Fue
una de las más famosas conjuraciones tramadas de la historia que aconteció en
el año 63 antes de Cristo. Fue dirigida por Catilina, con el refuerzo de
algunos de los jóvenes de la nobleza para hacerse con el poder en Roma. Pero
aquí os mostramos más abajo la descripción que realiza un protagonista de la
época que conocía tanto a Catilina como a su mayor enemigo Cicerón. La redactó
unos 20 años después de los hechos descritos y el nombre de este es Cayo
Salustio Crispo.
En
ciudad tan populosa y pervertida le fue bien fácil a Catilina agrupar a su
alrededor, a manera de escolta, catervas de hombres infames y facinerosos de
toda especie. En efecto, el desvergonzado, el lascivo, el tahúr que habían
deshecho su patrimonio en el juego, la crápula o la fornicación y se habían
cargado de deudas para redimir su deshonor o su crimen; los asesinos, los
sacrílegos de toda procedencia convictos en juicio o temerosos de él por sus
hechos; los que Vivian a costa de su lengua con el perjurio o de sus manos con
la sangre de sus compatriotas, en fin, todos aquellos a quienes desazonaba la
infamia, la necesidad o su propia consciencia, todos estos eran los íntimos y
confidentes de Catilina. Y si alguno entraba inocente en su amistad, con el
trato diario y los halagos fácilmente se hacían uno de tantos, semejante a los
demás. Procuraba él, sobre todo, intimar con los jóvenes, cuyos ánimos blandos
y resbaladizos prendían sin dificultad en sus engaños. Pues, según las
aficiones que en ellos suscitaba el ardor de los pocos años, a los unos les
procuraba mancebas, compraba a los otros caballos y perros, y no perdonaba
gusto ni rebajamiento alguno con tal de tenerlos sujetos y fieles. Sé que hubo
quien creyó que la juventud reunida de ordinario en casa de Catilina no
respetaba ni su propia honestidad; pero este rumor tomaba fuerza no en noticia
cierta de nadie, sino en lo demás de su vida.
REPRESENTACIÓN DE CATILINA |
Ya
de mozo había cometido Catilina muchas deshonestidades infames con una doncella
noble y con una sacerdotisa de Vesta, y otras cosas de este jaez contra toda
religión y derecho. Finalmente se enamoró de Aurelia Orestila, en quine ninguna
persona honrada tuvo nunca que alabar más que la hermosura; y vacilando ella en
casarse por miedo a un hijo ya mayor, que él tenía de otra mujer. Catilina,
según se asegura, dejó libre su casa para aquellas nupcias criminales con el
asesinato de este su hijo. Tal fue, mi parecer, la causa principal de que
acelerase su crimen; porque aquel ánimo impuro, enconado contra los dioses y
los hombres, no hallaba calma ni en la vigilia ni en sueño; de tal manera
entregaban los remordimientos su alma exasperada. Su color era lívido, su
mirada hosca, su andar, ya impetuoso, ya aletargado; finalmente, en su rostro y
catadura estaba impreso el extravío.
A
los jóvenes a quienes se había ganado, según queda dicho, los adiestraba de mil
maneras en los delitos. Alquilaba de entre ellos signatarios y testigos falsos;
hacia vilipendiar su propio crédito, su posición social y las contingencias
judiciales; después, cuando ya había aniquilado su honor y su dignidad, les
ordenaba otras cosas de más monta. Si no había por el momento ocasión de
delito, no por esto dejaba de acechar y asesinar con motivo o sin él, pues con tal
que las manos y el ánimo no se enervasen en la ociosidad, se hacía malvado y
cruel sin especial provecho.
Catilina,
confiando en semejantes amigos y aliados, viendo asimismo que todo el mundo
estaba cargado de deudas y que muchos soldados de Sila, que habían dilapidado
lo suyo, añoraban la victoria y los saqueos pasados y ansiaban la guerra civil,
tomó la determinación de subyugar a la república. Ningún ejército había en
Italia; Cneo Pompeyo guerreaba en los últimos confines de la tierra; tenía él
gran esperanza en su petición del consulado; el senado estaba completamente desapercibido
y la seguridad y la tranquilidad eran universales; todas estas circunstancias
eran precisamente las que más favorecían a Catilina.
Así
pues, hacia las calendas de junio del año en que fueron cónsules L. César y C.
Figulo, comenzó a tantear por separado a cada uno de los suyos, a incitar a los
unos y experimentar a los otros, mostrándoles sus recursos, el
desapercibimiento de la república y los grandes resultados que traería la
conjuración. Seguro ya de cuanto quería, reúne a todos aquellos que se hallaban
en mayor apuro o mostraban mayor audacia…
Había
asimismo varios nobles complicados un tanto secretamente en la trama, a quienes
acuciaba, más que la indigencia y otra necesidad, la esperanza de poder. Por lo
demás, la mayor parte de la juventud, sobre todo de la nobleza, favorecía los intentos
de Catilina; gente que, pudiendo vivir
tranquila, ostentosa y regaladamente, prefería lo incierto a lo seguro y la
guerra a la paz. Hubo por aquel tiempo quien creyó que M. Luciano Craso estaba también al tanto del proyecto
y que, como Pompeyo, a quien detestaba, tenía bajo su mando un gran ejército, procuraba
el medro de quienquiera se opusiese a su influjo, confiando al mismo tiempo en
que, de prevalecer la conjuración, no le costaría gran cosa hacerse jefe de los
conjurados.
Al
ver reunidos a aquellos de quienes hice mención, Catilina, aunque ya había
tenido frecuentes y largas conferencias con cada uno, creyó conveniente
dirigirse a la reunión y exhortarlos a todos juntos; retirase, pues, a los más
escondido de su casa, y allí, alejado de todo castigo, les habló de este modo:
“Si
vuestro valor y fidelidad no me constasen lo bastante, en vano nos favorecía la
suerte e inútil sería tener un gran esperanza y aun el mismo poder en nuestras
manos. Tampoco yo, si solo contase con hombres cobardes e inconstantes, dejaría
lo seguro por lo que no lo es. Pero, como en muchas y grandes ocasiones os he
visto valerosos y leales para mí, me siento animado a acometer la más grande y
honrosa de las empresas; entiendo, además que son comunes nuestros intereses y
desgracias, y esto, en sustancia, constituye la firme amistad; tener los mismos
deseos y las mismas aversiones”.
“Ya
antes habéis odio cada uno por separado cuanto yo he agitado dentro de mí. El
ánimo se me enciende más cada día, considerando cuál va a ser la condición de nuestra vida, si por
nosotros mismos no reconquistamos nuestra libertad. Porque desde que la
república cayó bajo la autoridad y el poder de unos cuántos privilegiados, los
reyes y tetrarcas no son tributarios sino de ellos, y a ellos solos pagan sus
impuestos los estados y pueblos; todos los demás, hombres animosos, capaces, de
noble o plebeya condición, no hemos sido sino una grey sin favor ni influencia,
esclavos de aquellos mismos a quienes tendríamos atemorizados, si la república
estuviese en su ser. Solo ellos, o quienes ellos quieren, tienen valimiento,
poder, cargos, riquezas: a nosotros nos han dejado las persecuciones y los
fracasos, los procesos, las miserias. ¿Hasta cuándo, varones esforzados,
habréis de soportar todo esto?¿No vale más morir con valor, por qué perder indecorosamente una vida miserable y deshonrada,
hecha ludibrio de la arrogancia ajena? Mas, por los dioses y los hombres, la
victoria está en nuestras manos; fuertes son nuestra juventud y nuestros
ánimos, en tanto que en ellos todo ha envejecido, no solo por los años, sino
por la misma opulencia. No hay nada más que empezar: lo demás vendrá por sí
mismo. ¿Quién si es verdaderamente hombre, puede sufrir que a ellos les sobren
las riquezas hasta dilapidarlas en edificar sobre el mar y allanar los montes y
a nosotros nos falte hacienda aun para lo necesario? ¿Qué ellos construyen dos
o más casas, unas junto a otras, y nosotros no tengamos hogar en parte alguna?
Comprando cuadros, estatuas y objetos cincelados; derribando lo que acaban de
edificar y emprendiendo nuevas construcciones; arrastrando y maltratando, en
fin, de mil maneras sus caudales, no consiguen que sus caprichos sin medida
acaben con su fortuna. Y en tanto, nosotros no tenemos sino miseria en casa,
deudas fuera, malo el presente, y mucho peor el porvenir. ¿Qué nos queda ya más
que este alentar miserable? Despertad pues; he aquí aquella, aquella misma libertad
que tantas veces habéis deseado, y con ella al alcance de nuestros ojos las
riquezas, dignidad, la gloria. Todo esto os presenta la fortuna como premio de
la victoria. La índole misma de la empresa, la ocasión, los peligros, la
penuria, el magnífico botín de guerra os están exhortando más aún que mis
palabras. Disponed de mi, como general o como soldado; en cuerpo y alma estaré
con vosotros estáis mejor dispuestos para la servidumbre que para el mando”.
Al
oír esto aquellos hombres, que en el colmo de todos los males nada bueno
poseían ni esperaban, aunque ya el perturbar la tranquilidad le parecía ganancia
grande, pidieron la mayor parte de ellos a Catílina que les expusiese las
condiciones de la guerra, los resultados a que podían aspirar con las armas, y
los recursos y probabilidades con que contaban en cada sitio. El, entonces, les
prometió a anulación de los registros de créditos, la proscripción de los
grandes terratenientes; magistraturas, sacerdocios, saqueos y todas aquellas
cosas que trae consigo la guerra y el desenfreno de los vencedores. Añadió que tenía
en la Hispania Citerior a Pisón y en la Mauritania, al frente de un ejército, a
P. Sitio Nucerino, interesados ambos en sus proyectos; que su amigo C. Antonio,
hombre estrechado por toda clase de apuros, solicitaría el consulado y sería
probablemente su colega; juntamente con él había de inicar la empresa, una vez
hecho cónsul. Después de esto, rompía en invectivas contra todos los buenos y
alababa a cada uno de los suyos, apostrofándoles con su propio nombre;
representable a este su indigencia; al otro su codicia; a no pocos, los
peligros y la ignominia de su situación; a muchos la victoria de Sila, de la
que habían sacado botín. Viéndolos ya entusiasmados a todos, disolvió la
reunión, después de recomendar que trabajasen por su candidatura.
Hubo
por aquel tiempo quien dijo que Catilina, al exigir el juramento de sus
cómplices una vez terminado su discurso, hizo pasar en derredor unas copas en
que había sangre humana mezclada con vino; y que habiéndola todos probado
después de la imprecación, como es costumbre en los sacrificios solemnes, les
descubrió su proyecto, y que solía decir había hecho esto para obligarlos más
entre sí, con la mutua consciencia de tan gran culpa. En opinión del algunos,
estas y otras muchas cosas no eran sino invenciones de los que pensaban aplicar
el odio suscitado más tarde contra Cicerón., ensombreciendo más y más el crimen
de los castigados por este. Para nosotros no está el particular tan averiguado
como su gravedad lo exigiría.
CICERON |
Figuraba
asimismo en la conjuración un tal Quinto Curio, sujeto de noble origen pero
lleno de vergüenzas y crímenes, a quien, por su infamia habían expulsado los
censores del senado. La vanidad de este hombre era tan grande como su osadía;
no llevaba cuenta alguna en callar lo que había oído, ni en ocultar sus propias
maldades, ni finalmente en nada de cuanto hacía o hablaba. Tenía de antiguo
trato deshonesto con una mujer noble de nombre Fulvia, y viéndose menos
favorecida de ella, porque la penuria le forzaba a ser parco con sus dones,
empezó de pronto a ufanarse y a ofrecer montes y maravillas, amenazando de vez
en cuando con apuñalarla si no se rendía a su voluntad; mostrábase, en fin, más
arrogante que de costumbre. Fulvia, a su vez, al conocer el motivo del cambio
notado en Curio, no silenció tamaño peligro a la república, antes bien, sin
descubrir el nombre de su informador, refirió a muchos, punto por punto, lo que
sabía de la conjuración de Catilina. Esto fue lo que movió principalmente los
ánimos a otorgar el consulado a Marco Tulio Cicerón; porque antes la mayor
parte de la nobleza le profesaba encendida antipatía y daba como por mancillada
la dignidad consular si llegaba a obtenerla un advenedizo, por egregio que
fuese. Pero en presencia del peligro cedieron el orgullo y la aversión.
Reunidos
los comicios, fueron declarados cónsules M. Tulio y C. Antonio, hecho que había
sido en el primero momento un rudo golpe para los conjurados. No disminuyó, sin
embargo, la furia de Catilina, sino que cada vez tramaba cosas nuevas, disponía
armamentos por toda Italia en lugares propicios, y hacia llevar a Fésulas a
poder de un tal Manlio, iniciador más tarde de la guerra, los dineros tomados a
préstamo con su propia garantía o la de sus amigos. Dícese que por aquel tiempo
se atrajo a muchos hombres de toda condición y alagunas mujeres, que al
principio habían subvenido a sus grandes gastos con el comercio de su cuerpo, y
que más tarde, cuando la edad, sin poner límites a sus dispendios, los puso a
sus ganancias, habían contraído un cúmulo de deudas. Catilina esperaba ganarse
por medio de ellas a los esclavos de la ciudad, incendiar Roma y atraerse a sus
esposos o darles muerte.
Una
de ellas era Sempronia, mujer que muchas veces había realizado hechos de una
audacia verdaderamente varonil. Le favorecía su linaje y su hermosura, así como
la calidad de su marido e hijos; era entendida en letras griegas y latinas, en
cantar y en bailar con más garbo del que conviene a la mujer honrada, y en
otras muchas artes de disipación. DE cualquier cosa hacía más aprecio que de su
decoro y honestidad; no podías saberse que le importaba menos, si su caudal o
su honra, y su lujuria era tan encendida, que más veces solicitaba ella a los
hombres que los hombres a ella. Ya antes había faltado muchas veces a su palabra
y negado con perjurio los préstamos recibidos. Se había complicado en
asesinatos, y entre el lujo y la penuria se había degradado totalmente. Tenía,
sin embargo, un natural agradable; sabía hacer versos, promover chanzas y dar
variedad al tono de su conversación, haciéndola ya molesta, ya insinuante, ya
provocativa; era, en fin, en sumo grado ocurrente y graciosa.
No
por tener preparado todo lo dicho dejaba Catilina de solicitar el consulado
para el año siguiente, esperando que una vez designado podría disponer a su
arbitrio de Antonio. Ni estaba ocioso entretanto; antes bien, tramaba toda clase
de asechanzas contra Cicerón. A este, sin embargo, no le faltaban añas ni
trazas para guardarse; ya desde el principio de su consulado había conseguido,
prometiendo en grande y valiéndose de Fulvia, que Curio, a quien he citado poco
antes, le descubriese los proyectos de Catilina. Mediante un arreglo en el
gobierno de las provincias, había movido también a su colega Antonio a deponer
todo pensamiento contrario a la república; en derredor de sí tenía siempre
guardias secretas de amigos y clientes. Cuando llegó el día de los comicios y a
Catilina no le salieron bien ni su candidatura ni las asechanzas preparadas
contra los cónsules en el campo de Marte, se resolvió a hacer la guerra y a
probar los más desesperados extremos, ya que sus manejos ocultos habían tenido
éxito tan desagradable y vergonzoso.
Despachó
pues a C. Manlio a la ciudad y comarca de Fésulas, en Etruria; a un cierto
Septimio de Camerino, al campo Piceno; a C. julio, a la Apulia, y asimismo a otros
a otras partes, según donde le parecía que había de serle cada cual de más
provecho. Seguía él entretanto en Roma, maquinando mil cosas; disponía celadas
contra los cónsules; preparaba incendios; ocupaba con hombres armados
determinados lugares; llevaba siempre armas y mandaba a las gentes que hiciesen
otro tanto; exhortábalos a estar de continuo vigilantes y dispuestos; se
afanaba velando día y noche, sin dejarse vencer por el trabajo ni el insomnio.
Finalmente, no saliéndose adelante ninguna de tantas cosas como removía,
convoca segunda vez a medianoche a los principales conjurados en casa de M.
Porcio Leca; y después de dolerse largamente de su inacción, les anuncia que ha
enviado por delante a Manlio a que se reúna con la muchedumbre que tenía apercibida
para tomar las armas; que asimismo ha mandado a otros a varios lugares
escogidos, para que emprendan la guerra, y que él, por su parte, deseaba
vivamente marchar al ejército, pero acabando antes con Cicerón, estorbo
principal de sus proyectos.
Mientras
los demás vacilaban atemorizados, se ofreció a la empresa C. Cornelio,
caballero romano, y entre él y el senador L. Vargunteyo, determinaron
introducirse aquella misma madrugada con hombres armados en casa de Cicerón,
con pretexto del saludo de la mañana, y asesinarle por sorpresa, allí, en su
propia morada. Al entender Curio el grave peligro que amenazaba al cónsul, se
apresuró a advertirle por medio de Fulvia de la traición que se urdía. Así fue
que, habiéndose impedido a ellos la entrada, de nada les sirvió haber cargado
con semejante delito.
MONUMENTO DEL SIGLO I A.C. EL TEMPLO DE LA FORTUNA VIRIL DE ROMA |
Manlio,
entretanto, procuraba soliviantar en Etruria al pueblo, a quien la miseria y el
dolor de los agravios padecidos tenían ya ansioso de revolución, pues bajo el
despotismo de Sila había perdido sus campos y bienes todos. Se atrae además a
los forajidos de toda especie de que había gran abundancia en la comarca,
algunos de ellos antiguos colonos de Sila que habían consumido totalmente en
vicios y despilfarros el producto de sus grandes rapiñas.
Al
enterarse Cicerón de todo esto, impresionado por la doble amenaza, porque ni
podía por si solo seguir protegiendo a la ciudad contra aquellas tramas, ni
tenía bastante averiguadas las fuerzas y determinación del ejército de Manlio,
dio cuenta la senado del asunto, traído y llevado ya en las hablillas del
pueblo. Conforme suela hacerse en situaciones de apuro, el senado dispuso que
velasen los cónsules para que no sufriese la república ningún quebranto. La
potestad que por este decreto senatorio se confiere a un magistrado, es la mayor
de las estatuidas en Roma; comprende la leva de ejércitos, las decisiones de guerra,
la represión omnímoda de aliados y ciudadanos y el poder y la jurisdicción
supremos en lo civil y en lo militar. No siendo de este modo, ninguna de estas
facultades tiene el cónsul, sin mandato del pueblo.
Pocos
días después, el senador L. Senio leyó en el senado una carta que decía haber
recibido de Fésulas, en la que se consignaba que C. Manlio había tomado armas
con una gran multitud el día sexto antes de las calendas de noviembre. Al mismo
tiempo, como suele suceder en tales casos, los unos noticiaban maravillas y
agüeros, los otros hablaban de conventículos, de transportes de armamentos, de
rebeliones de esclavos en Capua y en Apulia. Por un decreto del senado, fueron
mandados Q. Marcio Rex a Fésulas y Q. Metelo Crético a la Apulia y lugares
vecinos. Ambos se hallaban a las puertas de la ciudad, investidos del
generalato y sin poder conseguir los honores del triunfo. Lo estorbaban las
intrigas de unos cuantos ciudadanos que tenían por costumbre hacer mercado de
todo, lo mismo de los honores que de la ignominia. También los pretores Q.
Pompeyo Rufo y Q. Metelo Celer fueron enviados el uno a Capua y el otro al
campo Piceno, con encargo de levantar tropas, según la ocasión y el peligro lo
requiriesen. Se decretó, además, recompensas para los que hiciesen revelaciones
sobre la conjuración tramada contra la república; si eran esclavos, la libertad
y cien sestercios; si personas libres, la amnistía y doscientos sestercios. Se
ordenó asimismo que las servidumbres de gladiadores fuesen distribuidos por
Capua y demás municipios, según los recursos de cada uno, y que en todos los
lugares de Roma se mantuviesen guardias nocturnas, bajo las ordenes de los
magistrados inferiores.
Con
estas cosas estaba la ciudad conmovida y se había demudado su aspecto; tras el
regocijo y despreocupación que había traído consigo la larga paz, invadió a
todos repentina tristeza; se afanaban, se turbaban, no se fiaban de persona ni de
lugar alguno, perdían la paz sin hacer la guerra, y cada cual media el peligro
por sus propios temores. Las mujeres, en quienes el gran poder de la república
había suprimido ya de largo tiempo el miedo a la guerra, se afligían y se daban
de golpes, levantaban sus manos suplicantes al cielo, lamentaban la suerte de
sus hijitos, hacían una pregunta tras otra, se sobresaltaban al menor rumor, se
arrancaban sus adornos y dejaban el Fausto y los placeres, se juzgaban
perdidas, juntamente con la patria. Entretanto, Catilina continuaba con toda la
crueldad de su ánimo sus anteriores maquinaciones, aunque ya se habían tomado
medidas de defensa y el mismo había sometido por L. Paulo a un interrogatorio
sobre la violación de la ley Plaucia. Finalmente, ya fuese por disimulo, ya con
propósito de exculparse, si se le provocaba, se presentó en el senado. Entonces
M. Tulio, asustado de verle allí o arrebatado por la ira, pronunció para bien
de la república un brillante discurso, que después escribió y publicó.
Terminada la oración, Catilina, dispuesto a levar al extremo su fingimiento, comenzó
a rogar a los senadores, con humilde además y voz suplicante, que no pensasen
mal de él sin motivo, pues la familia de que procedía y su propia conducta
desde la mocedad bastaban a darle las mayores esperanzas; que no fuesen a creer
que él, persona patricia, a cuyos mayores como él mismo tantos beneficios debía
el pueblo romano, necesitaba para nada de la ruina de la república mientras se
daba por salvador de esta a un forastero avecindado en Roma, como era M. Tulio.
Habiendo añadido a esta otra injuria, le interrumpieron todos, llamándole a
voces enemigo y parricida. Entonces él exclamó fuera de sí: “Puesto que mis adversarios
me cercan para perderme, apagaré bajo ruinas el incendio que en mí se prende”.
DISCURSO DE CICERÓN CONTRA CATILINA EN EL SENADO |
Dicho
esto se retiró precipitadamente del senado a su casa. Allí, después de muchas
vueltas al asunto, viendo el fracaso de sus celadas contra el cónsul y
comprendiendo que la ciudad estaba bien protegida contra el incendio por las
guardias nocturnas, creyó que lo mejor sería reforzar el ejército y tomar las
múltiples medidas que la guerra imponía, antes que se alistasen las legiones.
Así
pues, a medianoche y con escasa compañía salía hacia el campamento de Manlio.
Antes había encargado a Cetego, a Léntulo y a los demás cuya decisión y audacia
bien conocía, que corroborasen por todos los medios las fuerzas del partido, acelerasen
las tramas contra el cónsul y preparasen las matanzas, incendios y demás actos
de guerra, pues él vendría en breve a la ciudad con un gran ejército…
Después
de detenerse algunos días en tierras de Arezzo, encasa de C. Flaminio, para
armar la población, ya de antemano sublevada, se encaminó al campamento de
Manlio, llevando los haces y demás insignias de la autoridad consular.
Al
saberse todo esto en Roma, son declarados enemigos públicos por el senado
Catilina y Manlio, y a los demás se les señala un plazo para que puedan deponer
las armas sin sufrir castigo, con excepción de los reos de pena capital. Se
decretó además que los cónsules hagan levas, que Antonio, al frente del
ejército, se apresure a perseguir a Catilina, mientras Cicerón toma a su cargo
la guarda de la ciudad.
En
aquella ocasión me pareció más miserable que en ninguna otra el poder de la
nación romana, pues teniendo sujeto por las armas al mundo todo, de Oriente a
Occidente, y abundando en el interior de riquezas y de paz, las dos cosas más
estimadas por los hombres, hubo, no obstante, ciudadanos que se lanzaron
obstinadamente a su propia perdición y a la de su patria. En efecto, a pesar de
los dos decretos del senado, no hubo en tan gran muchedumbre un solo hombre que
a estímulos de la recompensa diese noticias de la conjuración; ni uno solo
tampoco que desertara del campo de Catilina; tanta era la fuerza de aquel mal
que a modo de pestilencia había atacado a la mayoría de los ciudadanos.
Tras
esto, Cicerón pudo reunir diversos tipos de pruebas de todos los cómplices de
Catilina logrando que el Senado diese el visto bueno a una condena a muerte sin
un juicio legal, como estaba así dispuesto en la ley romana. Llegaron las
ejecuciones de los cómplices y de esta forma acabaría el apoyo popular a la
conjura. Tras fracasar esta, muchos de los fieles decidieron abandonar la causa
y de unos 20.000 hombres que disponía Catilina, solo le fueron fieles unos
4.000. Esta circunstancia obligó a Catilina huir hasta las Galias. Las tropas
romanas se movilizaron y le pusieron cerco en la ciudad de Pistoia, donde le
derrotarían, tras cruentos combates entre las partes. Es allí donde acabaría la aventura de
Catilina.
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