RENDICIÓN A NAPOLEÓN |
El 27 de septiembre de 1808 tuvo lugar en Erfurt, en el centro de Alemania, una gran cumbre diplomática. La convocó Napoleón, y a ella acudieron todos los monarcas aliados y vasallos de Francia, incluido el zar de Rusia, así como grandes artistas y literatos. Todo se desarrolló en un ambiente de gran fiesta. Pero el emperador de Francia, tras su semblante satisfecho, tenía un motivo de grave preocupación. Dos meses antes había sufrido en España una derrota tan inesperada como humillante, en la batalla de Bailén, cuando ya creía tener en sus manos todo el país. Por ello, había iniciado los preparativos para reconquistar la Península, y él mismo tenía previsto ponerse al frente de la campaña. Pero antes quería cubrirse las espaldas. Para ello consiguió convencer al zar de que lo apoyara en el caso de que Austria iniciase una guerra contra Francia.
De vuelta a París, Napoleón se apresuró a informar al parlamento francés de los acuerdos de Erfurt y el 29 de octubre partió hacia la frontera española. Sin embargo, al llegar a Bayona el 3 de noviembre quedó decepcionado por el mal estado de sus tropas, como escribió a su hermano José, al que había hecho rey de España meses antes: «El despliegue del ejército es un verdadero desastre. Todos vuestros cuerpos están diseminados. En estas circunstancias, convendría que me enviaseis dos informes por día». Napoleón también estaba descontento con la logística y los suministros, según dijo al ministro de la Guerra, Dejean: «Hasta ahora no tengo más que 1.400 casacas y 7.000 capotes en lugar de 50.000, 15.000 pares de zapatos en vez de 129.000. Todo me falta. Respecto de vestuario y equipo el ejército no puede estar peor; hállase en términos que vamos a entrar en campaña desnudos».
El 4 de noviembre, Napoleón cruzó el Bidasoa y llegó a Tolosa a las seis de la tarde. Allí recibió en audiencia a unos frailes capuchinos a los que amenazó: «Señores monjes, si tratáis de inmiscuiros en mis asuntos militares, os prometo que os cortaré las orejas». Esta grosera amenaza se debía al convencimiento sincero de que la Iglesia fanatizaba e incitaba al pueblo contra la ocupación francesa, de tal manera que sin su intervención la resistencia española hubiera sido mucho menor. El día 5 le escribió de nuevo al ministro Dejean, ordenándole que su ministerio se encargase de hacer los uniformes porque las contratas las consideraba fuente de todo tipo de chanchullos y corruptelas.
Al pasar por Zumárraga (Guipúzcoa), el Ayuntamiento le agasajó con una típica danza de espadas ejecutada por 30 bailarines. Un detalle significativo del clima reinante es que los bailarines fueron advertidos de que negarse a asistir sin causa justificada sería sancionado con una multa de 8 reales. Se afirma que el guerrillero Pildain quiso dispararle al cruzar por Zumárraga, pero tuvo que desistir por el gran tamaño de la escolta. Eso le hubiera obligado a disparar desde considerable distancia, pero, con las armas de la época, las probabilidades de acertar un disparo a más de 150 metros hubieran sido casi nulas.
El 6 de noviembre, sesenta cañonazos anunciaron a los vitorianos que había llegado el emperador. El conde Miot de Melito cuenta en sus memorias que durante su estancia en Vitoria Napoleón celebró una reunión con los españoles afrancesados. Dirigiéndose a ellos en una mezcla de francés e italiano, les dijo: «Son los frailes los que os llevan descarriados y quienes os engañan [...] Yo soy tan buen católico como ellos y nada tengo contra vuestra religión. Vuestros curas están pagados por los ingleses. [...] He venido aquí con los soldados que vencieron en Austerlitz, en Jena, en Eylau. ¿Quién va a hacerles frente? Desde luego que no serán vuestras pobres tropas españolas que no saben como sostener un combate [...] En dos meses España será mía y dispondré de ella conforme al derecho que me dará la conquista».
Nada más llegar a Vitoria, Napoleón recibió malas noticias. Sus generales habían presionado al ejército español «de la Izquierda» dirigido por Joaquín Blake, expulsándolo de Bilbao y derrotándolo en Zornotza, pero el 5 de noviembre el general Acebedo contraatacó en Valmaseda, infligiendo a los invasores una pequeña derrota táctica. Fue un revés significativo para el emperador, que tenía el plan de romper por el centro y, a continuación, destruir cada ala española por separado, por lo que deseaba que el ejército de Blake estuviera lo más cerca posible y así no pudiera escapar.
El avance imperial fue vertiginoso. Napoleón abandonó Vitoria el 9 de noviembre, escoltado tan sólo por su guardia. El 10 de noviembre sus tropas estaban ya cerca de Burgos. Allí les esperaba el Ejército de Extremadura, una pequeña fuerza española de 12.000 hombres, incluyendo 1.200 jinetes, con 20 cañones. El general al mando era el conde Belveder, valiente, pero totalmente inexperto. En vez de atrincherarse en Burgos, salió al encuentro del enemigo, que contaba con 20.000 infantes bajo el mando de Soult y 4.000 jinetes al mando de Bessières, con 60 cañones. A las 6 de la madrugada, la caballería del general francés Lasalle fue rechazada por los españoles en el municipio de Villafría. Belveder, inexperto pero no estúpido, no se dejó exaltar por este pequeño éxito y reagrupó a sus fuerzas en el municipio de Gamonal (en la actualidad, un barrio de Burgos). Pero la caballería francesa, superior en número y calidad, aplastó a los jinetes hispanos y envolvió a la infantería. El desastre para los españoles fue completo y Burgos fue totalmente saqueada.
Napoleón ni siquiera se molestó en acudir personalmente para una operación tan sencilla. Se mantuvo en su cuartel general en la localidad de Cubo de Bureda mientras Soult y Bessières hacían todo el trabajo. El 11 de noviembre, una vez concluido el pillaje, el emperador entró en Burgos e instaló su cuartel general en la ciudad, pasó revista a sus tropas el día 12 y promulgó una amnistía general para todos aquellos que depusieran las armas antes de un mes. Tras estas medidas, partió de inmediato hacia Madrid.
Un redactor del diario gubernamental, el Moniteur, intentó glorificar a su jefe escribiendo: «El emperador, con tropas muy inferiores a las del enemigo, ha logrado infligir a éste una sangrienta derrota». Pero Napoleón, que revisaba personalmente todos los partes de guerra, anotó al margen: «Idiota... No necesito gloria; me sobra. Lo que necesito es que crean que tengo soldados y no los tengo». De manera que cambió el texto, dejándolo en: «Con tropas muy superiores a las del enemigo, el emperador ha logrado una gran victoria».
Mientras tanto, el ejército español de la Izquierda había sido derrotado y dispersado en Espinosa de los Monteros, muy al norte de Burgos, tras una batalla muy disputada los días 10 y 11 de noviembre. El 23 de noviembre, el mariscal Lannes acometió en Tudela (Navarra) al otro gran ejército español, bajo el mando de Palafox y Castaños. El desastre fue incluso mayor que en Gamonal o en Espinosa de los Monteros. La única fuerza organizada que le quedaba a la Junta Suprema central eran los 20.000 hombres del Ejército de Reserva.
El 29 de noviembre Napoleón y su ejército llegaron al municipio de Boceguillas, al pie del Sistema Central. Para alcanzar Madrid bastaba con forzar el puerto de Somosierra, defendido por un ejército de tan sólo 9.000 hombres. Esta vez Napoleón asumió personalmente la dirección de las operaciones. Cuando vio que las despreciadas tropas españolas, escasas en número pero muy bien situadas y respaldadas por 16 piezas de artillería, rechazaban los primeros ataques franceses, ordenó a su caballería polaca realizar una carga casi suicida. Los polacos lograron neutralizar algunos cañones pero sufrieron pérdidas terribles, incluido su oficial al mando. Fue necesario que avanzase también la infantería para zanjar la cuestión. Ahora Madrid se hallaba casi indefensa.
La población de la capital estaba dispuesta a resistir, igual que Zaragoza o Gerona, pero las fortificaciones eran débiles e incomple-tas, las tropas eran poco numerosas y las armas más escasas todavía. Además, la Junta Suprema central había huido el 30 de noviembre. Sin embargo, cuando empezaron los combates, la población luchó de verdad, hasta que los franceses rompieron las endebles defensas y entraron en masa en la capital. Entonces las autoridades se vieron obligadas a capitular. Era el 14 de diciembre de 1808.
Napoleón creía que una vez derrotados los ejércitos enemigos y capturada la capital del Estado, la guerra había terminado, igual que en otros países de Europa. En su opinión, la Corona española que había robado en Bayona y luego había cedido a su hermano, ahora volvía a él por derecho de conquista, de manera que el 4 de diciembre lanzó en su propio nombre los llamados Decretos de Chamartín, reformando de forma radical la administración española. El primero suprimía todos los derechos feudales. El segundo abolía la Inquisición. El tercero suprimía dos tercios de los conventos existentes, confiscando sus bienes y usándolos para financiar la administración, el ejército e incluso para indemnizar a los damnificados por la guerra. El cuarto suprimía todas las aduanas interiores.
José Bonaparte, indignado porque se le ninguneaba, le escribió el día 8 a su imperial e imperioso hermano amenazando con renunciar a la Corona española. Para ahorrarse disgustos familiares, Napoleón aparentó ceder, pero lo que en realidad pensaba lo revelaba en sus cartas: «Es preciso que España sea francesa. Es para Francia por lo que hemos conquistado España con su sangre, con sus brazos, con su oro. Soy francés por todos mis afectos, al igual que lo soy por deber. He destronado a los Borbones sólo porque conviene a Francia y asegura mi dinastía. [...] Míos son los derechos de conquista; no importa el título de quien gobierne: rey de España, virrey, gobernador general... España debe ser francesa».
Tras pasar varias semanas en Chamartín, el 22 de diciembre Napoleón partió en busca del pequeño ejército británico del general John Moore, que intentaba escapar hacia la costa gallega. Esta campaña fue muy dura para ambos bandos pues aquel invierno fue excepcionalmente frío, con fuertes nevadas, niebla y continua lluvia helada. Las tropas británicas, fatigadas y hambrientas, mostraron muy poca disciplina y saquearon todo a su paso. Los campesinos comenzaron a vengarse matando a sus teóricos aliados cuando podían atraparlos de uno en uno o en grupos pequeños. Por su parte, los soldados imperiales, aunque mejor abastecidos, también protestaban y decían que los esclavos pasaban menos fatigas que ellos.
El 2 de enero de 1809, cerca de Astorga, Napoleón recibió un correo con noticias alarmantes: Austria se preparaba para la guerra. En Turquía, el sultán Mustafá IV había sido asesinado en una revuelta por los jenízaros, y el nuevo sultán, Mahmud II, hizo la paz con los británicos y atacó a los rusos, en cuya ayuda confiaba Napoleón para intimidar a Austria. Ahora los austríacos se encontraban con las manos más libres para ir a la guerra contra Napoleón, lo que, a su vez, repercutía en la situación española. Por si fuera poco, en Francia, Talleyrand, ministro de Exteriores, y Fouché, jefe de la policía, considerados siempre como enemigos irreconciliables, parecían conspirar juntos contra Napoleón, por lo que éste decidió regresar cuanto antes.
El 7 de enero, el emperador había retrocedido hasta Valladolid, donde permaneció hasta el día 17. El 19 alcanzó la frontera y al día siguiente cruzó el río Bidasoa. En cuanto llegó a París comenzó los preparativos para la guerra contra Austria. Como se consideraba (otra vez) liquidado el asunto español, Napoleón no dejó establecido un plan claro para rematar la campaña en la Península ni un mando central que coordinase a todos sus generales, con uno de ellos ejerciendo como comandante en jefe sobre el terreno. Pese a ello, en los meses siguientes sus ejércitos ganaron casi todas las grandes batallas en España, y ciudades y provincias iban cayendo una tras otra... El dominio francés sobre la antigua monarquía de los Borbones pareció casi asegurado durante un tiempo. Hasta que, en 1812, Napoleón retiró unas pocas tropas para la invasión de Rusia. De inmediato se hizo evidente lo frágil e ilusorio de todo lo conseguido por los franceses tras cuatro años de guerra, pero entonces ya fue demasiado tarde para enmendar el error.
FUENTE- Juan José Sánchez Arreseigor. Historiador.
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