CURIOSIDADES:
Fue
terrible la erupción del Vesubio que ocurrió en el 29 de agosto del año 79.
Esta sepultó Pompeya, a Herculano y otras localidades de la Campania. Pero en
otras, elevadas, como fue desde el promontorio de Miseno, en unas de las puntas
del golfo de Nápoles, pudo ver desde la lejanía la erupción el escritor Plinio
el joven. Su tío y padre adoptivo, Plinio el Viejo, naturalista y comandante de
la flota romana estacionada en Miseno, se aproximó con esta hacia la zona del
volcán, hecho que le costó la vida. Plinio el Joven se quedó con su madre en
Miseno, población que sufrió también los vaivenes del volcán pero se salvaron a
tiempo del peligro. A continuación las dos cartas de Cayo Plinio el joven a
Tácito.
Me
pides que te describa la muerte de mi tío a fin de que más verazmente se
transmita a la posterioridad. Te lo agradezco porque estoy convencido de que,
si tú conmemoras su muerte, alcanzará gloria inmortal. Porque, aunque haya
perecido en la destrucción de una de las tierras más bellas, con tantos pueblos
y ciudades, y aunque aquel inolvidable acontecimiento le asegure una vida
inmortal y aunque él mismo haya dejado obras permanentes, la eternidad de tus
escritos le añadirá eternidad. Considero felices a los que, por gracia de los
dioses, les es dado hacer cosas dignas de ser escritas o escribir cosas dignas
de ser leídas, pero felicísimos considero a los que les cupo hacer ambas cosas.
Mi tío se contará en el número de estos, tanto por sus libros como por los
tuyos. Y así gustosamente me pongo a hacer lo que de mi solicitas.
RUINAS DE POMPEYA |
Estaba
en Miseno y mandaba personalmente la escuadra. El noveno día antes de las
calendas de septiembre (24 de agosto), casi a hora séptima, mi madre le indicó
la aparición de una nube de inusitadas grandeza y forma. Había tomado el sol y
se había lavado con agua fresca y luego había comido un poco y, echado, estudiaba.
Se calzó las sandalias y subió a un sitio desde donde se podía contemplar mejor
aquel portento. Aparecía una nube, y los que la miraban desde lejos no sabían de
qué montaña salía, pero después se supo que se trataba del Vesubio. La nube
tenía un aspecto y una forma que recordaba a un pino, más que a ningún otro
árbol, porque se elevaba como si se tratara de un tronco muy largo y luego se
diversificaba en ramas. Creo que ello se debía a que, al debilitarse la
corriente que en un principio le impulsaba, la nube, sin esta fuerza impulsora
o debido a su propio peso, se desvanecía a lo ancho, y tan pronto era blanca
como sucia y manchada, según llevara tierra o ceniza.
Como
hombre sapientísimo, le pareció que aquel portento debía ser visto desde más
cerca. Hizo preparar una nave libúrnica y me permitió ir con él, si quería, y
le contesté que prefería quedarme trabajando, pues precisamente me había encargado
que escribiera ciertas cosas. Cuando salía de casa recibió un mensaje de
Rectina, la mujer de Tasco, la cual le rogaba que la sacara de aquel trance,
pues estaba atemorizada por el inminente peligro, ya que su villa estaba precisamente
de abajo de la montaña y solo le era dada huir con navíos. Cambió de opinión y
se afanó en llevar a término lo que había empezado con intención de estudio. Se
embarca en cuadrirremes con la intención de prestar auxilio no solo a Rectino
sino a muchos, porque aquel litoral era tan agradable que era muy frecuentado.
Derechamente se dirige a allí de donde los demás huían, mantiene el timón en
dirección al peligro, y tan ajeno al miedo que tomaba nota de todos los movimientos
de aquella calamidad y de cuanto se ofrecía ante sus ojos.
FORO CIVIL HERCULANO |
Cuanto
más se aproximaba la ceniza caía en las naves, cada vez más caliente y más
densa, y también pedruscos y piedras ennegrecidas, quemadas y rajadas por el
fuego, al paso que el mar se abría como un vado y las playas se veían
obstaculizadas por los cascotes. Estuvo a punto de volver atrás, pero dijo al
piloto, que se lo aconsejaba: “la fortuna favorece a los fuertes. Dirígete a
casa de Pomponiano”.
Este
vivía en Estibia, y la mitad del golfo lo separaba de nosotros, porque allí el
mar se interna a causa de una curva del litoral. Aunque por aquella parte el
peligro no era inminente, por el momento, llevó a sus enseres a sus naves,
dispuesto a escapar si amainaba el viento contrario. Este viento fue favorable
a mi tío, que llegó lo abrazó tembloroso y lo consoló y animó, con la intención
de apartar su temor con serenidad. Ordenó que se le preparara el baño, y
después se dirigió a la mesa, donde cerró alegremente o, lo que todavía es más
digno de admiración, fingiendo estar alegre.
Mientras
tanto en el Vesubio relucían, en diversos lugares, anchísimas llamas y elevados
incendios, cuyo fulgor y cuya claridad se destacaban en las tinieblas de la
noche. Mi tío, para excusar el miedo, decía que se trataba de hogueras hechas
por los campesinos fugitivos o villas abandonadas que ardían. Entonces se fue a
dormir y en verdad que durmió con sueño profundo, pues sus ronquidos eran oídos
por los que estaban de guardia en la puerta. Pero el patio por el que se
llegaba a la habitación empezó a llenarse del tal modo de ceniza y de pedruscos
que, si hubiese permanecido allí, no había podido salir. Se despertó y se reunió
con Pomponiano y los demás que habían estando velando. Deliberaron si se
quedarían bajo cubierto o si saldrían al raso, ya que el edificio vacilaba debido
a frecuentes y largos temblores y parecía que sus cimientos se corrían de un
lado para otro. No obstante, si salían a la intemperie, eran de temer las
lluvias de pedruscos, aunque más soportables. Cotejando ambos peligros, se optó
por la segunda solución; en mi tío constituyó el triunfo de la razón sobre la
razón, en los demás, el miedo sobre el miedo. Se pusieron almohadas en la
cabeza, sujetas con trapos, única protección contra lo que caía.
En
otras partes había amanecido ya; allí seguía una noche más negra y más densa
que todas las noches, solo rota por antorchas y luces variadas. Pareció
oportuno ir a la playa y ver que posibilidades existían en el mar, que estaba
desierto y adverso. Allí se echó sobre un lienzo y pidió agua fresca, y la
bebió dos veces. A él le despertó y a los demás les hizo huir el olor del
azufre, precursor de las llamas, y estas llegaron luego. Se levantó apoyándose
en dos siervos, pero cayó en seguido debido, algo que creo, a que el vaho
caliginoso le tapó la respiración y le cerró el estómago, que tenía muy
delicado y propenso al vómito. Cuando nuevamente se hizo de día, y era el
tercero desde que había dejado de ver,, su cuerpo fue hallado intacto y tal
como iba vestido; más tenía el aspecto de dormir que el de estar muerto.
Mientras
tanto yo y mi madre estábamos en Miseno. Pero esto ya no interesa a la historia
y a ti únicamente te interesa tener
información sobre su muerte. Acabo, pues, añadiendo únicamente que te lo he
contado tal como lo vi o tal como lo oí relatar inmediatamente después de
sucedido, es decir, cuando el recuerdo era reciente. Tu escoge lo que más te
convenga pues no es lo mismo escribir una carta que una historia ni dirigirse a
un amigo que a todos. Ten salud.
Inducido
por la carta que, a instancia tuya, te escribí sobre la muerte de mi tío, me
dices que deseas saber los temores y peligros por los que pasé cuando quedé en
Miseno, que es donde interrumpía mi relato. Aunque mi ánimo se horroriza al
recordarlo, empezaré.
Así
que mi tío se hubo marchado me entregué al estudio, pues para esto me había
quedado, luego me abañé, cené y dormí con inquietud y poco. Hacia muchos días
había habido un terremoto no muy alarmante, ya que es algo muy frecuente en
Campania. Pero aquella noche fue tan fuerte que par3ecia que todo más que
moverse se venía abajo. Mi madre entró precipitadamente en mi habitación en el
preciso momento que yo salía con intención de despertarla si dormía. Nos
sentamos en la explanada que había entre los edificios y el mar. No sé si por vocación o por imprudencia, pues entonces aúno no
tenía dieciocho años, me llevó un volumen de Tito Livio, y para distraerme, me
puse a leerlo y a tomar notas, como había hecho antes. De pronto se aceró un
amigo de mi tío, que recientemente había llegado de Hispania para visitarlo, y
al vernos allí sentados, y a mí que aún estaba leyendo, reprochó a mi madre su
paciencia y a mí mi confianza. No obstante, yo seguí ocupado con mi libro.
Llegó
la primera hora del día y no era todavía claro. Los edificios de los
alrededores estaban tan agrietados que en aquel lugar descubierto y angosto el
mido crecía por momentos. Entonces nos pareció oportuno abandonar la villa. La
multitud nos seguía admirada, pues en los momentos de pánico uno se suele guiar
por las decisiones de los demás, y todos empujaban a los fugitivos. Al llegar
al campo nos paramos. Nos sorprendían muchas cosas dignas de admiración y de
temor. Entre otras, ocurría que los vehículos que habíamos ordenado que nos
precedieran, a pesar de estar sobre un campo llanísimo, emprendían diversas
direcciones y no era posible mantenerlos quietos ni falcándolos con piedras.
Además, veíamos que el mar se recogía en sí mismo, como si temiese los
temblores de la tierra. La playa se había ensanchado y muchos animales marinos
habían quedado en seco sobre la arena. Por el otro lado una negra y horrible
nube, rasgada por torcidas y vibrantes sacudidas de fuego, se abría en largas
grietas de fuego, que semejaban relámpagos, pero eran mayores.
VESUBIO DESDE POMPEYA |
Entonces
aquel amigo que había venido de Hispania nos dijo seca y llanamente, a mi madre
ya mí: “Si tu hermano, si tu tío, vive todavía, quiere que vosotros también os
salvéis. Si ha muerto, quiso que le sobrevivierais. Por lo tanto, ¡qué esperáis
para emprender la huida?” Le respondimos que no buscaríamos nuestra salvación
mientras nada supiéramos de la suya; y él, sin esperar más, se alejó del
peligro lo más velozmente que pudo. No tardó mucho tiempo en descender aquella
nube hasta la tierra y cubrir el mar; ya había rodeado y escondido a Capri, y
corriéndose hacia el Miseno lo ocultaba. Entonces mi madre me pedía, me rogaba
y me mandaba que huyese como pudiera, porque siendo yo joven bien lo podría
haber, y ella, apesadumbrada por los años y el cuerpo, moriría tranquila al no
ser la causa de mi muerte. Yo, por mi parte, no me quería poner a salvo si no
era juntamente con ella; y así la cogió de la mano y la obligué a ir de prisa,
lo que hizo acusándose a sí misma de constituir un estorbo para mí. Ya caía
ceniza, aunque poca, pero al volver el rostro vi que se aproximaba una espesa
niebla por detrás de nosotros que, como un torrente, se extendía por tierra, “apartémonos,
dije, mientras veamos, a fin de que la multitud no nos atropelle en la calle
empedrada cuando vengas las tinieblas”. Apenas había dicho esto cuando
anocheció, no como en las noches sin lunas o nubladas sino con una oscuridad
igual a la que se produce en un sitio cerrado en el que no hay luces. Allí
hubieras oído chillidos de mujeres, gritos de niños, vocerío de hombres: todos
buscaban a voces a sus padres, a sus hijos, a su esposos, los cuales también a
gritos respondían. Unos lamentaban su desgracia, otros la des parientes, y
había quienes, por miedo a la muerte, la imprecaban. Muchos eran los que
elevaban las manos hacia los dioses, y muchos había también que, convencidos de
que los dioses no existen, creían que aquélla era la eterna y última noche del
mundo. No faltaban los que con terror falso y fingido exageraban los peligros
reales. Algunos notificaban a los crédulos con falsedad de que se había
desmoronado e incendiado el Miseno. Cuando aclaró un poco nos pareció no que
amanecía sino que el fuego se iba aproximando; pero se detuvo un poco lejos, y
luego volvieron las tinieblas y otra vez la espesa y densa ceniza. De cuando en
cuando nos levantábamos para sacudírnosla, pues de lo contrario nos habría
cubierto y ahogado con su peso. Me podría envanecer de no haberme lamentado y
de no haber proferido ningún grito fuerte en medio de tantos peligros, pero me
consolaba, en mi mortalidad, la idea de que todos y todo acababa conmigo.
Aquel
vaho caliginoso, no obstante, se desvaneció en humo y niebla, y pronto amaneció
de veras y hasta lució el sol, aunque algo sombrío, como cuando se produce un eclipse.
Ante nuestros ojos parpadeantes todo aparecía distinto y cubierto de espesa
ceniza, como si fuera nieve. Tras haber curado como pudimos nuestros cuerpos
volvimos a Miseno y pasamos una noche angustiosa y terrible entre la esperanza
y el miedo. Prevaleció el miedo, porque todavía duraba el terremoto, y eran
muchos los que añadían a las desventuras propias y ajenas con terroríficos
vaticinios. Pero nosotros no determinamos marcharnos, aunque todavía estábamos
expuestos al peligro, porque esperábamos noticias de mi tío. No leas esto creyéndolo
digno de pasar a la historia ni con la finalidad de incorporarlo a tus
escritos. A Ti se debe, que me lo pediste, si ni tan solo es digno de una
carta. Ten salud.
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