CURIOSIDADES:
Madrileño de
nacimiento, pero descendiente de unos hidalgos cántabros, Francisco Gómez de
Quevedo Villegas se movió durante toda su vida con precariedad por la corte
castellana. Para mantener su estatus de poeta oficioso de Madrid, el autor de «La
vida del Buscón» tuvo que claudicar en numerosas ocasiones a favor de la
opinión impuesta por el Conde-duque de Olivares, al cual no profesaba
especial simpatía. Sin embargo, no parece que la hostilidad hacia los catalanes
fuera forzada por nadie, sino representativa del clima de opinión que imperó en
el contexto de la Sublevación de Cataluña en 1640.
QUEVEDO |
El poeta
vivió en primera persona el proceso de decadencia del Imperio español, que en
el año de su nacimiento, 1580, estaba a punto de alcanzar su máxima expansión con la conquista de Portugal. No en vano, a su
muerte en 1645 el panorama era muy distinto con la rebelión iniciada por los
catalanes consumiendo tropas y recursos a un ritmo desconocido en España desde
tiempos de la Reconquista.
La
Sublevación de Cataluña tuvo su raíz en la hoja de reformas con la que el
Conde-duque de Olivares buscaba repartir los esfuerzos y exigencias de mantener
un sistema imperial entre los territorios que conformaban la Monarquía
hispánica. Hasta entonces, Castilla había cargado de forma desproporcionada
con los compromisos en Europa de la dinastía Habsburgo, y a esas alturas una
profunda crisis demográfica azotaba las tierras castellanas. Las reformas fueron
recibidas en Cataluña con gran hostilidad. Así, en mayo de 1640 se produjo
un alzamiento generalizado de la población del principado de Cataluña contra la
movilización de los tercios del ejército real. Esta tensa situación desembocó
el 7 de junio de 1640 en el conocido como día del «Corpus de Sangre», cuando un
pequeño incidente en la calle Ample de Barcelona entre un grupo de
segadores precipitó la revuelta.
«En tanto en
Cataluña quedase un solo catalán, y piedras en los campos desiertos, hemos de
tener enemigos y guerra», escribió Quevedo sobre un conflicto que se complicó
por momentos. Los gobernantes catalanes se aliaron con el máximo enemigo de la
Monarquía hispánica: el Reino de Francia. El cardenal Richelieu no
desperdició una oportunidad tan buena para debilitar a la corona española y
apoyó militarmente a los sublevados. Cuando las tropas de Felipe IV
dieron la vuelta a la situación y estalló otra revuelta popular –en este caso,
en apoyo a la corona hispánica–, los gobernantes rebeldes forzaron una alianza
con Francia, donde Cataluña se constituía en república independiente bajo la
protección de Francia. No obstante, ese mismo año, 1641, anunciaron que el
nuevo conde de Barcelona sería Luis XIII de Borbón, rememorando el
antiguo vasallaje de los condados catalanes con el Imperio Carolingio.
BATALLA DE MONTJUIC EN 7 JUNIO DE 1640 |
Luis XIII
nombró un virrey francés y llenó la administración catalana de conocidos
pro-franceses Pronto, la población de Cataluña se dio cuenta de su error. El
pulso al Conde-duque de Olivares había desembocado en una guerra cuyos
gastos militares estaban financiando ellos, justo la razón por la que
iniciaron la revuelta. Durante casi una década, la región de Cataluña
permaneció bajo control francés hasta que el final de la Guerra de los
Treinta años, y el enfriamiento del choque hispano francés, permitió a
Felipe IV recuperar el territorio perdido. Conocedor del descontento de la
población catalana por la ocupación francesa, un ejército dirigido por Juan
José de Austria rindió Barcelona en 1651.
Mientras
tanto en Madrid, donde cada vez era más evidente que el Imperio español se
desmoronaba a pasos agigantados, un ambiente de nostalgia y derrotismo invadió el clima de opinión.
Francisco de Quevedo, que había renunciado a la corte y estaba retirado en un
pueblo de Ciudad Real, apuntó a los catalanes como los causantes de
todos los males del imperio, junto a otros muchos autores castellanos. Antes de
fallecer el 8 de septiembre de 1645, el poeta dejó escrito: «Son los catalanes
aborto monstruoso de la política. Libres con señor; por esto el conde de
Barcelona no es dignidad, sino vocábulo y voz desnuda. Tienen príncipe como
el cuerpo alma para vivir y como éste alega contra la razón apetitos y vicios,
aquéllos contra la razón de su señor alegan privilegios y fueros. Dicen que
tienen Conde, como el que dice que tiene tantos años, teniéndole los años a él.
El provecho que dan a sus reyes es el que da a los alquimistas su arte;
promételes que harán del plomo oro, y con los gastos los obligan a que del oro
hagan plomo».
En el
contexto de una guerra que costó miles de muertos, la enemistad entre
castellanos y catalanes era compartida. En 1640, un diplomático italiano
informó que Barcelona se había convertido en «una ciudad
sediciosa, rebelde y violenta». El odio flotó en ambas direcciones,
sin que al final del conflicto quedaran grandes cuentas pendientes. En 1653,
cuando los campesinos de la Cerdaña organizaron una incursión militar para
reconquistar el valle que Francia se había negado a devolver al final de la
guerra, su grito principal fue «¡Visca Espanya!» en apoyo a su relación
con España.
De hecho,
más allá de estos inevitables episodios de tensión entre los distintos reinos
de la península, la relación entre Castilla y Cataluña fue de cooperación mutua
desde la unión de las coronas de Castilla y León con Aragón. Como recuerda Henry
Kamen en su último libro, «España y Cataluña: Historia de una pasión»,
en 1479 la ciudad de Barcelona comunicó a Sevilla: «Ahora somos todos hermanos».
Fue muy posteriormente, a partir del siglo XIX, cuando algunos autores
catalanes comenzaron a culpar a los castellanos y a la unión de coronas de
haber causado perjuicio a las iniciativas empresariales de Cataluña durante
siglos. Y la propaganda nacionalista sigue argumentando que la castellanización de
Cataluña destrozó la economía de
la región y atacó su cultura.
FUENTE_César Cervera en ABC
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