CURIOSIDADES:
Tucídides,
historiador ateniense nacido entre el 460 a.c. y muerto el 396 a.c. nos relata
la peste que aconteció en el año 430 a.c. sobre Atenas, que causó grandes
estragos sobre la ciudad. El fue testigo directo durante el azote, sino como
deja anotado, fue afectado por la enfermedad, lo que le permite dar de primera
mano una relación de los síntomas de la peste, así como describir lo que él
vio. El texto forma parte de la Historia de la guerra del Peloponeso en su
libro segundo, ocupa los capítulos XLVII al LIV.
Así
se celebraron las exequias de este invierno transcurrido el cual terminó el
primero de esta guerra. Y tan pronto comenzó el verano los dos tercios de las
fuerzas de los peloponenses y de sus aliados, como el primer año, invadieron el
Ática. Los mandaba Arquídamo, hijo de Zeuxidamo, rey de los lacedemonios.
Acampando, devastaron el territorio. No hacia aún muchos días que estaban allí
cuando comenzó a declararse la epidemia entre los atenienses; se dice que había
atacado ya antes muchos lugares, Lemmnos entre otros, pero una plaga tan
terrible y una tal mortandad de gente no se recordaba en ninguna parte. Los
médicos, que no la conocían y la trataban por primera vez, no podían nada
contra ella, sino que ellos mismos eran sus primeras víctimas, pues eran lo que
más se acercaban a los enfermos, y tampoco valía otra ciencia humana. Hicieron
plegarias en los templos, consultaron oráculos y recurrieron a prácticas semejantes,
pero todo fue inútil y acabaron por renunciar, vencidos por el daño.
El
mal comenzó primero, según dicen, en Etiopia, más arriba de Egipto; descendió
después a Egipto, a Libia y a la mayor parte del imperio del Rey. En Atenas
cayó de improviso y primero atacó a la población del Pireo; por esto corrió el
rumor de los peloponenses habían tirado veneno en los pozos, ya que allí aún no
había fuentes. En seguida llegó a la ciudad alta y entonces la mortandad fue
mucho mayor. Sobre esta epidemia, cada cual, médico o profano, diga según su parecer
cuál fue el origen probable y cuáles las causas que cree de fuerza suficiente
para provocar perturbación tan grande. Yo, por mi parte diré sus
características y mostraré los síntomas a vista de los cuáles, si volviese a
sobrevenir, teniendo una idea previa, mejor se podría diagnosticar. Porque yo
mismo padecí la enfermedad y vi a otras personas afectadas por ella.
ATENAS SE HALLABA EN UNA ÉPOCA DORADA. |
Aquel
año, según reconocía todo el mundo, fue un año exento de las enfermedades
ordinarias, y si había algunos casos todos se resolvieron a los que estaban
buenos de buenas a primeras les venían unas fuertes fiebres de cabeza, rojez e
inflamación en los ojos, y , por dentro, la garganta y la lengua inmediatamente
se inyectaban en sangre, la respiración era irregular y el aliento, fétido.
Después de estos síntomas sobrevenían estornudos y ronquera y en no mucho
tiempo el mal bajaba al pecho y producía una fuerte tos. Cuando se fijaba en el
estómago lo revolvía y seguían todos los vómitos de bilis que han especificado
los médicos, acompañados de un gran malestar. A la mayor parte de los enfermos
les vino también dolencia sin vómitos, que producía violentos espasmos, que en
unos cesaban inmediatamente y en otros mucho después. Por fuera, el cuerpo no
era muy caliente al tacto ni tampoco estaba pálido, sino rojizo, lívido y lleno
de pequeñas flictenas o úlceras; pero por dentro escocía tanto que los enfermos
no podían soportar el contacto con los vestidos y sábanas más ligeras, ni estar
de otro modo sino desnudos, y con gran anhelo se hubiesen sumergido en agua
fría. Y así lo hicieron tirándose en los pozos, muchos que no estaban
vigilados, acometidos por una sed inextinguibles; pero era igual beber mucho
que poco. Además, la falta de reposo y el insomnio les daba una angustia
continua. El cuerpo, mientras duraba la enfermedad, no se marchitaba, sino que
resistía desesperadamente el malestar; de manera que, o bien la mayoría morían a
los nueve o siete días consumidos por el fuego interno cuando aún tenían alguna
fuerza, o bien si escapaban a este término, el mal bajaba hacia el vientre y se
producía una ulceración violenta acompañada de una diarrea rebelde a
consecuencia de la cual la mayoría sucumbían de debilidad. El mal, fijado
primero en la cabeza, comenzando de arriba, recorría todo el cuerpo, y los que
sobrevivían a sus más graves ataques quedaban con señales de ello en las
extremidades, porque atacaba las vergüenzas, las puntas de las manos y pies, y
muchos salieron del trance perdiendo estos miembros, y algunos hasta los ojos.
A otros, cuando se restablecían, les sorprendía un olvido de todo y no se conocían
a sí mismos ni a sus amigos.
El
carácter general de la enfermedad es imposible de escribir, y sus ataques eran
de una violencia que la naturaleza humana no resiste, pero sobre todo el
siguiente detalle demostró que era diferente de las afecciones ordinarias; los
pájaros y cuadrúpedos que se alimentan de carne humana, entonces cuando había muchos
cuerpos sin enterrar, o no se acercaban, o si los probaban, morían. Y la
prueba; la desaparición de estas aves de rapiña fue manifiesta, y no se les
veía junto a los cadáveres, ni en ninguna otra parte. Los perros, que conviven
con el hombre, permitían mejor la observación de los efectos.
Dejando
aparte otras muchas particularidades ya que cada una era diferente de la otra,
tales fueron, en conjunto, las características de la enfermedad. Y durante
aquel tiempo no se hizo sentir ninguna otra enfermedad habitual; y la que se
presentaba acababa en esta. Unos morían por abandono y otros, a pesar de todas
las atenciones. No se encontró casi ni un solo remedio que se pudiese aplicar
con segura eficacia, pues lo que iba bien a uno perjudicaba a otro. Ninguna constitución, fuese robusta o débil,
se mostró capaz de resistir el mal, sino que a todas indistintamente las
arrebataba cualquiera que fuese el régimen seguido. Pero lo más terrible de
toda la enfermedad era el desánimo de quien se sentía enfermo, porque, abandonándose
a la desesperación se entregaba mucho más fácilmente y no intentaba resistir, y
también al hecho de que, contagiándose los unos a otros, morían como ovejas.
Esto es lo que causaba más gran mortandad. Ya que, si por miedo no se querían visitar
unos a otros, los enfermos morían abandonados, y muchas casas quedaron vacías
porque nadie se preocupaba de ellas. Sucumbían precisamente los que presumían de
sentimientos humanitarios. Por pundonor no se quejaban, entrando en casa de los
amigos, cuando hasta los familiares, vencidos por el exceso del mal, acababan
por cansarse de los lamentos de los moribundos. No obstante, los que se habían
salvado de la enfermedad eran los que más se apiadaban del moribundo y del
enfermo, porque tenían experiencia y se sentían ya seguros; y es que el mismo
hombre no era atacado dos veces, al menos con afección mortal. Y recibiendo las
felicitaciones de los demás, ellos mismos, en el exceso de la alegría del
momento, tenían para el porvenir la vana esperanza de que ya no morirán nunca más de otra enfermedad.
Acentuó
la angustia para los atenienses, en medio de la calamidad presente, la
evacuación de los campos a la ciudad, sobre todo para los refugiados. Pues como
no había casas para ellos y vivían, en pleno verano, en barracas hacinadas, la
mortalidad se producía en medio de la confusión; mientras iban muriendo
quedaban, ya cadáveres, unos sobre otros, y se arrastraban medio muertos por
las calles, y junto a todas las fuentes por anhelo de agua. Los templos estaban
llenos de cadáveres de los que allí mismo morían, porque la violencia del azote
era tal que los hombres, no sabiendo qué sería de ellos, tendían a no hacer
caso de la religión ni de la decencia. Todas las costumbres que antes se observaban en los entierros
fueron trastornadas y enterraban a cada cual como se podía. Muchos, por falta
de lo necesario, pues habían tenido ya muchos muertos, recurrían a modos de
enterrar indecorosos. Unos depositaban sus muertos sobre piras que no eran
suyas, anticipándose a los que las habían construido, y les prendían fuego;
otros tiraban el muerto que llevaban sobre otro, que ya ardía, y se iban.
LA PLAGA DE ATENAS |
La
plaga introdujo también en la ciudad otros desórdenes más graves. La gente
buscaba, con especial osadía, placeres que antes se ocultaba, porque veían tan
bruscos cambios en los ricos, que morían súbitamente, y de los que antes no tenían
nada y que de repente adquirían los bienes de los muertos. Y así, considerando
igualmente efímeras la vida y la riqueza, creían se habían de aprovechar
rápidamente y con afán. Nadie tenía ánimo para perseverar en un noble propósito
por la incertidumbre de si moriría antes de poder alcanzarlo. El placer
inmediato y todos los medios que a él conducen, se constituyó en lo bello y lo
útil. Ni el temor a los dioses, ni la ley humana les retenía, porque al ver que
todos morían y por otra parte nadie esperaba vivir hasta que se hiciese
justicia y recibir el castigo de sus delitos. Más grave era la sentencia
dictada que pendía ya sobre sus cabezas, y antes de que cayese, era natural que
sacasen algún provecho de la vida.
Tal
era la apesadumbrante calamidad que había caído sobre los atenienses; dentro de
la ciudad la gente moría, y fuera, se devastaba el territorio. En medio de la
desgracia, como es natural, entre otras cosas se acordaron de este verso, que
los más viejos debían haber oído cantar hacía tiempo: “Vendrá la guerra dórica
y con ella la peste”.
Es
verdad que surgió una discusión sobre si no era loimós (peste) la palabra usada
en el antiguo verso, sino limós (hambre), pero dadas las circunstancias,
prevaleció la opinión de que era peste, pues la gente conformaba el recuerdo a
los males que sufría. Pero si jamás vuelve a estallar una nueva guerra dórica
después de esta y acontece una plaga de hambre, probablemente recitarán el
verso en este segundo sentido. Los que no conocían trajeron también a colación
el oráculo dado a los lacedemonios cuando, al preguntar al dios si habían de ir
a la guerra, les respondió que la victoria seria de ellos si combatían con
todas las fuerzas, y les dijo que él, el dios, se pondría de su lado. Se
imaginaban pues que los acontecimientos correspondían al oráculo porque la
epidemia se declaró acto seguido que los peloponenses hubieron invadido el
Ática, y no penetró en el Peloponeso, al menos en forma digna de mención, sino
que produjo sus mayores estragos en Atenas y después en las otras localidades
más pobladas. Esta es la historia referente a la epidemia.
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