón pudo leerlo todo en él, y fue discreta.

Se había acordado también que para mejor cubrir y enmascarar la trama, se daría a Bonaparte un banquete solemne, por suscripción, al que sería llamado lo principal de las primeras autoridades y de los diputados de ambos partidos. Se celebró el banquete, pero sin alegría ni entusiasmo; reinó la frialdad y un aire de coacción. Los partidos  se observaban cautelosamente unos a otros. Bonaparte, embarazado de su propio papel, se eclipsó pronto, dejando a los invitados entregados a sus reflexiones.


LUCIANO BONAPARTE

De acuerdo con Luciano, Bonaparte celebró el 15 de Brumario, con Sieyés, una entrevista en la que fueron discutidas las disposiones para la jornada del 18. Se traba de hacer desaparecer el Directorio y de dispersar el Cuerpo Legislativo, pero sin violencias, por caminos en apariencia legales; bien entendido, con el empelo de todos los recursos de la superchería y de la audacia. Se decidió comenzar el drama por un decreto del Consejo de los Ancianos ordenando la traslación del Cuerpo Legislativo a Saint – Cloud. La elección de este lugar para reunir el Consejo tenía sobre todo por objeto apartar toda posibilidad de movimiento popular y dar la facultad de actuar a las tropas de un modo más seguro fuera del contacto de París. En consecuencia, lo que se decidió entre Sieyés y Bonaparte, el consejo íntimo de los principales conjurados celebrado en el Hotel de Breteuil, dio el 16 al presidente del Consejo de los Ancianos., Lemercier, sus últimas instrucciones. Tenían por objeto ordenar una convocación extraordinaria en la sala de los Ancianos, en las Tullerias, para el 18, a las diez de la mañana. Se dio señal inmediatamente a la comisión de los inspectores del mismo Consejo presidida por el diputado Cornet.

El artículo tres de la Constitución daba poder al Consejo de los Ancianos de transferir ambos Consejos fuera de París. Era un golpe de Estado ya propuesto a Sieyés por Baudin des Ardennes incluso antes de la llegada de Bonaparte. Baudin era entonces presidente de la comisión de los inspectores de los Ancianos y miembro influyente del Consejo, había tenido en 1795 gran parte en la redacción de la Constitución; pero disgustado de su obra, entraba en los planes de Sieyés. Se había dado cuenta de todos modos que era preciso un brazo para actuar, es decir, un general capaz de dirigir la parte militar de un acontecimiento que podía adquirir carácter grave. Se había aplazado aquel plan. Al saberse el desembarco de Bonaparte, Baudín, impresionado por la idea de que la Providencia enviaba un hombre que él y su partido buscaban en vano, murió una noche, tal vez de alegría. El diputado acababa de sucederle en la presidencia de la comisión de inspectores de los Ancianos, convertida en el principal foco de la conjuración. No tenía el talento ni la influencia de Baudín des Ardennes, pero le suplió con un gran celo y mucha actividad.

Lo importante era neutralizar a Gohier, presidente del Directorio. Para engañarle mejor, Bonaparte le invita a comer en su casa el 18, con su mujer y sus hermanos. De otro lado, hace invitar a desayunar el mismo día, a las ocho de la mañana, a los generales y jefes de cuerpo, anunciando también que recibirá la visita y homenajes de los oficiales de guarnición y ayudantes de la guardia nacional que solicitaban en vano ser admitidos a su presencia desde su regreso.

Un solo obstáculo le inquietaba: la integridad del presidente Gohier que, de desengañarse a tiempo, podría reunir en derredor suyo todo el partido popular y los generales opuestos a la conjura. En verdad, yo  tenía los ojos muy abiertos. Para mayor seguridad, se pensó en atraer al presidente del Directorio de un lazo. A medianoche, la señora de Bonaparte le hizo remitir por su hijo, Eugenio Beauharnais, la invitación amistosa de ir a desayunar a su asa, con su mujer, a las ocho de la mañana. “Tiene que comunicarle cosas importantes”, le dice. Pero aquella hora parece sospechosa a Gohier, y decide que su mujer irá sola a la invitación.



fuente_FOUCHÉ



No hay comentarios:

Publicar un comentario