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viernes, 15 de noviembre de 2013

LA PLATA DE AMÉRICA.

CURIOSIDADES:


Dónde está el testamento de Adán?». Esta frase, pronunciada con ira por el rey de Francia Francisco I cuando contempló parte de las riquezas que le había enviado Hernán Cortés desde México a su gran rival, Carlos V, ha pasado a la historia como signo de fortuna providencial. El arrebato del soberano francés aludía al reparto del orbe –bendecido por el papa Alejandro VI– entre españoles y portugueses, con exclusión de las demás naciones. Fueron los portugueses, cuyo monarca se titulaba, con buenos motivos, «señor del comercio y la navegación», quienes llegaron primero a las Molucas y las riquísimas islas asiáticas de la especiería, emporio de pimienta, clavo y canela. Pero la búsqueda de la ruta directa de Europa hacia las riquezas de Asia por el oriente, objetivo de los navegantes portugueses, se vio transformada con la «aparición» de América en 1492, cuando Cristóbal Colón, navegante al servicio de los Reyes Católicos, intentó alcanzar Asia navegando hacia occidente, en sentido contrario a los portugueses. 

En la incipiente economía global, que entonces comenzaba a tomar forma, era preciso encontrar productos que por su altísima rentabilidad justificaran el comercio a larga distancia. Había pocos: especias, esclavos y metales preciosos. Por eso Colón, un magnífico propagandista, mezcló en sus cartas a los Reyes Católicos constataciones de la riqueza hallada –«muchos nativos traían piezas de oro al cuello, y algunos perlas atadas a sus brazos»–, con interesadas y disuasorias alusiones a la desnudez y barbarie de los nativos que le salían al encuentro. En una misiva de 1498 señaló: «Lejos de allí había hombres de un ojo y otros con hocicos de perros que comían los hombres y que en tomando uno lo degollaban y le bebían la sangre y le cortaban su natura». Qué imaginación.

En el horizonte de 1500, el negocio de las Indias (que para los europeos aún eran unas «islas y tierra firme del mar océano» situadas frente a las costas de China o Japón) aparecía como un ostensible fracaso. A pesar de que en el segundo viaje colombino había cruzado el Atlántico «gente trabajadora para sacar el oro de las minas» y el propio Colón pidió que le enviaran «lavadores de oro y mineros de Almadén para cogerlo en la arena», la cantidad del preciado metal hallado en ríos y minas en las Antillas fue escasa. Desde luego, resultaba insuficiente para promover la colonización y garantizar el tráfico marítimo en el Atlántico. 

Hasta 1525 se vivió un primer ciclo del oro en Santo Domingo (La Española), Puerto Rico, Cuba y Jamaica, basado en el «rescate» del metal que tenían los indígenas por vía del intercambio de bienes o el pago de impuestos; se le sumaba la explotación de placeres auríferos en ríos y veredas, acompañada de la búsqueda incesante de perlas en Venezuela y Panamá. Pero este suministro de metal duraba poco y por eso se produjo una secuencia repetida en la frontera antillana: los nacientes núcleos urbanos, como Santo Domingo o San Juan de Puerto Rico, se convertían en puertos y bases de retaguardia para el avance hacia el oeste y sur del Caribe. Resultado de la primera orientación, que llevó hacia el oeste a los conquistadores, fue el hallazgo del opulento Imperio azteca, mientras que la segunda, que los condujo hacia el sur, dio lugar a la exploración del litoral en busca de un paso, que Magallanes descubrió en 1520: el estrecho que lleva su nombre. En esta etapa conquistadora, los metales preciosos provenían de la captura de tesoros como el de los aztecas, cuyo monto fue de unos dos millones de pesos. 

Terminada la conquista, fue la colonización, con el desarrollo de la vida urbana, la que determinó el paso de una minería de apropiación a otra de producción. Desde 1540, el oro se buscó en áreas mexicanas como Tehuantepec, pero fue en el siglo XVIII cuando las minas de este metal cobraron importancia. Entre 1741 y 1800 produjeron unas 67 toneladas de oro. Poca cosa en comparación con lo que se explotaba en Nueva Granada, la actual Colombia, más sus áreas limítrofes. En Castilla del Oro, como fue llamada Panamá, la explotación de yacimientos auríferos en Veragua duró hasta que se agotaron. Sobre las cuencas de los ríos colombianos Magdalena y Cauca, señores de minas con cuadrillas de esclavos y, con el paso del tiempo, agrupaciones de negros libres, fundaron aldeas y ciudades que aún perduran. Buriticá, Pamplona, Santa Fe de Antioquia o Barbacoas produjeron oro de hasta 22 quilates. En Quito había lavaderos auríferos y oro en vetas, mientras que en Perú aparecieron yacimientos en Oruro y Asangoro; de allí se envió a Carlos V una pepita de cuatro arrobas en forma de cabeza de caballo. Nada que ver con lo que acontecía en Chile, donde se extraían dos toneladas por año, si las guerras con los nativos lo permitían; el país fue conocido como el «Flandes indiano», porque la porfiada resistencia  de los indígenas recordaba a los españoles la interminable rebelión de los protestantes flamencos. La imagen de América como fracaso, lugar de «forajidos y rescatadores», tan arraigada en la mentalidad contemporánea de españoles y europeos, nació precisamente del rápido agotamiento de este ciclo minero del oro. Pero la historia de la plata fue muy distinta.

La evidencia de la riqueza de México en metales fue obvia para Cortés y sus sucesores, que pusieron en marcha una verdadera red de minas de plata, muchas de ellas convertidas luego en ciudades: Zacatecas, Guanajuato, Tasco, San Luis Potosí, Guadalajara o Oaxaca surgieron como «reales de minas», campamentos dedicados a la extracción de mineral de modo permanente. La verdadera riqueza americana, en rigor, no fue el oro, sino la plata, que durante los siguientes tres siglos, hasta la independencia, sufragó la colonización, pagó el comercio americano con Europa y sobre todo con China, o garantizó la integración de territorios fronterizos, donde se enviaban enormes cantidades de dinero, los situados, para pagar fortificaciones y milicias. Cabe destacar las minas de plata de Zacatecas, descubiertas por Juan de Tolosa en 1548, o la mina de Guanajuato, descubierta casi al mismo tiempo, con La Valenciana, la veta madre, a 514 metros de profundidad. 

En Pachuca, el sevillano Bartolomé de Medina puso en marcha en 1555 el «beneficio de patio», un método de amalgamación con mercurio, entonces llamado azogue, que al comienzo provenía de Almadén. Este proceso recibía su nombre de los patios con albercas llenas de agua, mineral de plata, mercurio y sales que disolvían la plata. Ésta, al disolverse, se adhería al mercurio; entonces se calentaba  esta mezcla o amalgama, de manera que el mercurio se evaporaba y quedaba la plata. 
Gracias al «beneficio de patio» se pudo desarrollar la minería de plata, en especial en el Alto Perú o Charcas, la actual Bolivia. Los precedentes del hallazgo en aquella región de la mina de Potosí, la más importante explotación de plata de todas las épocas, se hallan en tiempos prehispánicos, pero fue en 1545 cuando se descubrió la veta del Cerro Rico, que hizo la fortuna de Potosí. A 4.000 metros de altura y sobre una meseta desolada, desprovista de recursos agrícolas, la villa imperial –título con el que fue reconocida– aumentó su población de unos 12.000 habitantes a 160.000 en el año 1610. Treinta años después aparecieron síntomas de agotamiento y empezó un lento declive que dura hasta nuestros días. 
Junto a la tecnología de patio, el increíble éxito productivo de Potosí se basó en la utilización ampliada de un método de rotación laboral obligatorio para los indígenas, la mita –ya existente antes de la llegada de los españoles–, y en el hallazgo, en 1582, de una mina cercana de mercurio, la de Huancavelica, lo que permitió contar con un suministro alternativo al de Almadén. Éste llegaba a Potosí después de cruzar el Atlántico hasta Panamá en los galeones de la Carrera de Indias, atravesaba el istmo panameño en recuas de mulas, era embarcado de nuevo con destino al puerto limeño del Callao y desde allí se subía hasta los cuatro mil metros del Cerro Rico, a más de 500 kilómetros de distancia. 
El sistema de explotación contribuyó al éxito, pues a pesar de que el subsuelo, como mandaba la tradición del derecho romano, era una regalía de la Corona, ésta otorgaba concesiones que llegaron a 577 para cien filones de mineral; a cambio, recibía el famoso quinto real, un 20 por ciento de la plata extraída. Esta cantidad se conocía de manera perfecta por la cantidad de mercurio que se entregaba a señores de minas y concesionarios para llevar a cabo el «beneficio de patio». Literalmente, no había manera de defraudar ni un real a Hacienda.

Por Manuel Lucena Giraldo

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