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martes, 26 de agosto de 2014

LA PESTE DE ATENAS


CURIOSIDADES:


Tucídides, historiador ateniense nacido entre el 460 a.c. y muerto el 396 a.c. nos relata la peste que aconteció en el año 430 a.c. sobre Atenas, que causó grandes estragos sobre la ciudad. El fue testigo directo durante el azote, sino como deja anotado, fue afectado por la enfermedad, lo que le permite dar de primera mano una relación de los síntomas de la peste, así como describir lo que él vio. El texto forma parte de la Historia de la guerra del Peloponeso en su libro segundo, ocupa los capítulos XLVII al LIV.






Así se celebraron las exequias de este invierno transcurrido el cual terminó el primero de esta guerra. Y tan pronto comenzó el verano los dos tercios de las fuerzas de los peloponenses y de sus aliados, como el primer año, invadieron el Ática. Los mandaba Arquídamo, hijo de Zeuxidamo, rey de los lacedemonios. Acampando, devastaron el territorio. No hacia aún muchos días que estaban allí cuando comenzó a declararse la epidemia entre los atenienses; se dice que había atacado ya antes muchos lugares, Lemmnos entre otros, pero una plaga tan terrible y una tal mortandad de gente no se recordaba en ninguna parte. Los médicos, que no la conocían y la trataban por primera vez, no podían nada contra ella, sino que ellos mismos eran sus primeras víctimas, pues eran lo que más se acercaban a los enfermos, y tampoco valía otra ciencia humana. Hicieron plegarias en los templos, consultaron oráculos y recurrieron a prácticas semejantes, pero todo fue inútil y acabaron por renunciar, vencidos por el daño.

El mal comenzó primero, según dicen, en Etiopia, más arriba de Egipto; descendió después a Egipto, a Libia y a la mayor parte del imperio del Rey. En Atenas cayó de improviso y primero atacó a la población del Pireo; por esto corrió el rumor de los peloponenses habían tirado veneno en los pozos, ya que allí aún no había fuentes. En seguida llegó a la ciudad alta y entonces la mortandad fue mucho mayor. Sobre esta epidemia, cada cual, médico o profano, diga según su parecer cuál fue el origen probable y cuáles las causas que cree de fuerza suficiente para provocar perturbación tan grande. Yo, por mi parte diré sus características y mostraré los síntomas a vista de los cuáles, si volviese a sobrevenir, teniendo una idea previa, mejor se podría diagnosticar. Porque yo mismo padecí la enfermedad y vi a otras personas afectadas por ella.


ATENAS SE HALLABA EN UNA ÉPOCA DORADA.


Aquel año, según reconocía todo el mundo, fue un año exento de las enfermedades ordinarias, y si había algunos casos todos se resolvieron a los que estaban buenos de buenas a primeras les venían unas fuertes fiebres de cabeza, rojez e inflamación en los ojos, y , por dentro, la garganta y la lengua inmediatamente se inyectaban en sangre, la respiración era irregular y el aliento, fétido. Después de estos síntomas sobrevenían estornudos y ronquera y en no mucho tiempo el mal bajaba al pecho y producía una fuerte tos. Cuando se fijaba en el estómago lo revolvía y seguían todos los vómitos de bilis que han especificado los médicos, acompañados de un gran malestar. A la mayor parte de los enfermos les vino también dolencia sin vómitos, que producía violentos espasmos, que en unos cesaban inmediatamente y en otros mucho después. Por fuera, el cuerpo no era muy caliente al tacto ni tampoco estaba pálido, sino rojizo, lívido y lleno de pequeñas flictenas o úlceras; pero por dentro escocía tanto que los enfermos no podían soportar el contacto con los vestidos y sábanas más ligeras, ni estar de otro modo sino desnudos, y con gran anhelo se hubiesen sumergido en agua fría. Y así lo hicieron tirándose en los pozos, muchos que no estaban vigilados, acometidos por una sed inextinguibles; pero era igual beber mucho que poco. Además, la falta de reposo y el insomnio les daba una angustia continua. El cuerpo, mientras duraba la enfermedad, no se marchitaba, sino que resistía desesperadamente el malestar; de manera que, o bien la mayoría morían a los nueve o siete días consumidos por el fuego interno cuando aún tenían alguna fuerza, o bien si escapaban a este término, el mal bajaba hacia el vientre y se producía una ulceración violenta acompañada de una diarrea rebelde a consecuencia de la cual la mayoría sucumbían de debilidad. El mal, fijado primero en la cabeza, comenzando de arriba, recorría todo el cuerpo, y los que sobrevivían a sus más graves ataques quedaban con señales de ello en las extremidades, porque atacaba las vergüenzas, las puntas de las manos y pies, y muchos salieron del trance perdiendo estos miembros, y algunos hasta los ojos. A otros, cuando se restablecían, les sorprendía un olvido de todo y no se conocían a sí mismos ni a sus amigos.

El carácter general de la enfermedad es imposible de escribir, y sus ataques eran de una violencia que la naturaleza humana no resiste, pero sobre todo el siguiente detalle demostró que era diferente de las afecciones ordinarias; los pájaros y cuadrúpedos que se alimentan de carne humana, entonces cuando había muchos cuerpos sin enterrar, o no se acercaban, o si los probaban, morían. Y la prueba; la desaparición de estas aves de rapiña fue manifiesta, y no se les veía junto a los cadáveres, ni en ninguna otra parte. Los perros, que conviven con el hombre, permitían mejor la observación de los efectos.

Dejando aparte otras muchas particularidades ya que cada una era diferente de la otra, tales fueron, en conjunto, las características de la enfermedad. Y durante aquel tiempo no se hizo sentir ninguna otra enfermedad habitual; y la que se presentaba acababa en esta. Unos morían por abandono y otros, a pesar de todas las atenciones. No se encontró casi ni un solo remedio que se pudiese aplicar con segura eficacia, pues lo que iba bien a uno perjudicaba a otro.  Ninguna constitución, fuese robusta o débil, se mostró capaz de resistir el mal, sino que a todas indistintamente las arrebataba cualquiera que fuese el régimen seguido. Pero lo más terrible de toda la enfermedad era el desánimo de quien se sentía enfermo, porque, abandonándose a la desesperación se entregaba mucho más fácilmente y no intentaba resistir, y también al hecho de que, contagiándose los unos a otros, morían como ovejas. Esto es lo que causaba más gran mortandad. Ya que, si por miedo no se querían visitar unos a otros, los enfermos morían abandonados, y muchas casas quedaron vacías porque nadie se preocupaba de ellas. Sucumbían precisamente los que presumían de sentimientos humanitarios. Por pundonor no se quejaban, entrando en casa de los amigos, cuando hasta los familiares, vencidos por el exceso del mal, acababan por cansarse de los lamentos de los moribundos. No obstante, los que se habían salvado de la enfermedad eran los que más se apiadaban del moribundo y del enfermo, porque tenían experiencia y se sentían ya seguros; y es que el mismo hombre no era atacado dos veces, al menos con afección mortal. Y recibiendo las felicitaciones de los demás, ellos mismos, en el exceso de la alegría del momento, tenían para el porvenir la vana esperanza de que ya no morirán  nunca más de otra enfermedad.

Acentuó la angustia para los atenienses, en medio de la calamidad presente, la evacuación de los campos a la ciudad, sobre todo para los refugiados. Pues como no había casas para ellos y vivían, en pleno verano, en barracas hacinadas, la mortalidad se producía en medio de la confusión; mientras iban muriendo quedaban, ya cadáveres, unos sobre otros, y se arrastraban medio muertos por las calles, y junto a todas las fuentes por anhelo de agua. Los templos estaban llenos de cadáveres de los que allí mismo morían, porque la violencia del azote era tal que los hombres, no sabiendo qué sería de ellos, tendían a no hacer caso de la religión ni de la decencia. Todas las costumbres  que antes se observaban en los entierros fueron trastornadas y enterraban a cada cual como se podía. Muchos, por falta de lo necesario, pues habían tenido ya muchos muertos, recurrían a modos de enterrar indecorosos. Unos depositaban sus muertos sobre piras que no eran suyas, anticipándose a los que las habían construido, y les prendían fuego; otros tiraban el muerto que llevaban sobre otro, que ya ardía, y se iban. 




LA PLAGA DE ATENAS


La plaga introdujo también en la ciudad otros desórdenes más graves. La gente buscaba, con especial osadía, placeres que antes se ocultaba, porque veían tan bruscos cambios en los ricos, que morían súbitamente, y de los que antes no tenían nada y que de repente adquirían los bienes de los muertos. Y así, considerando igualmente efímeras la vida y la riqueza, creían se habían de aprovechar rápidamente y con afán. Nadie tenía ánimo para perseverar en un noble propósito por la incertidumbre de si moriría antes de poder alcanzarlo. El placer inmediato y todos los medios que a él conducen, se constituyó en lo bello y lo útil. Ni el temor a los dioses, ni la ley humana les retenía, porque al ver que todos morían y por otra parte nadie esperaba vivir hasta que se hiciese justicia y recibir el castigo de sus delitos. Más grave era la sentencia dictada que pendía ya sobre sus cabezas, y antes de que cayese, era natural que sacasen algún provecho de la vida.

Tal era la apesadumbrante calamidad que había caído sobre los atenienses; dentro de la ciudad la gente moría, y fuera, se devastaba el territorio. En medio de la desgracia, como es natural, entre otras cosas se acordaron de este verso, que los más viejos debían haber oído cantar hacía tiempo: “Vendrá la guerra dórica y con ella la peste”.

Es verdad que surgió una discusión sobre si no era loimós (peste) la palabra usada en el antiguo verso, sino limós (hambre), pero dadas las circunstancias, prevaleció la opinión de que era peste, pues la gente conformaba el recuerdo a los males que sufría. Pero si jamás vuelve a estallar una nueva guerra dórica después de esta y acontece una plaga de hambre, probablemente recitarán el verso en este segundo sentido. Los que no conocían trajeron también a colación el oráculo dado a los lacedemonios cuando, al preguntar al dios si habían de ir a la guerra, les respondió que la victoria seria de ellos si combatían con todas las fuerzas, y les dijo que él, el dios, se pondría de su lado. Se imaginaban pues que los acontecimientos correspondían al oráculo porque la epidemia se declaró acto seguido que los peloponenses hubieron invadido el Ática, y no penetró en el Peloponeso, al menos en forma digna de mención, sino que produjo sus mayores estragos en Atenas y después en las otras localidades más pobladas. Esta es la historia referente a la epidemia.


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